Alemania
Significante sin significado
J.G. Messerschmidt

Decía el filósofo y teólogo ítalo-alemán Romano Guardini que el arte no tiene utilidad ni fin, pero que siempre tiene sentido. Se preguntará el lector que a qué viene esta frase que habla de arte, si aquí de lo que tratamos es de una puesta en escena de Carlos Padrissa y La fura dels baus dirigida musicalmente por Zubin Mehta. Aun reconociendo la irrebatibilidad de esta hipotética objeción, oficialmente Turandot sigue siendo arte, lo es siempre, aunque más no sea porque los gastos que ocasionan producciones como ésta se contabilizan en los presupuestos estatales bajo la rúbrica correspondiente.
En realidad, llevar a escena Turandot y hacer al mismo tiempo una gran obra de arte no es cosa fácil. Turandot no es ni Butterfly, ni Tosca ni el Tríptico. Quizás habría sido mejor dejarla dormir inconclusa al fondo de un cajón, que esforzarse en darle un final y en presentarla como obra póstuma de un genio. Ya aquí, la historia de Turandot empieza a contradecir los principios enunciados por Guardini: la utilidad y la finalidad se ponen por delante del arte. Turandot fue y sigue siendo un buen negocio. Es verdad que en la ópera siempre hay una vertiente comercial. Renunciemos pues a exigir el cumplimiento de la primera condición que Guardini le ponía al arte para ser tal: carecer de utilidad y fin. ¿Podemos también prescindir de la segunda, el “sentido”? Para Guardini el arte es signo, es forma portadora de contenido. Si la privamos de contenido, la convertimos en signo sin mensaje, y un signo sin mensaje no es un signo, es un enigma hueco. Sin significado no hay significante.
No es fácil, no, encontrarle un gran significado a la fábula inacabada de Puccini. Pero quien ni siquiera está dispuesto a intentarlo, debería abstenerse de tales empresas. Por desgracia, los miembros de La fura dels baus no son abstencionistas. Su Turandot es un “más de lo mismo” al que ya nos tienen acostumbrados. Según el programa de mano, en esta producción la princesa Turandot gobierna en un estado totalitario que representa a una Europa sometida al poder chino en el año 2046. Los europeos, vencidos por la crisis económica y endeudados hasta la coronilla, debieron unas décadas antes vender su continente al imperio amarillo. Estamos pues ante una pieza complicadamente política, pues, rizando el rizo, esa Europa chinificada del futuro, quiere ser una metáfora de la China actual. La princesa Turandot vive en un mundo de hielo, que (¡quién lo diría!) representa su frío corazón que no conoce el amor ni la piedad. Según Carlos Padrissa, jefe y portavoz de la Fura, tan ingeniosa metáfora se debe a la fantasía del mismísimo Zubin Mehta. Para completar el cuadro de modo coherente, la acción se inicia con un partido de hockey sobre hielo. Unas señoritas de faldita corta se pasean por el tablado en patines y animan a los jugadores sacudiendo una especie de plumeros de plástico. Por lo visto, esta Europa futura está no sólo chinificada sino también perdidamente yankizada.
Timur, el papá de Calaf, es un viejecito que va en una silla de ruedas de color naranja y lleva un traje de chino de igual tonalidad, luenga barba de chivo, gorrito y coleta: es algo así como un mandarín escapado de una película de Kung Fu. Liu es una muchacha que no carece de encanto, con su tocado chino-futurista que recuerda a los peinetones de la cantaora pop Martirio. Calaf por su parte, es un caballero barbudo, bien entrado en carnes y enfundado en una túnica que recuerda a ésas que llevaba Demiss Roussos allá por la década del setenta. La radical falta de cualquier tipo de semejanza entre Timur y Calaf podría tal vez interpretarse como una alusión a los avances de la ingeniería genética en el futuro, pero no estoy seguro de que ésa fuera la intención de Padrissa. Como los cantantes de ópera de verdad, esos que ya no quedan, Calaf se pone frente al foso y canta gesticulando, levantando los brazos, moviendo las manos, mirando al cielo. Turandot, que evidentemente tampoco sufre de desnutrición, aparece subida a un tinglado móvil que seguramente quiere representar de modo gráfico su soberbia y su distanciamiento de todos los mortales, y acompaña a su canto de la misma mímica de antaño que su pretendiente. Sólo cuando Calaf descifra los tres enigmas, se ve obligada a descender y a ponerse al nivel del resto de los personajes, al tiempo que se desmorona un “rascacielos de hielo”, sede de la televisión euro-china (esto al menos es lo que pone el programa de mano).
No contaremos aquí el argumento en sus detalles (el lector ya lo conoce) ni entraremos en los pormenores de su concreción en esta puesta en escena. Sólo diremos que por toda partes hay acróbatas colgados de cuerdas subiendo y bajando, jugadores de hockey sobre hielo, patinadoras llevando flores de cartón al emperador de la China, masas de coristas disfrazados de chinos postmodernos y multicolores que van y vienen, plataformas y estrados que avanzan, retroceden, se elevan y descienden, incontables y estupendos trucos de luminotecnia informatizada, holografías gigantes y, sobre todo, un inmenso anillo de metal que baja del techo y hace lucecitas de colores, formando un caleidoscopio que debe ser observado por el maravillado público con gafas de celofán transparente para que se aprecie el espectacular efecto tridimensional, como en el cine; y no sólo esto, pues los espectadores también contribuyen a la configuración sonora de la producción con un chirrido como de cigarra gigante al ponerse y quitarse las gafas todos a la vez. Tal anillo-caleidoscopio no es un capricho, es el “ojo” del “Gran Hermano”, mediante el cual Turandot controla a sus súbditos. Ping, Pang y Pong llevan algo así como pantallas de ordenador a la espalda y juegan con un mar de cabezas cortadas. Lo de los decapitados es algo en lo que en esta puesta en escena se insiste hasta el cansancio: por todas partes cabezas cortadas, incluso en forma de proyecciones holográficas. La maldad de Turandot también se manifiesta de modo patético en la paliza que le dan sus esbirros al frágil y venerable Timur, caído de su silla de ruedas, y en la ejecución y desangramiento de Liu, que tiene un no sé qué de ritual sadomasoquista. La pieza más célebre de la obra, el aria 'Nessun dorma', es ilustrada por medio una ciudad insomne, una orgía de luces que representa a una metrópolis como Shangai o Hong Kong. Tampoco falta un toque de erotismo, cuando las jóvenes y atractivas señoritas del séquito de Turandot (parecen geishas, pero no puede ser, esto no es Butterfly) intentan, con los pechos desnudos, seducir a Calaf abrazándolo y enroscándose a sus piernas. El héroe, por supuesto, las ignora y sigue cantando impertérrito, pues no está dispuesto a cambiar por nadie a la suculenta Turandot: no hay comicidad más hilarante que la involuntaria. Lo bueno y breve es dos veces bueno. Y si no es bueno, aún mejor que sea breve: ésta es la mayor virtud de la producción que comentamos. Con muy buen sentido, la ópera concluye donde la dejó Puccini, aquí no tienen entrada ni Alfano ni Berio.
La vertiente musical de esta producción está en concordancia con la escénica, por lo que no hay mucho que decir de ella. En el foso, Zubin Mehta se desmadra como nunca: su interpretación es una orgía de decibelios, efectismos y patetismo del más directo. Sin embargo, al final su versión es de lo más gris que pueda uno imaginarse. Marco Berti es un Calaf de vozarrón imponente, que canta con voluntarioso entusiasmo, discreto dominio de su papel y no demasiada elegancia. La Turandot de Jennifer Wilson es aceptable, pero no brillante: estridencia, excesivo énfasis y falta de refinamiento y de matices echan a perder una actuación que podría haber sido mejor. La pareja protagonista no está al nivel que exige un estreno en una casa como la Ópera de Baviera. Como Liu, Ekaterina Scherbachenko es, junto al Timur de Alexander Tsymbalyuk y el Pang de Kevin Conners, lo mejor de la velada. Estos tres cantantes dan pruebas de competencia, musicalidad y seriedad interpretativa.
El mayor interés de esta producción no está en lo que ofrece, sino en las cuestiones que plantea. El tesoro de medios materiales y humanos puesto a la disposición de Carlos Padrissa y de Zubin Mehta debe necesariamente haber tenido unos costes altísimos. Hacía mucho que no se presentaba en esta casa una producción en la que se derrocharan tantos medios. Desde luego, algunos de los efectos luminotécnicos habrían sido realmente estupendos, si se los hubiera sabido emplear con ton y son. La cuestión aquí, volviendo a la definición de arte formulada por Guardini, es saber qué sentido tiene todo el aparatoso espectáculo que se ofrece en esta producción. Por mucho que se reflexione, es imposible encontrarlo: estamos ante el significante sin significado, el enigma hueco del que hablábamos más arriba. En esta situación uno tiene la tentación de recurrir a las preguntas clásicas del jurista romano que busca al culpable del delito: “cui bono, cui prodest?” ¿Quién obtiene provecho? Aquí desde luego, se ha invertido mucho dinero, algunos han cobrado quizás unos estupendos honorarios por su labor, ha trabajado mucha gente, se han creado “puestos de trabajo”, aunque sean efímeros… Así, ninguna de las dos premisas de Guardini se cumple.
¿Cómo es posible entonces que el público aclamara cada acto con entusiasmo, que aplaudiera con delirio cada vez que Zubin Mehta aparecía en el foso y que el saludo final fuera una apoteosis de bravos y aplausos? Según Kurt Tucholsky (un curioso personaje que fue alemán, escritor, periodista, comunista, judío, ateo, masón y suicida) “Puccini es el Wagner del pequeño burgués”. ¿Lo eran los espectadores que asistieron al estreno? No desde un punto de vista estricto, pues no faltaba entre ellos ni algún ministro, ni unos cuantos “famosos”, como el escritor neoliberal Peter Sloterdijk, asiduo (en calidad de “intelectual y filósofo”) de cuanto debate o tertulia se emita por la televisión alemana. Pero lo que sobre todo abundaba eran señoras luciendo joyas y vestidos o incluso envueltas en un microclima ecuatorial portátil en forma de pieles que no se quitaban ni durante la función, a pesar de la calefacción y del invierno inusualmente benigno. Tampoco faltaban señores entrados en años, de ésos que luchan contra los estragos del tiempo a fuerza de tinturas capilares; había también una nutrida representación de lo más granado de la comunidad “gay”; y por supuesto, no pocos banqueros y ejecutivos de ésos que organizan una crisis y después nos venden la solución para salir de ella. Este público, tan satisfecho de sí mismo, lo estuvo también de esta producción en la que hubo mucho, muchísimo espectáculo, pero nada de arte. ¿Habrá que darle la razón a Pierre Boulez, cuando decía aquello de que a los teatros de ópera habría que…? No, eso fue hace sesenta años y desde entonces Boulez ya ha cambiado de opinión.
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