Alemania
Una bella muy bella
J.G. Messerschmidt
Desde un punto de vista musical, La bella y la bestia es una obra en la que Glass se mantiene fiel a sus postulados minimalistas, pero introduciendo elementos de corte neorreomántico y neoimpresionista, empleando recursos retóricos típicos de la música cinematográfica y acercándose en algunos pasajes a la comedia musical de Broadway, sobre todo en las partes vocales encomendadas a la pareja protagonista.
Su lenguaje musical, muy accesible incluso a oyentes poco habituados a la ópera, responde a un código tradicional, de signos sonoros fácilmente reconocibles, lo que permite al público captar sin dificultad el desarrollo de la acción aun sin entender el texto cantado. Lo episódico casi se disuelve en una densa atmósfera de cuento de hadas, tratada, tanto en lo tímbrico como en lo tonal, de manera muy convencional, pero también eficaz y seductora. El único problema es el carácter repetitivo de toda partitura minimalista y su consiguiente uso y abuso del ostinato, algo que en una pieza de estas dimensiones puede llegar, en ciertos pasajes, a ser problemático.
Por lo que hace al texto en su versión alemana, en demasiados momentos resulta literariamente pobre, falto de vuelo poético, prosaico, en lo que se percibe una influencia excesiva de la comedia musical y aun de la canción popular de consumo. Tiene la ventaja, sin embargo, de ser fácilmente comprensible y de no exigir ningún esfuerzo del oyente. En resumen, estamos ante una ópera amable y ligera, pero no por ello superficial, y que como obra didáctica para introducir al lego en el género operístico, resulta ideal.
David Stahl, al frente de la orquesta de la casa, ofreció una versión bien estudiada de la partitura. Los tiempos fueron en general bastante vivos y el fraseo decidido, en algunos momentos casi abrupto. Su interpretación estuvo claramente al servicio de la acción dramática y de la descripción de ambientes fantásticos, así como de la captación de los estados de ánimo correspondientes a cada situación y a cada atmósfera. No cabe duda de que, al configurar su versión, tuvo muy en cuenta el origen cinematográfico de esta ópera. Su estilo directo buscó fundamentalmente el diálogo con el escenario y la comunicación con el público. En algunos pasajes habría sido posible prestar algo más de atención a ciertas sutilezas tímbricas y armónicas presentes en la partitura y que desgraciadamente pasaron casi inadvertidas. Sin embargo, el concepto de Stahl tiene la virtud de ser unitario y consecuente. La Orquesta del Teatro Gärtnerplatz se mostró contundente, incluso algo áspera, bien cohesionada y a muy alto nivel técnico.
Como es habitual en todas sus interpretaciones, la mezzosporano Ann-Katrin Naidu (‘Bella’) estuvo también a un excelente nivel. Naidu posee una voz dulcemente sombría, especialmente hermosa en el centro, bien impostada y segura a lo largo de todo el registro. Su cálido y siempre sutil fraseo se manifiesta con especial brillantez en los pasajes más expresivos de la partitura. En su interpretación los afectos se manifiestan de manera excepcionalmente elegante y profunda. Por otra parte, sería muy difícil hallar otra cantante que pudiera abordar de modo físicamente tan convincente el papel de ‘Bella’.
Julian Kumpusch canta el doble papel de ‘Bestia’ y de ‘Avenant’. No se trata de una tarea sin complicaciones, ya que Glass ha diferenciado bien a ambas figuras en su aspecto canoro. Kumpusch cumple perfectamente con su cometido, dando pruebas de poseer no sólo la voz apropiada, con un timbre equilibrado y agradable, sino también de saber emplearla convenientemente.
Ann-Katrin Naidu, Thérèse Wincent, y Stefanie Kunschke
Fotografía ©2008 by Jörg Landsberg
Fotografía ©2008 by Jörg Landsberg
En el plano musical el personaje quizá más difícil y sin duda el más interesante es el de ‘Félicie’, una de las malvadas hermanas de la ‘Bella’. En él, la soprano Thérèse Wincent luce sus excelentes cualidades de cantante y actriz. Su voz, grande y bellamente cristalina, brilla en un papel erizado de dificultades. Su versatilidad expresiva, competencia técnica, precisión y limpieza en la emisión son poco comunes. También como actriz Wincent demuestra ser una artista excepcionalmente versátil y de gran carisma.
Holger Ohlmann (‘Padre’) es un cantante cuya competencia está fuera de toda duda. Aquí ofrece nuevamente una interpretación musicalmente pulcra y de convincente expresividad. Tampoco le falta encanto a Stefanie Kunschke en su papel de ‘Adelaide’, mientras Daniel Folka configura eficientemente el personaje de ‘Ludovic’, el hermano de la 'Bella', tanto en lo musical como en lo dramático.
El extra-ballet del Teatro Gärtnerplatz ofrece una muy lograda interpretación de la coreografía, que en esta producción tiene un papel nada secundario. Y así llegamos al aspecto escénico de este estreno.
Ann-Katrin Naidu como 'Bella' y cuerpo de ballet
Fotografía ©2008 by Jörg Landsberg
Fotografía ©2008 by Jörg Landsberg
La dirección escénica de Rosamund Gilmore asume el carácter surrealista y cinematográfico de la ópera de Glass. Hay citas de algunas películas de Jean Cocteau (por ejemplo en el modo de presentar al caballo blanco, cita de El retorno de Orfeo) e incluso de Jacques Tati (el personaje del Padre, en la escena del viaje en busca de regalos para sus hijas, recuerda inevitablemente a Monsieur Hulot). Tampoco faltan las alusiones al surrealismo, como las casi dalinianas sillas inclinadas hacia la izquierda. Sin embargo, estas citas y alusiones no caen jamás en el servilismo, la copia o la dependencia excesiva. Gilmore parece ser muy consciente de que está haciendo teatro, en concreto ópera, y de que debe comunicar el contenido de la historia a un público que, en su mayoría, no está familiarizado con el cine de Cocteau. También el elemento mágico-fantástico, típico de los cuentos de hadas, es por supuesto un factor de enorme peso, pero sin que se abuse de él y sin dejarse llevar por efectismos fáciles. La dirección de actores es muy correcta, sobria, y está al servicio del texto. El humor y la ironía tienen un lugar preeminente en esta producción, en la que en ningún momento se cae en edulcoramientos ni en exageraciones.
Particularmente interesante es el tipo de comunicación que se establece con el espectador, al que se induce a adoptar una actitud de perplejidad y de complicidad como sólo se dan en el teatro infantil o de marionetas. La coreografía también tiene algo de ‘marionetística’. Los bailarines representan a las fuerzas mágicas e invisibles al servicio de la ‘Bestia’. El material coreográfico es ecléctico, con elementos neoclásicos muy sencillos, otros de danza contemporánea y algunas discretas concesiones incluso al baile de discoteca. En ciertos pasajes el minimalismo musical se traduce en minimalismo coreográfico. En todo momento escena y música se acoplan perfectamente y sin discrepancias, algo tan infrecuente en los tiempos que corren y que es tal vez el mayor mérito de esta producción.
Stefan Sevenich, Julian Kumpusch, Ann-Katrin Naidu, y Daniel Fiolka
Fotografía ©2008 by Jörg Landsberg
Fotografía ©2008 by Jörg Landsberg
Los decorados y trajes de Carl Friedrich Oberle, además de estar en plena concordancia con el concepto de Rosamund Gilmore, demuestran que no hacen falta ni lujos escénicos ni extravagancias conceptuales para conseguir elementos visuales teatralmente eficientes y de alto valor estético. Los medios empleados por Oberle son austeros y de encantadora simplicidad. La acción se sitúa sobre una superficie giratoria. Al producirse los giros, un panel situado al fondo del escenario permite la aparición y desaparición, ingenuamente ‘mágica’, de los elementos necesarios para cada escena y situación. Los espacios en los que se desarrolla la historia son esbozados por una tramoya sobria y con gran capacidad evocadora. Por medio de la insinuación y dejando mucho lugar a la fantasía del espectador (que debe completar con su imaginación el espacio escénico, tal como lo haría un niño), Oberle logra crear un ambiente mágico muy apropiado para el desarrollo de este cuento de hadas. La primorosa iluminación de Wieland Müller-Haslinger contribuye de modo decisivo a la creación de ambientes delicadamente fantásticos.
El único aspecto verdaderamente criticable de esta producción es el empleo de la megafonía en algunos momentos. En un teatro de ópera todo uso de la megafonía es abuso, es saltarse las reglas del juego limpio. No sólo se trata de que la calidad musical sale de esta experiencia imperdonablemente degradada; también está en juego la naturaleza misma del espectáculo operístico. El teatro debe seguir siendo teatro y la música música, y en este empeño no hay lugar para los altavoces.
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