España - Galicia
Héroes de la resistencia
Julián Carrillo

Al final del Concierto de Reyes de la Barrié (los ciudadanos de A Coruña tenemos confianza para llamarla así), observé que esa palabra, "enhorabuena", provocaba una extraña reacción en el saludado: un gesto de estupefacción en unos; un fruncimiento de ceño en otros, que se podía traducir perfectamente por un “¿qué dices, insensato?” que ascendía claramente a “oye, ¿todavía te dura lo de Nochevieja, pero qué bebiste, tío?” en aquellos con quienes tengo más confianza profesional o personal.
No me llames Lola, que son dolores
Esta reacción me hizo fijarme en que muchos de los músicos de las secciones de cuerda se masajeaban suave y cuidadosamente sus antebrazos; y que los instrumentistas de viento lucían un hermoso y llamativo color escarlata en sus labios superiores. Bastó añadir “héroes de la resistencia” al término “enhorabuena” para recibir como respuesta unas miradas que, a partir de ahí, uniformemente, sólo expresaban el agradecimiento de quien se siente real y profundamente comprendido tras un cierto sufrimiento.
Y es que sufrieron, al menos muchos de ellos. Porque tocar las obras de Nyman programadas fue un duro desafío desde cualquier punto de vista: físico o artístico. Desde el primero, porque nada hay más dañino para ligamentos y tendones -siempre los puntos débiles de un músico- que el exceso en la repetición continua de los mismos gestos físicos.
Claro que la música minimalista parte de la repetición de pequeños y sencillos diseños rítmicos o melódicos. Pero desde las butacas del Palacio de la Ópera se apreció bien claramente que el esfuerzo necesario fue irracionalmente multiplicado por la dirección de Josep Vicent, en el requerimiento de un fortísimo casi continuo al parecer exigido por el compositor en el único ensayo que les permitió su llegada a la ciudad la mañana del mismo día del concierto.
El modo M.S.I.
La primera obra programada fue A dance he little thinks of. Podríamos decir eufemísticamente que Vicent, atendiendo esa demanda dinámica de Nyman y ya desde la explosión sonora inicial, no logró una adecuada exposición de los planos sonoros. Hablando más claramente (no nos vayamos a contagiar, que los eufemismos pueden llegar a confundir), el resultado fue un sonido sumamente confuso por ausencia de gradación y equilibrio dinámico. Si le diéramos nombre de perfil sonoro de un teléfono móvil (celular para nuestros amigos del otro lado del charco), éste tendría las llamativas iniciales “M.S.I.” (de Masa Sonora Informe).
Y claro, en esas condiciones el cuidado del timbre fue, literalmente, nulo. A tanto alcanzó tanta masificación sonora y tan absoluta falta de cuidado del timbre, que se logró el prodigio: las cuerdas de la Sinfónica, que de suyo tienen un sonido bien versátil -desde aterciopelado o sedoso hasta argentino- y siempre brillante llegaron a sonar ¡realmente mates!
En la segunda sección de la obra -más lenta y con una dinámica en piano, aunque esto sólo inicialmente-, todo continuó confuso. Sólo una concentrada atención en el movimiento de los arcos de la sección de violines primeros nos permitió, literalmente, ver que el concertino, Ludwig Dürichen, estaba tocando un solo. La delicadeza de lo que luego supe que habían sido unos armónicos de su violín se perdió en la M.S.I. Por encima de ella, apenas se llegó a distinguir más tarde, casi al final, el sonido del vibráfono y el siempre penetrante y normalmente delicado del glockenspiel.
La profesionalidad de los instrumentistas de la OSG quedó bien patente en el orden con que abandonaron el escenario del Palacio de la Ópera, una vez terminada su intervención en A dance he little thinks of. Cualesquiera otros, menos sujetos a un férreo auto-control, habrían huido precipitadamente hacia la salida más próxima en busca de alivio para sus oídos, brazos y bocas.
Semicorcheas y fusas, repito: semicorcheas y fusas .... .... •/• ........ ........ •/•
Una vez evacuados los músicos sinfónicos, la primera parte del concierto se completó con Water dances, de Michael Nyman, ejecutada por Michael Nyman al piano, al frente de la Michael Nyman Band (ruego al lector que disculpe por esta insistencia y redundancia que, en realidad, no es sino la consecuencia de una omnipresencia). El fortísimo -amplificado como todo el sonido de la banda- de una sucesión de cuatro acordes del piano de Nyman no dejó terminar de apagarse los últimos aplausos de cortesía del público coruñés. Fue el principio de Water music.
La infinita reiteración

Y así siguió y siguió... hasta cinco largos movimientos. Siempre con la misma, cansina y aplastante sensación de repetición infinita, sólo interrumpida por repentinos cambios de potencia sonora. Si esto se siente con tan sólo escuchar, ¿cómo podríamos no considerar resistentes heroicos a los músicos?
Musique à... grande quoi? grand quoi?
Para la segunda parte estaba programada MGV (Musique à Grande Vitesse), un encargo hecho en 1993 a Nyman por la SNCF (Societé Nationale des Chemins de Fer, la empresa nacional de ferrocarriles de Francia) para conmemorar la inauguración de la línea de alta velocidad París-Lille. En la rueda de prensa de presentación del concierto, Josep Vicent comparó esta obra con Pacific 231, de Arthur Honegger. Curiosamente, coincidí con él en la comparación durante mis escuchas de MGV previas al concierto (esa actividad que algunos, aficionados y profesionales, llamamos “hacer los deberes”). Lógicamente, no coincidimos en el resultado de tal comparación. MGV no la resiste cuando se compara con muchas de aquellas músicas que algunos llamaron “industriales”. Y menos con esa obra maestra de Honegger.
Pero tampoco cuando se la compara con cualquier obra de verdadera calidad dentro de la corriente minimalista. Es la diferencia entre la simpleza, entendida ésta en sus dos primeras acepciones, y la sencillez. Es la diferencia entre esta obra y otras que por filosofía compositiva de sus autores parten de la sencillez, surgiendo continuamente, desde su transparencia orquestal, motivos melódicos, pequeños detalles y cambios dinámicos potentes o de gran sutileza. Elementos todos que, inspiradamente utilizados, prenden la atención del auditorio haciendo saltar por los aires la falsa idea de su monotonía.
La obra está dividida en cinco “regiones”, tituladas por su ordinal. La final es una música como de “peli de indios y vaqueros” de serie B de los años 50. O sea, anterior a las obras maestras de Ennio Morricone para los western de Sergio Leone. La ejecución fue un insufrible fortísimo continuo, sin margen para un eficaz crescendo final, apenas de un fff a un ffff.
Mientras escribía este texto, he vuelto a escuchar atentamente una versión grabada de MGV: me reafirmo en mi apreciación de la obra. Pero también en que, decididamente, la versión de Josep Vicent puso de manifiesto todos sus defectos sin resaltar ninguna de sus, aunque escasas, existentes cualidades. Muy por encima de la MGV (Musique à grande vitesse) prevista, fue una “mgv (musique à grand volume)” casi permanente. Muchos no tuvimos el temple de los músicos de la OSG saliendo del escenario y huimos desordenadamente de nuestras butacas.
Esperemos que, al menos, esta dura sesión no haya producido demasiadas lesiones en los brazos y bocas de los músicos de la Sinfónica de Galicia, que el próximo concierto de abono tienen que tocar nada menos que la Sinfonía nº 3 de Mahler.
Alguien que -según dijo Josep Vicent a los músicos, supongo que para intentar motivarles- vende menos discos que Nyman.
Pues bien; vale. ¿Y?
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