Argentina

La otra cara de la alegría

Susana Desimone
miércoles, 12 de mayo de 2010
Teatro Colón de Buenos Aires © TC Teatro Colón de Buenos Aires © TC
Buenos Aires, jueves, 13 de mayo de 2010. Buenos Aires, 06/05/2010. Teatro Colón. Ludwig van Beethoven, Sinfonía Nº 9 en re menor, opus 125 ‘Coral’. Paula Almerares, soprano; Alejandra Malvino, mezzosoprano; Enrique Folger, tenor ,y Leonardo Estévez, barítono. Orquesta y Coro (maestro preparador Marcelo Ayub) Estables del Teatro Colón. Director: Carlos Vieu. Concierto extraordinario
0,000223 Con el pretexto de “agradecer a las personas, empresas y organismos que trabajaron en las obras de restauración” se llevó a cabo una prueba del funcionamiento del “nuevo Teatro Colón” que permitiera exhibir lo que hasta el presente hay de visible, es decir, el foyer, el Salón Dorado y la propia sala.

Se libró  una verdadera carrera contra el tiempo. En efecto, la meta está  fijada en una fecha precisa: el 24 de mayo debe producirse la reapertura oficial con un programa sencillo, apto para todo paladar. Una de esas funciones que desencadenan inexorables aplausos: el segundo acto de La Boheme y un acto de El Lago de los Cisnes.

Prueba del apresuramiento y la improvisación con que se actuó para llegar a la fecha señalada, aunque fuera con muletas y casi sin respiración, es que, hasta un poco antes de iniciada la función, caían de la parrilla tuercas, electrodos, arena, cal, etc., los ascensores no funcionaban y se observaban cables y escombros  por las escaleras.

Pero todo se debe haber barrido con gran rapidez, ya que al ingresar a la sala en la noche del 6 de mayo, se imponía el olor a nuevo, a materiales sintéticos, a pintura fresca y sobre las alfombras rojas se observaban aún las cubiertas de plástico con burbujas que estallaban suavemente al paso de los asistentes.

El brillo de los dorados y el satinado de las pinturas deslumbraban al estilo de los centros comerciales o de los hoteles de lujo recién inaugurados, aunque cabía preguntarse si tanto oropel implicaba una auténtica restauración o era tan sólo un atrevido maquillaje.

Pudo apreciarse que el objetivo de la convocatoria se estaba logrando, al advertir que integrantes de gran parte del público se felicitaban alborozados unos a otros. La euforia autorreferencial daba cuentas de que la mayoría de los invitados no estaba demasiado familiarizada con el tipo de espectáculo que se disponía a presenciar, y que asistía como si de un verdadero show se tratara.

Quien esto escribe pudo escuchar a una señora decirle a su acompañante: “Lo que debe costar limpiar todo esto” y a otra persona comentar en voz alta: “…¿Así que van a tocar la Oda a la Alegría?”, con el tono de quien deja entrever que "esa canción la conozco”.

En consecuencia, reinaba el espíritu festivo y la ansiedad de quienes están predispuestos a festejar, hasta el punto de aplaudir al concluir cada movimiento y aun en la mitad del coro final, debiendo la orquesta y, por supuesto, el coro mismo, hacer una pausa hasta que se restableciera el silencio, chistidos mediante.

Si hubiéramos estado en una cancha de fútbol habríamos pensado que estábamos en presencia de una hinchada fervorosa.

Pero los que fuimos con un sentido algo más crítico, tratando de observar lo que se había hecho y cómo lo hecho funcionaba, comenzamos a experimentar una aguda decepción.

No es cierto que la acústica “permanece intacta”. Ubicada en la penúltima fila de la platea de la derecha, pude percibir claramente que esa misteriosa calidad del sonido del Colón no estaba, que los cellos y los contrabajos sonaban como atenuados, mientras los metales y los timbales se escuchaban con una rara estridencia.

Claro que no se han hecho públicas ninguna de las mediciones que parecen haber llevado a cabo los expertos, como tampoco se permitió que las realizaran especialistas independientes.

Correlativamente la antigua campana acústica, descartada por obsoleta en contra de algunas opiniones, será  reemplazada por la que se adquirió (por compra directa) y que sería colocada “en fecha próxima”.

También cabe suponer que los nuevos textiles empleados en la tapicería de butacas y palcos pueden ejercer alguna influencia sobre el sonido. En efecto, se ha repetido hasta el cansancio la palabra “ignífugo” referida a los nuevos textiles como una de sus principales virtudes. Sin embargo, lo que permanece hasta ahora en el más absoluto de los secretos es en qué medida pueden haber afectado esas telas a la famosa acústica del Teatro.

En cuanto al viejo telón, sobre cuyo destino hubo infinitas polémicas, se hallaba recogido a ambos lados del escenario, ajado y desvaído, de acuerdo con el criterio de que se lo mostraría únicamente en “grandes ocasiones”. De modo que sólo nos quedan nuestros propios oídos y nuestras propias sensaciones que son las que nos están indicando que hay algo de la magia del teatro que se ha perdido. Y no sabemos si esa pérdida es o no irreparable.

De manera que, sumergidos en el brillo de los dorados, esos dorados que no se sabe (por ahora) si los especialistas en restauración los aprueban o si, por el contrario, se espantan al comprender que se han repintado los estucos con otra capa de pintura y que se ha abusado de los beiges que es un color –preciso es reconocerlo- que adora la gente “con estilo” no podíamos dejar de pensar en el costo de tanto resplandor.

Y nos referimos al costo económico, pero sobre todo, humano.

Sobre el primero (el económico) debe decirse que resulta incalculable desde que no se han hecho transparentes las cifras pagadas a los adjudicatario de las obras.

Pero más doloroso resulta pensar en los recursos humanos perdidos.

Gran parte del personal artístico y técnico del teatro fue eliminado a través de despidos, o trasladado a otras áreas del gobierno de la ciudad, como hospitales, a pesar de su formación específica durante largos años en el mismo teatro.

Otros no soportaron la inestabilidad, la incertidumbre que los acompañó durante los últimos años de este largo y duro proceso y acabaron con crisis depresivas y, en algunos casos, con infartos que los llevaron a la muerte.

Estas reflexiones surgían, inevitables, mientras el maestro Carlos Vieu, la orquesta y el coro se esforzaban por brindar una correcta interpretación de la Novena Sinfonía de Beethoven que, a pesar de la entrega y el amor puestos por los artistas, no pudo superar los problemas ya señalados en cuanto a desajustes, desbalance de los sonidos y alteración de la acústica.

No resultaba difícil sentirse invadido por la emoción que transmitían las voces que entonaban la Oda a la Alegría, en particular cuando quienes la cantaban eran artistas de la enorme valía de Paula Almerares, Alejandra Malvino, Enrique Folger y Leonardo Estévez.

Pero al pensar en la improvisación, en la ligereza, en la ausencia de conocimientos específicos en materia de restauración de monumentos de enorme importancia y renombre internacional (como es el caso del Teatro Colón) que se han puesto de manifiesto en esta ocasión, es inevitable sospechar que todo ésto no es más que la consecuencia inevitable de la aplicación de pautas culturales que privilegian el éxito político por encima de los valores artísticos y del patrimonio histórico de nuestro país. 
 
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