España - Valencia
Sobre los cantos y las sirenas
Vicent Guillem
Lo lógico hubiera sido que, ante semejante aserto -un tanto impertinente, lo reconozco-, pasara de mí, pero, sin embargo, él no lo hizo. Quizás le hiciera gracia mi sinceridad. Sea como fuere, aquella anécdota supuso el inicio de una entrañable relación amistosa que guardo en mi memoria con emoción, pero también con orgullo. Su repentina muerte a los pocos meses de conocernos me privó -como también a otros muchos- de disfrutar por más tiempo de su amistad y magisterio, condenándome de paso a seguir siendo un autodidacta, a trabajar en soledad.
Hoy, casi ocho años más tarde, aunque mis ideas al respecto no han cambiado en demasía, y sin haber renunciado a mi particular credo musical (creo que con el gusto sólo se puede ser fiel, que sólo nos permite la fidelidad para con nosotros mismos), admiro con la pasión y el entusiasmo propios del converso a algunos sinfonistas, en especial, a Brahms, Mahler, Bruckner, Sibelius y, por supuesto, Shostakovich. Con la música, no he conocido otra operación que la de la suma. Sin embargo, sigo sin querer saber nada de diferencias entre la culta, la de consumo y la popular, entre la religiosa y la profana, entre la antigua y la de vanguardia, entre los llamados géneros mayores y los menores. Sigo sosteniendo, en definitiva, que mucho más importante que el material a interpretar, es cómo éste se interprete. Carezco del don de la fe y, como Santo Tomás, sólo creo en lo que oigo. No creo en las sirenas, sólo en su canto y, también, en su silencio.
Y como de cantos y de sirenas hemos acabado hablando, pasemos ya a comentar sin más dilación lo que de verdad nos importa: la música, el concierto. El programa, tal vez demasiado denso y extenso a la vez, incluía a modo de introducción la Obertura de Las Bodas de Fígaro. A pesar de no acabar de entender muy bien qué pintaba esta pieza junto a dos composiciones, éstas si, traspasadas ambas por el inconfundible hálito de la tragedia, uno de los signos inequívocos del siglo XX, su interpretación nos sirvió para comprobar -la música de Mozart es siempre un barómetro extremadamente sensible- las medidas del director y de la orquesta que teníamos delante.
La aparición en escena, acto seguido, de Janine Jansen para interpretar el Concierto para violín op.15 de Britten fue digna de ser reseñada. Enfundada en un precioso y ajustado vestido dorado con escote palabra de honor -curioso nombre éste-, que llegaba hasta el suelo, parecía desde las alturas del anfiteatro una sirena ultramontana. Pronto pudimos comprobar, tras el sosegado lirismo de los comienzos del Moderato, que su temperamento como instrumentista muy poco tenía que ver con la frialdad de esas aguas septentrionales de donde parecía proceder. Apasionada, incluso, volcánica, en ocasiones, con un lenguaje corporal desinhibido -su gestualidad y movimientos me recordaron al de los guitar heros del rock de los setenta-, atacó con tanta vehemencia la exigente obra de Britten que puso en un brete a Järvi, obligado a decidir entre seguir a la violinista, y saltar al vacío con ella, o mantener el tipo y esperar que se aplacase un tanto su ardor. Fueron éstos unos brevísimos instantes de confusión nada más, pero harto elocuentes. Janine Jansen era -es- una verdadera fuerza de la naturaleza. Reintegrada a la disciplina grupal, sostenida por el sonido, opulento y matizado a la vez, de la CSO, mostró enseguida sus verdaderas credenciales: buen sonido -utiliza un “Barerre” de A. Stradivarius de 1727-, mejor técnica y mucho, pero que mucho, afecto. Fue entonces cuando la inspirada música de Britten –su Violin Concerto, escrito al parecer bajo el influjo de la Guerra Civil española, puede equipararse, desde luego, con los mejores del siglo XX- brilló a la altura que merece: brumosa y evanescente –el maravilloso Moderato nos remitió en ocasiones a ciertos pasajes marinos, evocados en otras de sus obras-; dramática e intensa en el Vivace -la cadencia conclusiva fue admirablemente interpretada por Jansen-; espaciosa y colorista en la Passacaglia.
La Décima sinfonía de Shostakovich, ya en la segunda parte, completó una velada musical muy intensa. Influido por la línea interpretativa iniciada por directores como Eugene Ormandy o, sobre todo, Leonard Berstein, Järvi se decantó por una recreación en la que primaron el refinamiento, el cromatismo y la ligereza (en la medida, claro está, que puede decirse esto último de la música de Shostakovich), sobre los elementos dramáticos, sombríos y opresivos, que subyacen también en esta partitura, aspectos éstos que, dicho sea de paso, no dejaron de ser expuestos con la gravedad y el dinamismo necesarios. No creo que se pueda hablar en este caso de banalización o de minimización de la obra, sino, simplemente, de una perspectiva distinta, tan válida, desde luego, como otras. Las obras de arte, en general, son, finalmente, la suma de todas las literaturas que éstas generan, de todas las interpretaciones o lecturas que son capaces de sugerir. Así, de esta manera, como ocurre también con las palabras, crecen, se hacen grandes.
La CSO, dirigida por Järvi por medio de una gestualidad precisa y discreta, fue en sus manos un instrumento de extraordinario sonido, equilibrado en todas sus secciones y de gran ductibilidad. Dicho así, parece cosa sencilla, pero qué poco frecuente es tener la sensación -impagable, por otro lado- de percibir la perfecta integración de todos los componentes de una orquesta, su sintonía y equilibrio -algo parecido ocurre con las agrupaciones corales a capella-, conformando un todo orgánico, capaz de mostrarse, según se requiera, sutil, delicada, poderosa o enérgica.
Con semejantes mimbres, el rico colorido instrumental de la sinfonía -Shostakovich, como también Britten, fue un consumado maestro en el arte de la instrumentación-, la tremenda tensión de su lenguaje y, sobre todo, su corrosivo y casi omnipresente sentido del humor quedaron expuestos de forma extraordinaria (¿habrá alguien que haya relacionado a través de la cultura de la risa a Shostakovich con Mijail Bajtin, otra de las grandes víctimas del “padrecito”?).
Al finalizar el concierto, ya en la calle, comencé a pensar que las dos grandes obras que habíamos acabado de escuchar se encontraban mucho más próximas de lo que en principio cabía suponer. Dándole vueltas al asunto, más tarde, y como en tantas otras ocasiones, tuve que darle la razón de nuevo al viejo Benjamin y reconocer que, ambas, eran, en efecto, documentos de la cultura, pero también de la barbarie.
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