España - Asturias
¡Queremos respirar!
Samuel González Casado

Es curioso cómo algunas percepciones que pueden surgir de una representación de ópera a veces no hacen justicia a quienes las provocan. Los cantantes suelen ser blanco de las opiniones vertidas por parte de algunos críticos, nacidas de impresiones primarias y alejadas de cualquier conato de análisis musical, que por otra parte sería perfectamente compatible con la labor divulgativa. Porque el culpable de los problemas es siempre quien los causa, y a veces no tanto quien los muestra. La representación fuera de abono de Die Zauberflöte en Oviedo, con ser muy meritoria, adolece de unos "lunares vocales" cuya causa, en su mayor parte, tiene nombre y apellido: Paul Goodwin, director.
Goodwin, salido de ese batallón historicista que todo lo inunda, utilizó unos tempi inclementes en esta representación que no solo fueron en detrimento de quien los sufrió, justamente los cantantes en menor o mayor grado, sino de la representación en general y, por tanto, de él mismo. Por otra parte, si semejantes maneras hubieran transmitido algún tipo de expresividad o novedad quizá el sacrificio podría haber estado justificado; pero detrás no había nada. La particular acústica del Campoamor tampoco ayudaba a apreciar las posibles "bondades" de semejante elección, y la parte orquestal sonó invariablemente plana. Menos mal que hubo otros acicates.
Las más perjudicadas sin duda fueron las integrantes del "reverso tenebroso", quizá en castigo por ser tan malvadas. El director no acompañó a las tres damas, sino que las arrastró. Las ocasiones para hacer música fueron mínimas, y la inserción de las respiraciones de lo más problemático -en este sentido, fue tremendo lo que todos los cantantes tuvieron que hacer para adaptarse a la falta de flexibilidad de Goodwin-, aunque se esforzaron por sonar conjuntadas y muchas veces lo consiguieron. Algo parecido ocurrió con la Reina de la noche de Silvia Vázquez: su primera aria, sin duda la más difícil, pareció pillarle de sorpresa, y las agilidades fueron imprecisas en afinación y retrasadas en tempo. En la segunda estuvo bastante mejor, pero, a la inversa, le hubiera venido mejor mayor velocidad y nervio, con lo aparecieron problemas de fiato. Si a esta falta de entendimiento (¿pocos ensayos?) le unimos cierto sobresfuerzo dramático (la voz rascaba), tenemos una reina voluntariosa pero lejos de haber demostrado todo lo que la cantante es capaz de hacer con el personaje.
Del resto de intérpretes, también sufrieron lo suyo los tres muchachos, de sonido infantilizado no muy apto tampoco para grandes alardes musicales, aunque hay que reconocer que sus intervenciones tuvieron cierto encanto, quizá más visual que auditivamente. El concepto sobre el personaje de Tamino del holandés Peter Gijsbertsen fue realmente serio, pero la voz es minúscula y la emisión no proyecta con aprovechamiento el sonido. Lo intenta elevando la presión a partir del Sol, pero entonces tiene el problema de que algunos agudos le crecen y se pasa, desafinando perceptiblemente, aunque no sea descarado. Hizo grandes esfuerzos por controlar esta zona y afortunadamente lo fue consiguiendo según la representación avanzaba, con lo que respecto a su interpretación pudo prevalecer la efectividad de un trabajo concienzudo.
El Papageno de Manel Esteve mostró también mucha preparación. Es un papel largo y difícil, y en este caso hay que estar bien entrenado físicamente para cumplir los requerimientos de la dirección de escena: hace su aparición dando vueltas al escenario en bicicleta mientras canta su aria de presentación, y debe subirse a una escalera cuando intenta suicidarse. Saca partido a su buena voz por el lado expresivo más que por el técnico, y su fraseo no desborda precisamente sutileza, pero sí consiguió alzarse con todo el protagonismo de la función (es el personaje con más posibilidades de agradar al público).
La Pamina de María Eugenia Boix fue lo mejor de la noche. Esta soprano sufre también con los tempi rápidos, sobre todo en algunos ataques al agudo, porque la voz es de entidad y su preparación necesita tiempo para una buena colocación. Por otra parte, la escena le exigió alguna carrera en medio del canto lírico, y tuvo que lidiar con que Papageno le tirara pétalos a la cara en el dúo -llenos de polvo, por cierto: todos podemos imaginarnos lo que implica respirar poco y mal en esta situación-. Pero, salvo el perceptible sufrimiento provocado por el tempo (inenarrable) del director en la escena del puñal, ella sí pudo mostrar sus mejores cualidades. El material es el de una lírica pura con muchas posibilidades y la emisión es excelente, lo que le permitió regalar el momento mágico de la velada: su aria ‘Ach, ich fühl´s’, llevada por el director más lentamente de lo que cabría esperar. Esta aria, nada fácil, se adapta a sus cualidades de forma maravillosa, porque Boix posee una zona media-alta de gran precisión, lo que le permite dar rienda suelta a una musicalidad siempre exquisita. Las medias voces y los pianísimos fueron canónicos (sin variar la posición), y la variedad de reguladores constata una evolución óptima en ese sentido. Si a ello le sumamos su físico y desparpajo en escena, así como su generosidad con los compañeros (podría haber borrado del mapa a Tamino en dos segundos si hubiera querido), nos encontramos ante una cantante realmente especial, sobre todo por una ortodoxia técnica y expresiva al servicio de la música que cada vez resulta más difícil de encontrar entre sus colegas.
El resto del reparto también se las apañó de forma muy apreciable. Muy bueno el Monostatos de Mikeldi Atxalandabaso, tenor evidentemente llamado a papeles más enjundiosos gracias a su estupenda técnica de emisión (su sonido es el que mejor llegaba de entre todos sus compañeros masculinos). Sensible el ligero Sarastro de Vuyani Mlinde, con los consabidos problemas en el grave (¿quién no?), pero de buen fraseo. Y efectivos el Orador de Iván García y la Papagena de Itziar de Unda, así como el coro.
Olivia Fuchs arma una producción que, salvo algunos momentos ilógicos ya apuntados, sirve imaginativamente a la obra, excepto quizá en el final, donde se habría agradecido alguna sorpresa. Los elementos escénicos muestran una estimulante función multiuso. La serpiente del comienzo, por ejemplo, es una gran tela con la que después se oculta Tamino, lo que da pie a una divertida situación con Papageno. Tres puertas al fondo del escenario hacen que algunas entradas y salidas funcionen estupendamente, aparte de servir para las pruebas de iniciación. Los paraguas son el símbolo de la Reina y sus secuaces, y siempre aparecen cuando ellos dominan el espacio. También hacen las veces de nubarrones fijos, y se encuentran cercanos a un gran círculo (sol o luna) en lo alto, donde se refleja la mayor parte de los tonos de luz, todo ello en referencia al "iluminado" Sarastro y las fuerzas de las tinieblas que se ciernen sobre su prudencia y bondad. Algunos elementos móviles (damas sobre telas oscuras en plan dominátrix sujetas con arneses, muchachos sobre un paraguas colgado que se desplaza horizontalmente, bicicleta, fuego en el casco de los escuderos) añaden movimiento a la escena, y el vestuario, muy colorista y naíf (kilts, trajes de Catwoman...), aporta un toque divertido que casa mejor con el ambiente de cuento que con el trascendente asunto de la simbología masónica.
Comentarios