Obituario

Leggiadra, amabil siete, per sempre cara Joan

Raúl González Arévalo
lunes, 18 de octubre de 2010
0,0002796 A diferencia de algunos que estos días escriben obituarios y despedidas en medios de comunicación, compañeros de profesión y plumas habituales de la crítica musical, yo no conocía personalmente a Joan Sutherland. Tampoco tuve la oportunidad de escucharla en directo, acababa de retirarse cuando empezaba mi acercamiento a la lírica. Mi despedida es la de tantos amantes de la ópera a los que se les encogió el estómago cuando hace unos días se enteraron de que una de las grandes estrellas del siglo XX había fallecido. No deja de sorprender la sensación de orfandad con la desaparición de una persona que no es de la familia, ni del entorno de las amistades, pero que está presente en las vidas de muchos incluso de manera más continua, a través de sus discos.

No voy a rememorar su carrera ni sus hitos de manera sistemática, ni voy a recordar las opiniones de tantos colegas insignes como Callas, Caballé, Domingo, Pavarotti, Horne… ya lo hice en Mundoclasico.com con la serie de artículos que le dediqué en ocasión de su 75 cumpleaños, y de nuevo cuando alcanzó los 80 [leer artículo], están al alcance del lector, como tantos otros que estos días proliferan por la red. Pero, sobre todo, me resultaría mecánico, todo lo contrario de lo que me transmiten sus grabaciones.



Joan Sutherland y Luciano Pavarotti en Il Trovatore
© by Opera de San Francisco, 1975


El mundo de la ópera es exigente, ante todo visceral y no pocas veces subjetivo. Con este marco el legado de la Sutherland no podía pasar sin crítica. Claro que Joan no es la mejor opción en todos los papeles que interpretó. Nadie lo es de manera razonable. Pero es de justicia reconocer que sin ella la evolución experimentada en el repertorio de los teatros en la segunda mitad del siglo XX probablemente sería distinta. Es lo que ocurre con los fenómenos: marcan puntos de inflexión. Contribuyó de manera decisiva al resurgimiento de Händel frecuentando Alcina y Rodelinda mucho antes de que la corriente historicista explotara. Y aunque tengan criterios musicales y musicológicos hoy día superados, siguen siendo referencias obligadas. Como su grabación de Semiramide que, junto con tantas funciones, marcó el retorno triunfante de la obra maestra de Rossini. Al igual que sucedió con La fille du régiment de Donizetti. Lucia di Lammermoor está indisoluble e inequívocamente ligada a su nombre. Pocos han rendido mejor servicio que ella a la expresividad que ocultan las largas líneas de Bellini a través de medios exclusivamente musicales, no sólo en las encarnaciones indiscutidas y difícilmente discutibles de Amina (Sonnambula), Beatrice di Tenda o Elvira (Puritani), sino incluso de Norma.

A nadie se le escapa que su carrera no habría sido la que fue sin la intervención de su marido, el director de orquesta Richard Bonynge. Y precisamente gracias a él, conocedor como pocos del gran repertorio romántico decimonónico, la australiana dejó verdaderos hitos en el repertorio francés, tantas veces olvidado por quienes reducen su carrera a una sucesión de gorgoritos belcantistas. Massenet tiene una deuda impagable con ellos por redescubrirnos las maravillas que encierran Le roi de Lahore y, sobre todo, Esclarmonde, una de las pocas grabaciones propias por las que demostraba apego. Tampoco Meyerbeer le anda a la zaga con el patrocinio de Les huguenots. Nadie ha encarnado con mayor plenitud y equilibrio las protagonistas femeninas de Les contes d’Hoffmann. ¡Cómo olvidarse de su Lakmé¡.



Joan Sutherland como Lucia
© by Royal Opera House

En una coyuntura discográfica en la que los recitales son la norma no dejan de causar admiración la planificación, la coherencia y la originalidad de propuestas tales como The Art of the Prima Donna, French Opera Arias o The Age of Belcanto, con resultados espectaculares. No pocos incondicionales del genio de Bayreuth se sorprenderían con su Joan Sutherland sings Wagner. Por no hablar de la inquietud por ofrecer propuestas innovadoras: “Casta diva” en la tonalidad original de Sol mayor, o las versiones Malibran en Puritani, Elisir d’amor y, sobre todo, Maria Stuarda.

Joan Sutherland era una artista valiente y honesta, que no tenía miedo a probar en repertorios menos congeniales, con sus medios. Ahí están sus Verdi: no sólo su Gilda perfecta, también su querida Violetta e incluso Leonora del Trovatore. ¿Por qué es más criticable su Adriana Lecouvreur, por la que sentía debilidad, que las Normas actuales de cantantes que claramente no poseen los medios para encarnarla? Que su Turandot sea exclusivamente discográfica no la hace menos extraordinaria, y no hace falta recordar otros ejemplos insignes de colegas que grabaron pero no encarnaron en un escenario papeles de los que han dejado testimonios referenciales. Y se quedó con las ganas de Gioconda. Todo ello sin los aspavientos de otras cantantes que se creen mejores que sus medios y sus carreras.



Joan Sutherland y Alfredo Kraus en Lucrezia Borgia
© by Life


Joan, con tus grabaciones seguirán aprendiendo las nuevas generaciones, que las admirarán y las disfrutarán como ya lo hacemos muchos, y desde hace mucho tiempo. Mientras escribía te tenía de fondo, como tantas otras veces. Pero ahora además voy a verte con Alfredo Kraus en ese monumento que es vuestra Lucrezia Borgia: “leggiadra, amabil siete; né paventar dovete che ingrato ed insensibile per voi si trovi un cor”.
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