España - Valencia

El Gran Hermano ya no pinta nada

Daniel Martínez Babiloni
lunes, 11 de abril de 2011
Valencia, sábado, 26 de febrero de 2011. Palau de Les Arts Reina Sofía. Lorin Maazel: 1984. Ópera en tres actos con libreto de J. D. McClatchy y Thomas Meehan, basado en la novela Nineteen Eighty-Four de George Orwell (Londres, Royal Opera House-Covent Garden, 3 de mayo de 2005). Producción de Big Brother Productions, LLC, en colaboración con The Royal Opera House, Covent Garden de Londres realizada por Le Projet Ex Machina (Quebec). Estreno en España. Robert Lepage, dirección escénica. Carl Fillion, escenografía. Yasmina Giguère, vestuario. Michel Beaulieu, iluminación. Sylvain Émard, coreografía y dirección de escena de la reposición. Elenco: Michael Anthony McGee (Winston Smith), Nancy Gustafson (Julia), Richard Margison (O’Brien), Silvia Vázquez (Monitora de gimnasia/Borracha), Andrew Drost (Syme), Graeme Danby (Parsons), Lynton Black (Charrington), Mary Lloyd-Davies (Proletaria), Jeremy Irons (voz de pantalla), The Demon Barbers (Pub Quartet). Cor de la Generalitat Valenciana, director: Francesc Perales. Escola Coral Veus Juntes de Quart de Poblet, Jordi Blanch, director. Escolania de la Mare de Déu dels Desamparats, Luis Garrido, director. Pequeños Cantores de Valencia, Carmina Moreno, directora. Orquesta de la Comunitat Valenciana. Lorin Maazel, dirección musical. Ocupación: 85% en el primer acto, con pérdida paulatina de espectadores en los dos siguientes
0,000717 Sí, Big Brother ya no pinta nada. Así lo afirma Haruki Murakami en el capítulo 18 de 1Q84 -el que correspondería al Preludio y Fuga en sol sostenido menor del primer cuaderno de El clave bien temperado. Y no porque haya sido sustituido por la Little People, sino porque verdaderamente en 2011, la marca Gran Hermano no pasa de ser un mero reclamo comercial, un vacuo y estulto programa televisivo o el MacGuffin de su propia obra, “algo muy visto” según el propio Murakami.

Tan visto, como que Lorin Maazel, a quien August Everding encargó una ópera para la Bayerische Staatsoper, llegó a él tras descartar al Telémaco homérico; al Tranvía llamado deseo de Tennessee Williams, que ya había hecho André Previn en 1995, o al Panorama desde el puente de Arthur Miller, ópera de William Bolcom de 1999. Así, por obra y gracia de los derechos de las novelas que ya estaban comprados, llegó a la de Orwell como podría haber llegado a cualquier otra, lo cual invalida cualquier exégesis intencional de su interés apriorístico en actualizar los postulados orwellianos, y por tanto quedan en terreno baldío las reiteradas preguntas que los colegas de la prensa le han hecho sobre si hoy vivimos vigilados como en Oceanía, si estamos en una sociedad orwelliana, si ve conexiones del mundo actual con aquel, si esta sensación es mayor después del 11S, etc., etc., etc. Colegas, periodistas de hecho o de derecho, que le han preguntado si piensa que los medios de comunicación mienten y manipulan (en neolengua: reescriben), como Winston -avezado falsificador de la historia– en el Miniver (Ministerio de la Verdad), y se quedan tan panchos cuando les espeta: “Es lo único que hacen. Todo es una gran mentira. Sirven a los intereses de quienes poseen las cadenas de televisión, de quienes poseen los periódicos, de quienes fabrican armas.”

Generalmente, ante estos planteamientos maximalistas y grandilocuentes, quienes preguntan y analizan caen en la trampa de tomar su argumento como teleología, y soslayan, precisamente, lo más interesante y aparentemente contradictorio: si la pretensión de remozar una novela como esta es sobrevenida, ¿desde qué postulado ideológico o noideológico (así se niega en neolengua) parten Maazel, McClatchy y Meehan?

Nineteen Eighty-Four, como El gran dictador de Chaplin, denuncia, a la vez que satiriza (Plaza de la Victoria, casas de la Victoria, café de la Victoria, tabaco de la Victoria…), cualquier tipo de totalitarismo. Parte del convencimiento y conocimiento directo de los hechos que llevaron a Orwell a luchar como brigadista en la Guerra Civil española al lado de los milicianos de tendencia anarquista combatidos por el fascismo y también por el estalinismo -el David Carr de Tierra y Libertad de Ken Loach, inspirada en su Homenaje a Cataluña- y después de haber sido, sin demasiada convicción, propagandista pro-aliado de la BBC frente al nazismo durante algunos años de la 2ª Guerra Mundial. La novela está escrita en 1948, dos años después de los Procesos de Núremberg y en pleno auge del estalinismo, el año del decreto Zhdánov. Hoy se diría que Orwell es un anti-sistema (nosistema), de ahí que traer su obra al siglo XXI suponga o bien asumir todo o parte de sus postulados o, como es el caso, vaciarlos de todo contenido (noidea).



© 2011 by Tato Baeza

Porque asegurar, como hace Maazel en el artículo del programa de mano, que vivimos con el peligro de acabar esclavizados por la nanotecnología, que el desarrollo de “la ciencia de la reproducción no nos dejará escapatoria ante un aparato controlador que dirija cada uno de nuestros movimientos, cada uno de nuestros pensamientos” y que “es bastante probable que dentro de dos décadas el mundo esté atrapado bajo el control de un poder anónimo” (pero si hasta ese ente que llaman mercado tiene nombre y apellidos), por no mencionar otra vez las mentiras de la prensa referidas más arriba, no deja de ser más que una boutade de quien pretende prever el futuro en los posos del café.

Cuando a los agoreros que preconizaban el fin de la historia y de las ideologías hace tiempo que se les vio el plumero, no va a ser menos con Maazel. No hay temor a cometer un crimental, a ser vaporizado o a que una brigada de la Policía del Pensamiento asalte mi casa de forma súbita e inesperada cuando me siente frente a mi hablescribe. En las democracias occidentales existen mecanismos que permiten -y casi obligan- a doblepensar, a ser críticos y hasta escépticos, con los poderes que las administran, por más que éstos nos alienten muchas veces a echar a correr. Por ejemplo, se sabe y se denuncia que un presidente autonómico, y otra vez candidato, puede llegar a ser un presunto perceptor de sobornos, que los medios que domina están manipulados -reescriben las noticias y la historia como Winston- y por tanto invalidados, que un arquitecto de teatros de ópera cobra proyectos que luego no realiza o que un director musical puede llegar a cobrar más de un millón de euros por temporada -parece ser que en el segundo contrato se rebajó “considerablemente”-. Hoy por hoy, a diferencia de lo que pasa en la "Franja aérea 1", es decir, el Londres de 1984, es lícito beber vino y gozar de cuantos orgasmos se pueda alcanzar.

Ni la prensa miente, así en abstracto; ni todos los políticos son presuntamente corruptos y buscan el poder por el poder mismo, aunque a veces haya que hacer grandes esfuerzos para comprenderlo; ni la tecnología y la ciencia es terrorífica y acabará con nosotros en un totum revolutum. Y no es pecar de ingenuo, sino tener en cuenta que lo que la distopía de Orwell destaca es la necesidad de hacer memoria: Winston, pese a sus temores -en ese mismo momento se siente morir-, comienza un diario, y por tanto a recordar para dejar escrito su pensamiento, el cual, posiblemente, alguien leerá en un futuro. ¿Para qué si no se escribe un diario? La novela incita a estar alerta y a ser crítico incluso con quien en tu despedida como Director Musical de la Orquesta de la Comunidad Valenciana, después de pasar cinco temporadas a tutiplén, te obsequia y te honra con una medalla y te llama amigo, para alabanza de corte y menosprecio de aldea. La lucha por el amor y la libertad a la que Lorin Maazel pretende contribuir con su ópera empieza por ahí.



© 2011 by Tato Baeza

Una vez vaciado de contenido, el continente se queda hueco. El libreto resume bien el argumento pero queda excesivamente esquematizado. En el primer acto se presenta el contexto en una sucesión de números a lo musical del West End: el omnipresente GH, los Dos Minutos de Odio, el Himno de Oceanía, Parsons se siente orgulloso de lo proselitistas que son sus hijos pequeños, Syme explica qué es la neolengua, el diario de Winston, los proles, Julia y la ejecución, en la que se observa con fruición como se pone azul la lengua de los reos, clímax que llega sin preparación alguna en cuanto a tensión, ni argumental, ni musical. El segundo acto se reserva para una tórrida historia de amor entre Winston y Julia y su delación por parte del señor Charrington, también sin tensión alguna. Y finalmente, en el tercero, se produce el lavado de cerebro del protagonista sin mostrar un ápice de la angustia y opresión que hay en la novela.

Para recrear el ambiente musical del Londres de 1984, Maazel recurre a lo que podría ser “la música de los años 60 congelada” porque según él, en las dictaduras la cultura queda como congelada en el tiempo -tendría que repasar la lista de artistas que buscaron su calor. Desde esos años 60 crea el himno de Oceanía, la música popular que cantan unos niños a lo Oliver Twist, el tema de la Liga Antisex, la música del café o la melodía de un trompetista callejero -muy bien Rubén Marqués. Y es que la partitura es un batiburrillo de estilos que van desde el dodecafonismo a las sonoridades de Messiaen -sobresaliente Irina Ionescu en el coro inicial, parecía las mismísimas Ondas Martenot-, pasando por el jazz o el minimalismo, siempre confundidos entre un rumor continuo producido por la saturación de la textura, pasan muchas cosas a la vez y hay muchos momentos en los que la música se asemeja a una banda sonora a la que no se presta atención. Sin embargo, saca mucho partido, para dar continuidad a la partitura, a una serie de temas que utiliza como leitmotiv: la fanfarria del GH, el himno, el tema de Syme, el de Parsons, el meloso tema de amor, el de O’Brien o la sonorización, un tanto naïf, por parte de la percusión (se necesitan seis profesores dedicados a ella) de las ratas que horrorizan a Winston. La orquesta y el coro realizaron un trabajo minucioso y atento sobre una partitura nada fácil.

La escritura vocal adolece de un continuado uso del falsete en las voces masculinas y creo que de un defectuoso tratamiento de las tesituras, en casi todos los solistas se pudo observar la dificultad de hacer sobresalir los graves de sus respectivos registros, quizás entorpecidos también por la densa textura orquestal. Recurre reiteradas veces a la repetición de algunas de las células melódicas para expresar la robotización del lenguaje y del pensamiento secuestrado.



© 2011 by Tato Baeza

Sólo Nancy Gustafson como Julia, Richard Margison como O’Brien, y Mary Lloyd-Davies como proletaria han repetido en los tres estrenos (Covent Garden, Scala y Les Arts). Ésta última posee un bonito timbre y cantó con mucha delicadeza y sensibilidad una sencilla e intimista canción, uno de los mejores momentos de la ópera. A Margison costaba escucharle. La pareja protagonista, Gustafson y McGee, lució poderoso caudal y se entregó escénicamente. No obstante, el barítono acabó con síntomas de fatiga, pues está en escena durante toda la ópera y para acabar se le hace dar numerosas vueltas en un habitáculo que simula la celda 101. Me gustó mucho el color y la expresividad de Andrew Drost y la energía y calidad tanto vocal como teatral de Silvia Vázquez, aunque sus graves resultaran poco lucidos.

Fillon utiliza dos estructuras giratorias: una semicircular que se transforma en Plaza de la Victoria, dependencias del Miniver, despacho de O’Brien y celda 101 y otra que conforma la habitación de Winston, la tienda del señor Charrington, sobre ella la habitación en la que serán descubiertos Wiston y Julia, y el barrio prole. El vestuario es parco, como lo es en la novela: monos azules. Se dice que Orwell se inspiró en las nuevas camisas azules de la Falange española para describirlos. Únicamente me parece confuso que en el tercer acto haya una celda 101, un artilugio en el que Winston es volteado hasta perder el conocimiento, dentro de la celda 101 y que Winston esté más fuerte en la ópera que en la novela: tiene treinta y nueve años y una úlcera de varices por encima del tobillo derecho que le hace andar lentamente. La regiduría de Lepage resulta ágil en la sucesión de números del primer acto y en el movimiento de masas, especialmente en la escena del segundo acto en la que aparecen multitud de ambientes y personajes del barrio prole, pero un tanto tosca en las escenas íntimas, como la de amor entre Julia y Winston a pie de calle junto a una de las campanas caída y rota de San Martín en la Plaza de la Victoria, “junto al museo de pinturas” (en realidad San Martin in the Fields en Trafalgar Square).

Con todo, si tuviera que describir esta ópera con una sola palabra diría que es aburrida, pues ni la música tiene gran interés, ni el argumento muestra la más mínima tensión, y, menos, contenido. Y lo digo con total conocimiento de causa, pues pude presenciar un ensayo general, la función que aquí se reseña y había visto parte del DVD que se grabó en Londres. Al ensayo se le dio carácter de didáctico, cosa que contrasta con la poca pedagogía que se ha hecho desde la casa, pues, si descontamos Esponsales en un monasterio de Prokofiev y el musical La bella y la Bestia de Philip Glass, esta es la primera ópera de lenguaje “contemporáneo” que se programa en las cinco temporadas que lleva abierta. No se ha tanteado previamente a un público poco habituado a esta estética y puede que a quien intentó iniciarse en él con este título, lo único que obtuviera fuera un rechazo hacia la creación actual. Contrasta sobremanera el entusiasmo con el que los alumnos de institutos y conservatorios agradecieron los saludos de intérpretes y director en el ensayo general, con la apatía, timidez y desconcierto con la que aplaudió la mayor parte del público el día de la función (aunque no faltó quien se pusiera de pie). Bastantes abonados optaron por no acudir.

También es llamativo que en tiempos de recortes presupuestarios se presente esta producción que necesita una amplia plantilla orquestal (cuerda, metales y percusión reforzados, más saxofón y dos sintetizadores) y que sólo ahora, por ser Maazel su autor, se atienda a detalles de calidad como el de incluir unas breves notas en el programa de mano, de las cuales hemos citado algunos pasajes. Detalle que podía perdurar, pues cuando las había sólo se podían encontrar en el lujoso programa de pago que se suprimió por la crisis.

La casualidad ha llevado a que Maazel terminase en Valencia con su ópera -fue programada en la temporada 2007/8 pero la gota fría y los cálculos erróneos de los técnicos frustraron su estreno en el teatro recién inaugurado- y más casualidad aún es que la última función coincidiera con su octogésimo primer cumpleaños -dato para amantes de lo esotérico-provinciano. Con tanta efeméride y la emoción de la despedida ha pasado desapercibido para la mayoría de la crítica española que lo más señalado en la prensa especializada británica -bastante más dura que la italiana- fue precisamente la vanidad de Maazel, pues además de componer la ópera tuvo que sufragar parte del estreno con una suma importante, según declara, porque uno de los patrocinadores se retiró antes del estreno y no se podía dar marcha atrás.

Con el concierto que dirigió al día siguiente al de la sesión que aquí se comenta, se le tributó un acertado y cálido homenaje. En él se escuchó una estupenda versión de la Primera sinfonía de Sibelius y una segunda parte de muy poca entidad musical con dos de las nueve obras que se incluyen en el listado que aparece en la página web del director: The Giving Tree, Op. 15 y The Empty Pot, Op. 16, dos cuentos musicales a la manera de Pedro y el lobo, con coral infantil y narrador incluidos, sobre una partitura muy débil y un insulso contenido basado en leyendas orientales -no obstante, el segundo fue bonito, me gustó más que el primero. Acabó el concierto con un regalo en forma de Minivariaciones sobre un tema conocido (Cumpleaños feliz) para ¡Elizabeth Taylor! -llegué a dudar de si verdaderamente estaba presente en la sala, porque hasta el público lo cantó.

Esta oportunidad de conocer al Maazel compositor no va a empañar el recuerdo de algunos de los hermosos momentos que bajo su dirección se han vivido en este teatro y va a quedar para la historia, sobre todo, por ser el creador y dador de vida de una de las mejores orquestas del momento, que queda en manos del joven Omer Meir Wellber, no exenta de algunas incógnitas, pues su excelencia ha estado sustentada en un abundante manantial de dinero público que parece haber desaparecido por uno de los agujeros de la memoria del Miniver.

El Maestro Maazel se va a la Orquesta Filarmónica de Múnich, donde también formará tándem con Zubin Metha, a sustituir a Christian Thielemann, tachado de tradicionalista, temperamental, individualista y autoritario. Tal vez el GH aún tenga algo que decir.
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