España - Valencia

Sábado, sabadete

Rafael Díaz Gómez
lunes, 5 de noviembre de 2001
Valencia, sábado, 5 de mayo de 2001. Palau de la Música, Sala Iturbi. Noveno concierto de abono de la temporada de primavera. Maurice Ravel: Le tombeau de Couperin; Valses nobles et sentimentales; Tzigane; Daphnis et Chloé (suites I y II). Orquesta Filarmónica de Israel. Nikolai Znaider, violín. Lorin Maazel, director. Aforo para la representación: 1800. Ocupación: 100%
0,0001355 Con el concierto del sábado se daba cuenta del segundo de los cuatro episodios que a lo largo del mes de mayo el Palau dedica a la obra orquestal de Ravel, ciclo que, como se sabe, tiene a Lorin Maazel como único director. No pudiendo asistir a la primera entrega de la serie, y aunque no esté muy bien escribir sobre lo no escuchado, recabé informaciones solventes acerca de lo ocurrido, y éstas me aseguraron que el nivel de las versiones de La valse, Ma mère l’oye y Cuadros de una exposición ofrecidas por Maazel y la Orquesta Filarmónica de Israel (OFI) fueron de estimable altura. Por eso acudí a la cita sabatina seguro de que los músicos perdonarían mi infidelidad y me resarcirían por la ocasión perdida. Pero, vaya por Dios, mi ilusión no se llegó a saciar, todo lo contrario que la del público, que alcanzó niveles de hartazgo y casi de delirio.Las razones de mi moderada insatisfacción puede que se hallen en una OFI que demostró las diferencias existentes entre una orquesta aceptable y otra de primer nivel. En el concierto del sábado, a mi juicio, faltó la plenitud (hablo de vitalidad, no de intensidad) de sonido que demanda Ravel en sus conjuntos instrumentales, incluso en los pasajes de trazo más fino e íntimo. Se echó de menos la brillantez y la lujuria que hace disfrutar de cada uno de los acontecimientos sonoros ravelianos como de algo único, intenso e irrepetible, si bien situado como eslabón de una cadena que inmediatamente nos va a proporcionar otra especial ocasión de inestimable placer auditivo. Y tal cosa, una vez que el ajuste rítmico está conseguido, algo que Maazel alcanza con aparente facilidad, está en buena medida en manos de los profesores de la orquesta. Al menos eso señala Roland-Manuel en uno de los párrafos más interesantes de su monografía sobre el músico vascofrancés: “La orquesta baudelairiana de Ravel parece entender que el matiz es generador de la expresión más que de la intensidad, dependiendo esta última solamente del timbre, de la altura y del número de instrumentos. De ahí, sin duda, la razón por la cual Ravel, al contrario de Debussy, exige más a la virtuosidad de los instrumentistas que lo que acuerda a la iniciativa del director de orquesta”.De todas maneras, esto último no ha de significar que el director esté de más en las obras de Ravel. Él tiene que ser el primer crítico y el primer inconformista con su agrupación y no permitir que el acabado del producto quede por bruñir (algo que ocurrió, por ejemplo, en la interpretación de Le tombeau de Couperin, en la que el polvo de las pelucas dieciochescas cubrió el lacado de cada miniatura musical). Ha de cuidar que los perfiles se muestren claros y a la vez tersos y maleables, y que la acidez de las disonancias llene los paladares (lo que se hubiese necesitado en mayor medida en los un tanto deslavazados Valses nobles et sentimentales). No ha de caer en un aliento descriptivo de banda sonora (algo que se dio en algunos momentos de las suites de Dafnis et Cloé), y sobre todo ha de conseguir que la música de Ravel sea nutritiva, puro goce en vivo, y no hacer añorar tal o cual grabación, lo que, si acontece, es singularmente triste en el caso de este compositor. Si todo esto se hubiera logrado con más trabajo, es algo que nos quedaremos sin saber, aunque tendremos ocasión de ver el resultado que del resto del repertorio raveliano nos llega desde los atriles de la Orquesta de la Radio de Baviera. Lo malo es que a buen seguro Maazel ha tomado nota de que con poco se conquista al público de estos pagos (¿fue por ello por lo que optó como propina por una versión desabrida (desmelenada la percusión y el metal) de los dos últimos de los Cuadros de una exposición?)De momento, aun en las alturas, se ha estado lejos de alcanzar la cumbre. La OFI, fiel al sabath, no tocó hasta la puesta de sol, por eso se postergó la que habría sido hora habitual de inicio del concierto en un fin de semana. A tenor de lo escuchado fue como si cierta sensación ociosa (dominguera, diríamos nosotros) no hubiera abandonado a los músicos a la hora de la interpretación, como si una gran kepá gravitara sobre toda la orquesta, impidiendo la proyección de un sonido completamente convincente. Ni siquiera Znaider escapó por entero al conjuro, resultando su versión de Tzigane algo oscura, rugosa y excesivamente dramática, dicho sea esto con todo los respetos para alguien que se atreve a abordar con tino tan endemoniada partitura, la cual quizá escribió Ravel para que ningún violinista osara pedirle nunca más un encargo.
Comentarios
Para escribir un comentario debes identificarte o registrarte.