Alemania
Fantasmas diferentes
Pablo-L. Rodríguez
Precisamente, poco antes de ver la representación de Das Rheingold, releí las consideraciones de Dahlhaus sobre el Anillo en general y el Oro en particular. En ellas, el musicólogo alemán trata un aspecto crucial, entre otros, para entender la novedad conceptual de la tetralogía: el desmantelamiento del mito que realiza Wagner en esta obra con su visión humanizada de los dioses y, por tanto, su vinculación con la historia del mundo. Con estas ideas en la cabeza, no es difícil concluir -como hace el propio Dahlhaus- que si algo se representa en la tetralogía wagneriana es la transición de un mundo basado en las leyes ancestrales y la violencia a una era utópica sin ataduras y presidida por el amor; este nuevo orden se manifiesta en dos personajes cruciales, 'Brünnhilde' y 'Siegfried', que son sus primeros representantes pero también las últimas víctimas del anterior.
Y todo este discurso viene a cuento para explicar lo que considero un erróneo punto de partida en esta producción del veterano dramaturgo Tankred Dorst, que se estrenó en Bayreuth en 2006. En su libro Die Fußspur der Götter. Auf der suche nach Wagners Ring, publicado el mismo año del estreno, Dorst vierte algunas ideas y anotaciones que le suscitó el estudio de la obra de Wagner para esta producción in extremis (pues ya saben que Dorst sustituyó en 2004 al retirado Lars von Trier). Allí encontramos el punto de partida, según el cual los viejos dioses y mitos no tienen cabida en nuestra moderna civilización, aunque habitan lugares marginados y casi deshabitados de las ciudades, como suburbios, parques, fábricas, canteras o edificios abandonados formando parte de otra dimensión.
El responsable de la dramaturgia de esta producción, Nobert Abels, explica esto mismo todavía con más claridad en el libro-programa de esta edición del festival wagneriano: “Dorst [...] trata a los dioses como dioses, a los semidioses como semidioses y a los humanos como humanos. [...]”; y añade: “Así como en Da Spiel ist aus de Sartre los muertos -a pesar de ser invisibles a los vivos- están siempre a nuestro alrededor, de esta forma los dioses de Dorst existen todavía en nuestro mundo de hoy con todas sus particularidades. Proceden de las profundidades del tiempo, llevan una vida nómada, deambulando alrededor de un planeta donde han perdido su antigua trascendencia, emergiendo en lugares abandonados, en escenarios desolados”. En resumidas cuentas: Dorst convierte a los dioses en fantasmas (quizá por eso van todos de un blanco irreal) y con ello se lleva por delante la idea crucial de Wagner de humanizar el mito y, de paso, dotarlo de la profundidad, riqueza y ambigüedad humanas.
Pero no todo es tan erróneo. De hecho, si algo puede salvarse de esta producción de Das Rheingold es la escenografía de Frank Philipp Schlößmann que resulta mayoritariamente inteligente, a veces narrativa y en ocasiones hasta bella. Por ejemplo, en la primera escena nos muestra el fondo del Rin, con un efecto muy logrado de sentirse bajo el agua. La segunda y la cuarta nos traslada a lo que parece ser la terraza de un ruinoso edificio que dispone de una buena vista panorámica, y en la tercera convierte el Nibelheim en una refinería donde los nibelungos han construido una cueva para albergar el oro robado por 'Alberich'. Por su parte, la iluminación de Ulrich Neapel es quizá demasiado tenue, aunque resalta a menudo las virtudes de la escenografía.
El problema viene cuando interviene Dorst para llenar esas escenografías de acción dramática. En la primera escena podemos ver en el centro a las tres ondinas tiesas como tres caracolas naranjas durante toda la escena y a ‘Alberich’, que más que perseguirlas, parece estar espantando moscas con su cola de lagarto (ahora hablamos del vestuario); el régisseur alemán complica innecesariamente esta escena con figurantes para las ondinas o un amplio muestrario de imágenes de mujeres nadando desnudas proyectadas en la superficie del río. En la segunda escena el movimiento de actores resulta acartonado y hasta anticuado, y de nuevo se utilizan figurantes que nada aportan y no hacen sino constatar la enorme distancia de la historia que cuenta Wagner y la sociedad a la que va dirigida. Llegamos a la tercera escena y Dorst nos sorprende, una vez más, con unas criaturas bastante curiosas de ojos brillantes que se supone que son los nibelungos, aunque parecen sacadas de una película mala de ciencia ficción. Y de nuevo se añaden figurantes humanos en esta escena (un operario de refinería) o en la cuarta (unos niños que juegan al final), pero que no aportan nada a la historia.
Luego está la idea de mostrar de tres formas distintas el oro en las escenas primera, tercera y cuarta: primero como una especie de corales luminosos, a continuación como un cúmulo de lingotes y objetos dorados, y finalmente como una especie de planchas brillantes. Las dos primeras tienen algo de lógica, ya que pueden entenderse como el oro en estado bruto y después de su elaboración por los nibelungos, pero no la tercera (y no digamos si nos metemos con el peso, pues los pobres nibelungos apenas pueden con él, y ‘Loge’ y ‘Froh’ lo cogen como si fuera papel). Puede parecer una tontería, pero hubiera sido interesante llevar a la cuarta escena el oro visto en la tercera, ya que entre los muchos objetos dorados que podían verse podría haberse incluido una espada y Wagner (que era muchísimo mejor director de escena que Dorst) pensó hacer coincidir la aparición del motivo de la espada al final de la escena con el momento en el que ‘Wotan’ encuentra por casualidad una espada en el tesoro que está recogiendo lentamente ‘Fafner’ y de esa forma resaltar cómo pensaba recuperar el anillo, algo que preludia las historias de ‘Siegmund’ y ‘Siegfried’ (y eso no está en libreto pero sí en la música).
No voy a ahondar más en las particularidades de la dirección escénica de Dorst (tiempo habrá los próximo días), aunque sí que conviene comentar algo del vestuario de Bernd Skodzig. Aparte del blanco fantasmal de los dioses ya aludido, hay algún detalle curioso, sin salirse en general de lo tradicional, como la sustitución del martillo de 'Donner' por un puño metálico o la vistosa pluma que lleva 'Froh' en la mano (imaginamos que para escribir poemas de amor), así como también el simulado armazón de hormigón que recubre a los gigantes o la indumentaria de 'Loge' que lo convierte en un quinqui pelirrojo. Por el contrario, las diosas no salen muy bien paradas ('Freia' dispone de unos impresionantes atributos femeninos o 'Fricka' parece más una momia que una diosa) y no digamos Erda (una verdadera extraterrestre) o los nibelungos ('Alberich', en especial, con esa inmensa cola que maneja con tanta soltura especialmente delante de las ondinas).
Hablemos ahora de la música, pues Thielemann también ha tenido sus propios fantasmas. En una entrevista que publicó Die Zeit, coincidiendo con el estreno de esta producción en 2006, se preguntaba al director berlinés si consideraba el “grüne Hügel” (la “colina verde” donde está situado el Festpielhaus) un lugar mágico. Y el director berlinés, ni corto ni perezoso, señaló a la ventana y dijo “¡Sí!, mira: por allí, cruzando el parque, viene Hans Knappertsbusch. Y por el campo de maíz, quizá venga también, Wilhelm Furtwängler. Ellos están todavía paseando por aquí, esa es la magia, Hermann Abendroth, Toscanini, Heinz Tietjen... y nosotros tenemos que hacernos nuestro propio sitio frente a ellos. ¿No es aterrador? Por lo demás, es un tremendo honor dirigir el Anillo en Bayreuth. ¿Qué puede hacer uno después de esto?”.
La diferencia con Dorst es que, mientras a él los fantasmas le han arruinado de momento su planteamiento del Anillo, a Thielemann lo han redimensionado. Creo que hacía muchos años (me refiero, por supuesto, a antes de 2006) que no se escuchaba en la “colina verde” Das Rheingold con tanta calidad musical y retórica, con tanta belleza tímbrica, con una orquesta tan entregada y con un reparto tan compacto. Y, si en 2006, ya mi colega y amigo Eduardo Benarroch señaló en estas páginas que el prólogo de este Anillo le había causado una impresión positiva por la música [leer reseña] o que en 2007 (en que tuve además la oportunidad de compartir con él esta experiencia) realmente fue Thielemann el salvador de la función, con “una lectura opulenta, elegante, detallada, sedosa y con pulso, algo que había fallado el año anterior” [leer reseña], debo decir que el balance sigue siendo positivo; podría decirse, no obstante, que este año resultó una versión más lenta, compacta y orgánica que la del año pasado.
A las virtudes, ya conocidas, de equilibrio dinámico o manejo fluido de los tempi, este año se puede añadir una sensación de continuidad o una visión quizá más global que no tuve el año pasado. Desde luego, una posible explicación a este nuevo enfoque puede relacionarse no sólo con el minucioso trabajo con las frases y motivos de la orquesta y las voces, sino también con los juegos alegóricos de tonalidades que propone Wagner, y que Thielemann entreteje a la perfección con el discurso dramático. El preludio fue una delicia tanto desde el punto de vista sonoro como arquitectónico y la intensidad se mantuvo estable durante la ópera, pues Thielemann sabe como pocos acompañar a los cantantes (y hasta hacer cantar a la orquesta con ellos) y encuentra con maestría el volumen orquestal, el color sonoro y el tempo que necesita cada pasaje de esta partitura; incluso este año hasta sus habituales pausas retóricas fueron menos acusadas y funcionaron mejor.
El reparto vocal de este año tuvo alguna mejora en las ondinas, con la incorporación de Simone Schröder como ‘Flosshilde’, que dio más empaque y equilibrio al trío con respecto al año pasado, y también Mihoko Fujimura (este año centrada en ‘Kundry’) dejó ‘Erda’ para Christa Mayer, una joven mezzo alemana que dio a ese papel un carácter sumamente expresivo, convirtiendo su intervención -gracias también al acompañamiento de Thielemann- en un momento muy especial (la veremos también como ‘Waltraute’ en el Ocaso). El resto fue idéntico al año pasado y mostró, por ejemplo, la consolidación de Albert Dohmen como un estupendo ‘Wotan’, pese a su voz algo tensa por momentos y su innata parquedad actoral. Buena actuación de los otros dos dioses, aunque me gustó más el lírico y expansivo ‘Froh’ de Clemens Bieber que el impulsivo pero limitado ‘Donner’ de Ralf Lukas.
Del resto del elenco masculino hay que hacer una mención especial al seductor ‘Loge’ de Arnold Bezuyen, magnífico cantante-actor (no puedo olvidar su portentosa actuación en Colonia del año pasado en la producción de Carsen, caracterizado con bombín inglés y entrando en bicicleta). Asimismo, los dos gigantes estuvieron formidables; ambos exhibieron un instrumento poderoso y una dicción nítida, aunque a mí me gustó más el ‘Fafner’ granítico de Hans-Peter König que el ‘Fasolt’ menos profundo de Kwangchul Youn, al parecer más querido aquí por el público. No obstante, quizá lo más destacado de este Rheingold, desde el punto de vista vocal y actoral, sean los dos nibelungos, tanto el imponente ‘Alberich’ de Andrew Shore, que llenó de riquísimos matices el personaje y culminó su actuación con una impresionante maldición del anillo, como el agilísimo Gehard Siegel, que da a su ‘Mime’ una perfección vocal desconocida.
En el apartado femenino, aparte de lo ya comentado de ‘Erda’ y las tres ondinas, las actuaciones de Michelle Breedt y Edith Haller fueron también excelentes. La ‘Fricka’ de la primera sonó autoritaria pero también muy musical y hasta liederista por momentos (ayudada -eso sí- por el fino paño sonoro con el que Thielemann envolvió su canto). Finalmente, la segunda es un auténtico lujo para el papel de ‘Freia’, con una voz a la par bella y poderosa. Veremos lo que nos depara hoy Die Walküre con la gran novedad de la soprano holandesa Eva-Maria Westbroek como 'Sieglinde' en lugar de la estupenda Adrianne Pieczonka del año pasado.
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