España - Valencia
Messiaen, principio y fin de una velada esplendorosa
José-Luis López López
Nos complace comprobar que, en el reportaje previo (parte I, leer artículo) de este Festival, publicado en Mundoclásico.com el pasado día 4, acertamos (tampoco era tan difícil) al pronosticar que este sería uno de los mejores (si no el mejor: esto último, los próximos días lo dirán) conciertos de la 28 presente edición. Pero la excelencia del programa (segura en los demás casos; presumible en el estreno absoluto de Joseba Torre), tendría que ser confirmada por la interpretación (aunque, a priori, la ONE -procede aquí, lo sabemos todos, una justa mención de gratitud a Josep Pons- y los solistas de la obra póstuma de Messiaen daban pie a unas venturosas expectativas). Nos faltaba únicamente comprobar el nivel de la batuta de Rubén Gimeno (el año 2011 dirigió a la ONE, también dos días, Nacho de Paz). Nacido en Valencia en 1972, titular desde 2009 de la Orquestra Simfònica del Vallès, está ya en su primera madurez: tiene personalidad, criterio propio, buen pulso. Pasó su etapa de ser una brillante promesa; ahora es una realidad plena, pero no cerrada; auguramos que su trayectoria caminará hacia la mayores cotas aún.
Y encima, en este primer concierto del Festival, ponen a su cargo -ya que las hemos oído, podemos decirlo- cuatro obras que son cuatro joyas de la música contemporánea: cronológicamente, desde Les Offrandes oubliées (1930) del inmenso Olivier Messiaen (1908-1992), primera obra orquestal de un genio de todavía 22 años hasta Elegía concertante (2012, encargo de este Festival), del bilbaíno Joseba Torre (1968), pasando por el testamento musical, inacabado (1990-1991), Concert à quatre, de, otra vez, Messiaen, y por la majestuosa De ecos y sombras (2009) de un clásico irrefutable español de nuestro tiempo, Cristóbal Halffter (1930).
Quienquiera que haya programado este concierto (en cuanto a las obras y en cuanto al orden de interpretación) ha conseguido, con obras aparentemente tan distintas, un redondo póquer de ases. Y cuando decimos aparentemente, no pretendemos significar que tengan algún oculto parentesco estilístico; lo que tienen es algo que no se puede decir de todas las obras musicales: que son, todas, Música. Así, con mayúsculas. Apostamos más años de vida de los que, seguramente, nos quedan a que hemos escuchado unas páginas que han triunfado, o triunfarán, sobre el tiempo y el olvido. Pero hemos titulado esta crítica “Messiaen, principio y fin de una velada esplendorosa”. Ciertamente, principio y fin, en el craso orden cronológico (pero inteligentemente intencionado) del orden de ejecución. Aunque, jugando con eso, pretendemos decir más, mucho más: algo así como “Messiaen, alfa y omega de una velada esplendorosa”. El compositor nacido en Aviñón enmarca y enaltece, con su propia gloria, la de las obras que hemos escuchado después y antes de las suyas.
Les Offrandes oubliées, subtitulada “meditación sinfónica”, compuesta en su retiro temporal de la pequeñísima (unos 90 habitantes) comuna de Fuligny (Champagne-Ardenes, departamento de Aube) en 1930 (duración, 11-12 min), fue el primer contacto del músico con el gran público, gracias a Walther Straram, gran promotor de nuevos talentos. Este breve tríptico sinfónico, de orquestación aún muy clásica, contiene en germen los elementos decisivos e irreemplazables del singular lenguaje de Messiaen: cada uno de los tres episodios posee su color y sus efectivos propios, lo que respetaron escrupulosa y magistralmente director y orquesta. El catolicismo inquebrantable y vitalicio del autor está absolutamente presente (es curioso que toda su obra, tan imperturbablemente “confesional”, dée siempre una sensación de libertad, de no imposición, tan natural, que no conocemos a agnósticos o ateos amantes de la música a quienes les cause la más mínima desazón).
El tema de la obra no engaña, en palabras de su creador: “El pecado es el olvido de Dios. La Cruz y la Eucaristía son las divinas Ofrendas”. Cada breve parte va precedida de un comentario teológico, que omitimos por razones de espacio. 1.- La Cruz: corto preludio (“muy lento, doloroso, profundamente triste”) que no moviliza nada más que a diez vientos (siete maderas, tres metales) y las cuerdas; alrededor del tono en Mi menor, sobriamente coloreado de raros toques modales, se eleva el lamento de las cuerdas, en largos gemidos “grises y malvas” (recordemos la facultad sinestésica de Messiaen) mediante “neumas” de duraciones desiguales… 2.- El Pecado: este “aleteo” central (“vivo, feroz, desesperado, jadeante”), el único que emplea a toda la orquesta, es una especie de “caída al abismo”, de una sombría violencia, claramente influida por La consagración de la primavera, y que muestra ya un rasgo del compositor: la modificación de una célula rítmica por expansión o contracción, prefiguración de sus futuros “personajes rítmicos”. La parte media es todavía más caótica. El torbellino se interrumpe brutalmente sobre un acorde en triple fortissimo seco, seguido de un gran silencio, y luego de una lenta y sombría transición de cuatro compases, desemboca en la decisiva tercera parte. 3.- La Eucaristía: en Mi mayor, es una larga y radiante meditación, reservada a las cuerdas solas (“extremadamente lento, con una gran piedad y un gran amor”). La melodía de los primeros violines se eleva hacia el cielo, rodeada de resonancias coloreadas de cuatro segundos violines y de cinco violas soli “rojas, oros, azules, como un lejano vitral”; primera en fecha de esas “playas de paz y de luz” que parecen suspender el tiempo, y que alcanzará su cumbre en la última parte de La Ascensión. Sobresaliente lectura orquestal de este Messiaen “primerizo”…
Aplausos, suspiros, movimientos para volver a tocar el suelo con los pies, y ¿qué sucede? ¡El estreno absoluto! La obra encargada por el Festival a Joseba Torre (Bilbao, 1968), Elegía concertante (2012). En el mencionado reportaje previo (parte I) escribí algo por lo que fui mal interpretado (no sé si de buena o de mala fe) acerca de este compositor. Allí está escrito, pero lo repito aquí: «Elegía concertante [de] Torre […] es el primer “descubrimiento” que presenta este Festival de 2012, y por lo que sabemos de su obra anterior, puede ser muy interesante, pero, naturalmente, aún no la conocemos». Se me acusó, por alguien, de que Joseba Torre no es ningún “descubrimiento” (la obra, como estreno absoluto, tenía que serlo a la fuerza). Pues bien: aun admitiendo que me refería al autor, está claro, me parece, que el “descubrimiento” de Torre no lo era para mí (¿se ha leído bien mi frase “por lo que sabemos de su obra anterior, [Elegía concertante] puede ser muy interesante, pero, naturalmente, no la conocemos?”), sino para el público en general. Lo he comentado, después de haber escuchado esta novísima obra, con Torre, largamente, y me reafirmo en lo que escribí.
Adelantemos, de momento, una convicción (después la razonaremos): después de escucharla, sostengo que Elegía concertante es una obra maestra (y no la primera de su autor).
Joseba Torre
Si alguien -que no sea vasco y conocedor de la música de hoy- quiere discutir en serio sobre Joseba Torre, debe cumplir, al menos, dos requisitos: haber escuchado una buena parte de su música; y haber leído el magnífico estudio de Marcos (este es el nombre; los siguientes, apellidos) Andrés Vierge (Universidad Pública de Navarra, Dpto. de Psicología y Pedagogía), titulado en castellano Joseba Torre. Poética, sistema y recepción crítica de su obra. Musiker. Cuadernos de Música, 18, 2011, págs. 363-384 (edición digital). Los Cuadernos de Sección de Eusko Ikaskuntza-Sociedad de Estudios Vascos fueron creados en 1982. Musiker. Cuadernos de Música publicó su primer número en 1983; desde 2010 se publica en formato digital, y quien lo desee puede encontrar este artículo buscando en la red. Está también admitido para su publicación en el volumen XXIII, nº 1-2, 2010, de la Revista de Musicología. Pero, dado el difícil momento (que ya dura años) de la prensa de papel, sea diaria, mensual o anual, y más si es especializada, no tengo noticias de esta publicación (y como tengo el texto del estudio, impreso por mí mismo desde mi ordenador, de Musiker, no me he preocupado demasiado por esta cuestión). Bien, si, además, se ha estado en el Festival de Música de Alicante y se ha escuchado el estreno absoluto de Elegía concertante, mejor que mejor.
A mi juicio, y así se lo he hecho saber a Joseba Torre, él está en una situación delicada. No es el primero, ni será el último caso, en el que un creador (por ejemplo, un músico o un escritor) sufre las consecuencias de los enfrentamientos políticos, sobre todo nacionalistas (Trieste, por ejemplo, es un caso similar, por la convivencia enfrentada de italianos y eslovenos). Está claro que el nacionalismo político deriva, consciente o inconscientemente, hacia el conflicto cultural. Pero ¿en serio, se puede hablar de un “sonido vasco”, de un “sonido catalán” o de un “sonido español”? La música como arte, no como medio de propaganda política, ¿tiene una nacionalidad? Pues diremos que sí: la calidad, la innovación creadora (y esta es la esencia de la música y el arte contemporáneos y de todos los tiempos). Quien sea “nacionalista de la calidad” musical, tiene que ver con claridad (y si escucha la Elegía concertante más aún) que Torre es uno de los compositores verdaderamente grandes de hoy (pero no de Euskadi, ni de España, ni de Europa: del mundo, que es la única patria legítima del arte, aunque sus raíces puedan salir del terruño). Mas así como yo y otras personas no vascas ha descubierto esto, quienes entienden de música en Euskadi también, con más razón, puesto que lo tienen cerca. Y, si son nacionalistas pueden caer (y de hecho, eso es lo que ocurre este caso) en la dialéctica maligna de que “Torre es uno de los nuestros”, provocando la reacción de otros nacionalistas (españoles y franceses, sobre todo): “Torre no es uno de los nuestros”. Ciertamente, es muy conocido y apreciado en el País Vasco; sin embargo, ¿eso es contradictorio con que lo sea, igualmente, en todo el Estado Español, en Europa, en el mundo? Pues no; mas eso es lo que ocurre. ¿Y quién es el perjudicado? En primer lugar, el propio compositor; como consecuencia, muchos amantes de la música de hoy, que se ven privados de su conocimiento y escucha. Llevo bastante tiempo pensándolo; pero, en estos momentos, he llegado a la convicción plena de que es urgente, para romper con esa dialéctica maligna, que Joseba Torre sea reconocido, ya, en toda España (para empezar), con la concesión del Premio Nacional de Música (Composición) de nuestro Ministerio de Cultura. Si miramos la lista de los Premios Nacionales de Composición desde 2001 (siglo XXI), encontramos numerosos miembros de la generación de Torre, que lo han merecido tanto como él (o menos: pero perdonen que no señale, prudentemente, a estos últimos): Mauricio Sotelo (1961), J. Mª Sánchez Verdú (1968), Jesús Rueda (1961), David del Puerto (1964), César Camarero (1962), Elena Mendoza (1973), Alberto Posadas (1967); en once años, siete entre 40 y 50 años de edad (Joseba Torre tiene 44).
Tras este(a), más que excursus, necesaria contextualización, hablemos de Elegía concertante. Un acierto del 28 FMA; una fortuna que Torre aceptara el encargo. Como la memoria es el crisol en el que se decantan las experiencias, cuando la alquimia es adecuada las influencias se funden y se contraponen en una unidad polivalente, a la que llamamos el estilo. Pues bien: ya hay, desde hace tiempo, un nítido “estilo Joseba Torre”. Están (pero no están), en ese estilo, el espectralismo (Grisey, Murail Dufourt,…), la ausencia de serialismo e indeterminación, su reflexión personal sobre el tiempo musical, los últimos experimentos de Luigi Nono, y, en general, una atención a la tradición y a la innovación (no gratuita, porque sí) extrañamente prodigiosas… Cuando decimos “están (pero no están)”, nos referimos a su “presencia ausente” (o a su “ausencia presente”); o a eso que en alemán (intraducible con un solo término al castellano) se llama Aufhebung (simultáneamente “suprimir-conservar-elevar”). Todo ese fondo abismático, planteado mediante “un sistema compositivo aplicado a duraciones y alturas de manera similar”, una “marcada voluntad microinterválica”, da como resultado un sonido actual, directo, sobrio, inteligible a la vez que conmovedor.
Torre es un poeta, en el sentido ontológico-griego clásico, de la palabra. Alguien que tiene el rarísimo don de transmitir lo difícil de modo aparentemente “fácil” (pero que esconde, en su “cara oculta” como la de la luna, el sentido del misterio sin el cual el arte no es Arte). Cuán milagroso resulta que, por medio de un lenguaje original, nuevo, propio, se pueda llegar a cualquier oyente y emocionarlo, con una estratificación de numerosas lecturas, cada vez más “hacia adentro”, que también puede satisfacer, más a cada nueva escucha, al oído más sofisticado. Lo repito, y volveré a hacerlo cada vez que se me presente la ocasión: cada año que pase sin que se le conceda a Joseba Torre el Premio Nacional de Composición será un año que pesará sobre la conciencia del jurado que lo otorga, y una posposición lamentable para la Historia de la música.
Tras el intermedio, De ecos y sombras (2009) del eximio Cristóbal Halffter (1930). Tras Adagio en forma de rondó (2002), Variaciones Dortmund II (2006), Epitafio para el sepulcro de Juan del Enzina (2008) y Ritual (2009) (por mencionar sólo obras suyas escritas en el siglo XXI, con 70 juveniles años cumplidos), C. Halffter no tiene ya nada que demostrar en el terreno orquestal (ni en el camerístico, vocal, etc. etc.). La presente obra fue un encargo, en el marco de la “Carta Blanca” que la Orquesta y Coros Nacionales de España dedicó al compositor, en noviembre de 2009, y que estrenó la ONE, con el autor en el podio, en el Auditorio Nacional de Música de Madrid, el 13-11-2009. La obra tiene una duración habitual de 22 min, aproximadamente; pero una de las características de Rubén Gimeno es acelerar algo los tempi (lo hemos comprobado en varias de las piezas que ha dirigido: ¿defecto? No sé; pero, si lo es, tampoco se puede considerar demasiado grave).
El lema (y la inspiración) de la obra, afirmados por Halffter, merecen la pena de ser transcritos literalmente: “La sombra de un eco es la luz, mientras que el eco es la sombra del sonido”. No pocas veces, la declaración de intenciones, en muchos compositores, no deja de ser un mero adorno embellecedor literario. Pero no aquí: la reflexión sobre el eco y sobre la sombra, del tiempo y de la vida, revelan la naturaleza de pensador (en el más genuino y “dramático”, es decir, vital, sentido), el cual nos descubre que, en verdad, el eco es más largo que el sonido original (por transposición, el “eco” de nuestros actos, de nuestra palabra y nuestro silencio en el mundo, de nuestros propios pensamientos, es más largo que cada uno de ellos y configuran nuestro futuro). Igual ocurre con la sombra respecto de la luz (o de su oscura cara negativa, que no de su anéantissement: bien sabido es que “de la nada, nada sale”). No se trata de música descriptiva; pero sí reveladora del enigma interior de nosotros en el mundo. Pues el eco necesita del sonido, del ruido, o de su rostro negativo, el silencio; igual que la sombra necesita de la luz, brillante o negra. La apelación al soneto XXV de Lupercio Leonardo de Argensola (1559-1613), cuyo primer verso es “No temo los peligros del mar fiero”, y que termina con este terceto: “La sombra sola del olvido temo, / porque es como no ser un olvidado, / y no hay mal que se iguale al no haber sido.” [Lo siento: padezco de “escrupulosis filológica”, y en las Notas al programa el primer verso de este terceto dice, a diferencia de mi edición de poemas de Argensola publicada por su hijo Gabriel Leonardo, en Zaragoza, 1634, “La sombra del olvido es la que temo,”; y el tercero “y no hay mal que se iguale a no haber sido”. Perdón.]. Con todo, lo que importa aquí es la música, y De ecos y sombras se alinea, de pleno derecho, en el cuarteto de obras maestras, para el recuerdo, de este concierto, así como nuestro agradecido reconocimiento a Cristóbal Halffter, cuyo “eco” y cuya “sombra” llegarán, alargados y vigentes, hasta futuras lejanas generaciones, estamos seguros.
Y el Concert à quatre, “omega” de esta gran inauguración, testamento musical de Olivier Messiaen. Tendremos que reducir nuestro entusiasmo y la extensión del comentario (discúlpese al tratarse del concierto de apertura del FMA, con obras e intérpretes todos de primerísima fila: en las siguientes críticas, prometo ser más breve). Esta obra fue compuesta entre 1990 y 1991. La muerte, en 1992, del compositor, la dejó inacabada. Su terminación, con los manuscritos dejados por el maestro, la impulsó su viuda, Ivonne Loriod, con la ayuda del discípulo privilegiado, el inglés George Benjamin, y del gran oboísta y compositor (Scardanelli-Zyclus) suizo Heinz Holliger. No obstante, dejó escritos los nombres de sus dedicatarios (que fueron los intérpretes del estreno de la obra, en la Ópera Bastille, con la Orquesta de la Ópera, el 26 de septiembre de 1994): Catherine Cantin, flauta; Heinz Holliger, oboe; Mstislav Rostropóvich, violoncello; e Ivonne Loriod, piano; la dirección fue del coreano Myung-whun Chung, también dedicatario, asiduo colaborador del compositor. Una obra concertante, con cuatro solistas (José Sotorres, flauta; Robert Silla, oboe; Ángel Luis Quintana, cello; Juan Carlos Garvayo, piano; aunque el papel de solista principal es el del pianista). Messiaen concibió esta obra, de unos 25 minutos (de nuevo Rubén Gimeno acelerando el tempo, en los pasajes orquestales) en homenaje a sus primeros intérpretes, y también a sus amados clásicos Rameau, D. Scarlatti y Mozart. Tras el inmenso monumento que había sido Éclairs sur l’Au-delà (Relámpagos del Más Allá) este Concert à quatre es la coronación de una vida creadora. Nos referiremos, mínimamente, a algunos detalles. Por ejemplo, la transcripción del canto de “sólo” 22 pájaros (2 de los 7 neo-zelandeses y 3 de los 11 europeos que figuran en toda su producción aparecen únicamente en esta obra, completando el número total de 321 ‒322 si contamos el misterioso “pájaro de Persépolis, que Messiaen no pudo identificar científicamente‒). Obra, asombrosamente, de una frescura y una juventud maravillosas, a la vez rica y despojada, exuberante y transparente, rezumando una alegría verdaderamente franciscana. El único obstáculo es que necesita de 107 músicos…
Cuatro partes: 1.- Entrée, que contiene un fragmento del aria de Susanna del Acto II de Las bodas de Fígaro (“Venite inginocchiatevi” con las palabras “se l’amano le femmine”; o sea, “Venid a arrodillaros”, “si amais a las mujeres”), seguido de un solo de piano, glissandi espectaculares de cuerdas en el extremo grave, acompañadas de un cluster de piano, y tam-tam; más glissandi divergentes de cuerdas, eolífono, címbalo suspendido. Después, una detención brutal. De nuevo, un solo de piano sobre la Sylvia borin (nombre científico binomial; “curruca mosquitera” en español; en francés, “fauvette des jardins”). 2.- Vocalise. Una intervención inicial de la flauta es una cita casi literal del Preludio a la siesta de un fauno de Debussy, seguida del protagonismo del oboe, que dialoga con la flauta y el cello, bien entendido que el piano, aquí, conserva su acompañamiento de origen. La orquesta, diáfana, se limita a algunas cuerdas. Y la celesta aporta el toque mágico, de una exquisita poesía, de un Monticola saxatilis (“merle de roche”, en francés; “roquero rojo”, en español). 3.- Cadenza: aquí reinan las transcripciones de los cantos de los pájaros: el cello encarna, de la manera más sorprendente, al Menura novaehollandie (“oiseau-lyre”, fr.; “ave lira soberbia”, esp.); la flauta, al Cyphorinus arada (“troglodyte musicien du Vénézuela”, fr.; “violinero”, esp.; “wirapuru”, guaraní); los instrumentos del gamelan (xilófono, xilorimba, marimba) la cossypha natalensis (“cossyphe du Natal, Afrique du Sud”, fr.; “cosifa de Natal”, esp.); pero el piano (siempre la Sylvia borin -ver más arriba-) se lleva, evidentemente, la parte del león. En cuanto al oboe, tan solicitado en las dos primeras partes, se contenta con algunos comentarios soñadores. 4.- Rondeau: con una duración doble que la de cada una de las otras partes, destaca por la juventud y la alegría de su estribillo (primero las cuerdas, luego el oboe) que se graba en la memoria. El oboe, incorregible soñador prosigue citando el motivo, tan familiar, de Boris Godunov. Sigue una nueva serie “ornitológica”, que integra a los solistas en un contexto orquestal ligero, ofreciéndonos sucesivamente el Procnias nudicollis (“oiseau-cloche de Nouvelle-Zélande”, fr.; “pájaro campana”, esp.; “guyra campana” en guaraní –por cierto, ave nacional de Paraguay desde 2004‒), un Turdus merula (“loriot”, fr.; “mirlo”, esp.) tomando el sol, un diálogo de dos Sylvia borin (piano y flauta), otro ‒mediante el gamelan y el cello‒ entre un Gerygone igata (“riroriro de Nouvelle Zélande”, fr.; “ratona hada”, esp.) y una Cossypha heuglinis (“cossyphe d’Heuglin”, fr.; “petirrojo cantor cejiblanco”, esp.), que, por evidentes razones geográficas (Nueva Zelanda, Africa del Sur) no se encontrarán nunca (¡acaso en la Jerusalén celeste!). Finalmente, ultimo estribillo: otro neo-zelandés, el Notornis mantelli (“takahē” en maorí). Aquí, Yvonne Loriod ha interpolado la secuencia out tempo prevista por el compositor, reservada a los cuatro solistas (¡y qué lejos de los grandes conciertos de pájaros de la ópera Saint François d’Assise!) donde se percibe netamente la “queja desgarradora”, y después el “grito desesperado” del submarinista ártico (piano y cello), con la inmediata puntuación de las campanas. Grandes pilares de acordes en inversiones transpuestas preceden al último retorno del estribillo, más ricamente orquestado que las veces precedentes, y se expanden en una gran coda, majestuosamente alargada y movilizando la orquesta al completo, en el La mayor “azul” preferido de Messiaen.
Presentíamos que este sería el mayor y mejor concierto del 28 FMA, Ahora lo afirmamos (y quedan 8 días). La ONE, delicada, vigorosa, excepcional: enhorabuena a ellas y ellos y a Rubén Gimeno, su director. Los solistas hubieran sido felicitados por el propio Messiaen: Juan Carlos Garvayo demostró, una vez más, ser uno de los mejores pianistas de hoy en el mundo entero. Los tres solistas de la ONE, imposibles de mejorar: en primer lugar, Ángel Luis Quintana con el cello; después, a grandísima altura también, parejos entre ellos a mi juicio, Robert Silla, oboe, y José Sotorres, flauta. Enhorabuena a todos, y al público que tuvo la fortuna de estar presente. Ya, con este concierto, ha merecido la pena todo el Festival 2012, de principio a fin.
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