España - Madrid
Ideas profundas bajo una apariencia frívola
Maruxa Baliñas

Las representaciones de Montezuma de Graun están presentándose en todas las ocasiones como un acto enmarcado en las conmemoraciones del segundo centenario de la independencia de buena parte de los antiguos territorios españoles en América, aunque ciertamente no quedan muy bien España y sus conquistadores en esta narración, donde Moctezuma es el bueno y Hernán Cortés junto a Pánfilo de Narváez los malos-malísimos. Sin embargo, y según indica el programa, las representaciones son "extraordinarias por el bicentenario del inicio del proceso de independencia de las repúblicas iberoamericanas." Es una coproducción del Teatro Real, el Theater der Welt 2010, la Kampnagel de Hamburgo, el Festival Internacional de Edimburgo, el Instituto Nacional de Bellas Artes de México, el Festival Internacional Cervantino de Guanajuato, la Universidad de Guadalajara y la Fundación Anglo-Mexicana.
Creo que no tiene sentido hablar de la historicidad de la obra. Resulta mucho más interesante en cambio -como hace José Ramón Jouve Martín en su interesante artículo en las notas al programa de la representación- incidir en la importancia histórica de esta ópera en el contexto de los problemas políticos e ideológicos que se planteaban en ese momento en Europa, en concreto en el tema del monarca ilustrado -simbolizado por Moctezuma- que sin embargo pierde su reino ante el salvajismo de Hernán Cortés, quien aplica la fuerza bruta, la traición, y demás recursos propios por ejemplo de la teoría política del Renacimiento e incluso del siglo XVII. La idea que defiende Federico II de Prusia en esta ópera es clarísima: el monarca ilustrado debe ser justo y moral, pero también fuerte, capaz de defenderse ante los peligros exteriores e interiores. Idea que Alemania mantuvo -en mayor o menor medida- hasta la Segunda Guerra Mundial, y que subyace aún en buena parte de sus medidas económicas.
Dejando aparte estas cuestiones de ocasión o sentido histórico de la ópera, hay que decir en primer lugar que se trata de una ópera preciosa, con una música muy buena y un libreto que se mantiene bien y es ágil -siempre dentro de lo que era la ópera de las primeras décadas del siglo XVIII-, y que por lo tanto no se trata de una de esas recuperaciones que son 'visto-y-no-visto' sino una obra que puede perfectamente entrar en repertorio. Por cierto, que para completar la ópera y dotarla de un número final coral más 'ostentoso' se añadió Albricias mortales de Manuel de Sumaya (México, 1680-1755) en arreglo de Luis Antonio Rojas (México, 1961), responsable también de la música adicional que se intercala con Albricias mortales. No me parece que fuera necesario este añadido pero tampoco sobra.
La propuesta escénica de Claudio Valdés fue lo que menos me gustó de la ópera. Hubo cosas muy bien hechas, y ciertamente se trató de un montaje ágil, colorista, muy sugerente en ciertos momentos. Pero, como pasa tantas veces con las direcciones de escena actuales, no se explicaba totalmente con lo que se veía en escena, y a mí que una obra de teatro tenga que tener 'instrucciones' escritas, sea en las notas al programa o en alguna entrevista previa del director escénico, para ser comprendida y apreciada, me parece siempre erróneo. Así que entendí más o menos la mezcla del México azteca con el actual, el racismo implícito y explícito y las referencias al agua como nuevo tesoro en el último acto, pero se me escapó la necesidad de la escenas sexuales desagradables -leí que alguna ya se había suprimido tras las críticas iniciales-, la autoflagelación de Hernán Cortés para celebrar su victoria sobre Moctezuma o el perro que ladraba tapando a los cantantes (al principio pensé que era un problema de adiestramiento del perro y poca familiaridad con la ópera, pero luego me pareció que ladraba sólo cuando le mandaban y era por tanto un efecto buscado). Y aunque pudiera entender la función de los vendedores de souvenirs interrumpiendo la función, me parecieron latosos, cortaban el hilo de la representación y convertían una historia que pretende ser 'ejemplar' y tratar un tema 'sublime', en una fantochada.
Uno de los grandes valores de la obra es el hecho de que se seleccionaron unos buenos cantantes para hacerla. El sopranista Flavio Oliver hizo un Montezuma cargado de dignidad, incluso cuando el director de escena le obliga a pasear por todo el escenario llevando en la mano el corazón de un prisionero al tiempo que canta un aria sobre su clemencia. Y tiene además una voz perfecta para este papel, por lo que fue claramente el protagonista de la representación. Su esposa en la ficción, Lourdes Ambriz, se lució igualmente en el aspecto escénico y musical. Me gustó especialmente en 'Ofende al trono', que cantó de un modo conmovedor sobreponiéndose nuevamente al director escénico que le hace cantar algo tan importante y 'elevado' mientras sus compañeros de conjura la empujan, humillan, hacen caer al suelo, etc.
Por cierto, y acaso es una excesiva desconfianza por mi parte, pero observé que los cantantes masculinos casi siempre podían hacer sus arias en condiciones razonables, mientras en el caso de las mujeres, Claudio Valdés casi siempre introduce elementos teatrales que les perjudican seriamente, sea porque no se les puede oír, porque tienen que cantar caídas en el suelo o mientras las golpean, o simplemente porque durante las intervenciones femeninas abundan las interpolaciones teatrales que distraen totalmente al espectador. Resulta fuerte en una ópera tener que reivindicar que se le permita a las mujeres cantar tranquilamente sus papeles, pero en este caso, creo que se impone una revisión muy seria por parte de Valdés de sus planteamientos. De hecho, la diferencia de trato es tan acusada que me planteé si Valdés quería mandar un mensaje subliminal sobre el papel secundario adjudicado a las mujeres en la sociedad mexicana, cuando por ejemplo Eupaforice plancha una bandera mexicana al tiempo que canta su dúo con un Moctezuma que sólo se preocupa de cantar su parte. Si es así, mis disculpas a Valdés, pero me remito a lo antes dicho, si algo no se entiende teatralmente o se malinterpreta, es que no funciona bien.
Por su parte los dos 'españoles', Adrian-George Popescu (Hernán Cortés) y Christophe Carré (Pánfilo de Narváez), cumplieron igual de bien con sus roles. Si Moctezuma y Eupaforice concentraban todo lo bueno, Popescu y Carré tenían que hacerse odiosos y lo consiguieron. Teatralmente se ven perjudicados por un montaje que al exagerar sus rasgos negativos les resta humanidad y los hace poco interesantes, pero musicalmente tienen números importantes -especialmente Popescu, claro está- y pudieron lucirse. Me gustaron mucho también Rogelio Marín y Lucía Salas, dos secundarios, pero que cantaron de un modo tan expresivo que se individualizaron por encima de lo que les marcaba el papel. Salas, lamentablemente no tiene una voz muy amplia y se vió perjudicada por el escenario tan abierto que hacía que aún se perdiera más la proyección de la voz.
El Concerto Elyma, Gabriel Garrido y el Coro de Ciertos Habitantes fueron otro puntal fundamental para el éxito de la obra. Garrido hizo un planteamiento muy respetuoso que se ajustaba a todos los cánones de los grupos históricamente informados, pero al mismo tiempo dió una gran vitalidad a la ópera y tuve la sensación de que realmente creía en lo que estaba haciendo y no se limitaba a cumplir con una partitura injustamente olvidada. Su grupo, el Concerto Elyma, no es muy amplio, unos 25 miembros, pero sonó como una auténtica orquesta, muy variada en sus recursos tímbricos. El coro resultaba aún más reducido, son sólo ocho personas que además deben actuar, pero lo hicieron sobradamente y si no conseguían impresionar con el volumen de sus voces lo hacían con su expresividad. Quiero mencionar también el brillante trabajo coreográfico (entiendo que diseñado por el propio Claudio Valdés, puesto que el programa no cita un coreógrafo propiamente dicho) de cantantes y coro, que proporcionó algunos momentos preciosos.
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