Reino Unido
Neorrealismo wagneriano
Agustín Blanco Bazán
Harry Kupfer me dijo una vez que Lohengrin era, escénicamente hablando, una obra imposible. Cuando a instancias de Baremboim, Kupfer finalmente escenificó esta obra en Berlin, su propuesta consistió en un juego de fantasía y realidad en el cual el caballero del cisne permanece todo el tiempo en una plataforma al fondo de la escena como el sueño de una Elsa enajenada.
La producción de Antony McDonald para la WNO toma el toro por las astas al seguir la narrativa propuesta por Wagner al pie de la letra, solo que con un paisaje escénico diferente. Por empezar, nada de azul, sino todo sepia con la luminosidad tenue y evasiva de ese sol neblinoso típico de Flandes. Y en lugar de una ciudad del temprano medioevo a orillas del Schelde, vemos al comienzo un semicírculo de un cuartel militar con gradas y paredes de baldosa mugrienta donde el rey ha convocado a una mezcla de soldadesca y ciudadanos listos para una guerra que podría ser la franco-prusiana, o tal vez la del Catorce. Una Ortrude vestida de negro, matrona y segura de sí misma, se contrapone a una Elsa detenida por sospecha de homicidio que es arrastrada desde su celda por dos guardias femeninos para presentarse al rey Enrique. En lugar de mirar al techo con aire de boba, como todavía ocurre en la mayoría de las producciones, esta doncella, nunca “angelical” sino de aire perturbado y atuendo gris ceniza, se acerca al rey con un aire conspirativo para relatarle su sueño con convicción y aire de complicidad. Tan realísticamente actúan los personajes y el coro que para el momento de la aparición de Lohengrin, la tensión teatral es de una intensidad semejante a la mejor obra de Ibsen.
Gottfried (Thomas Rowlands) y Lohengrin (Peter Wedd) en 'Lohengrin' de R. Wagner. Cardiff Millenum Centre (UK), mayo-junio 2013. Dirección escénica, Antony McDonald. Dirección musical, Lothar Koenigs.
© David Massey, 2013
Al ver que soldados, caballeros y damas se agolpaban contra una claraboya al fondo súbitamente iluminada por el sol para anunciar al cisne pensé que el regisseur nos ahorraría la insólita visión de un cisne pilotando un bote que amilanó por tantos años a Kupfer. Pero no. Es precisamente aquí cuando McDonald redobla su arriesgada apuesta: el bote no es remolcado por el cisne sino capitaneado por éste como timonel. Se trata de un joven en radiante blanco y con una gigantesca ala blanca adosada a su brazo izquierdo que irrumpe a través de una puerta de vaivén para plantarse en el medio del escenario. Los gestos de esta mezcla de hombre y ave son de coreográfica expresividad y Lohengrin lo despide con la ternura que solo reservamos para nuestra mascota favorita. Es así que la fantasía del caballero arrastrado por un cisne deja de ser algo increíble para transformarse en una genuina experiencia teatral, semejante a esas películas de Fellini donde la fantasía es una realidad del alma, tan tangible y verdadera como la vida cotidiana del espectador.
Lohengrin no es en esta producción un héroe con armadura de plata sino un joven con aires de poeta que hace pensar en Rilke por el delicado abandono que lo contrapone a la soldadesca que lo rodea. Luego de besar prolongadamente a Elsa en la boca, este flaquillo e inseguro caballero combate a Telramund vestido de un simple sayón crema y con pases inseguros, hasta que en un verdadero destello de realismo mágico, baja su espada y levanta una mano izquierda que se ha empeñado en dejar tiesa hasta ese momento. Este gesto y un fulminante acorde wagneriano echan por tierra a su rival. A partir de allí y hasta el final, la puesta se desarrolla insertándonos en una explicación convincente del más inquietante mito wagneriano, el del amor sin cuestionamientos.
Decididamente la puesta de la Ópera de Gales no es un cuento de hadas, sino un sesudo ejercicio de psicodrama cuya credibilidad está decisivamente apoyada en una regie de personas capaz de mostrar la complejidad y las contradicciones de cada personaje. El poético Lohengrin se enfrenta con la bronca de una fiera a Ortrude y Telramund y su mezcla de dolor y agresividad es palpable cuando en el relato final debe revelar su identidad. Telramund es casi adorable por la ingenuidad con que se cree todo lo que cuenta su esposa e increpa a Lohengrin desde una ventana en el segundo acto, con la cual las confrontaciones frente a la iglesia al final del segundo acto se transforman en un debate callejero de contornos políticos revolucionarios. Y también las escenas colectivas evitan caer en el lugar común de damas virginales y caballeros de capa y espada. Los soldados se asean mientras responden con su coro al llamado de la fanfarria matutina la mañana del casamiento, y trabajadores urbanos remueven cajones de hortalizas al mismo tiempo en que comienzan a reunirse los burgueses de una ciudad que no es de cuento de hadas sino viva en sus expectativas y temores colectivos. Al comienzo del cortejo nupcial atisbamos a través de las ventanas del primer piso la marcha de una Elsa en radiante vestido de novia y luego la vemos salir a través de su puerta para avanzar en medio de esa marea de uniformes y flamencos opacos en sus grises y negros. Sólo las chicas del cortejo contrastan su negro con una modesta coronilla de flores blancas. Son las mismas chicas que con la ayuda de algunos mozos juntan dos catres de campaña para preparar la cama nupcial al comienzo del último acto, con lo cual la mas parodiada escena de esta obra se transforma en un creíble menester en la boda de cualquier soldado.
Momento de la representación de 'Lohengrin' de R. Wagner en el Cardiff Millenum Centre (UK), en mayo-junio 2013. Dirección escénica, Antony McDonald. Dirección musical, Lothar Koenigs.
© Bill Cooper, 2013
A despecho de un vibrato estridente en algunos forte en su registro medio, la voz de Emma Bell se ha afianzado con un timbre lírico de cálida consistencia y firmeza de pasaje a notas altas que sabe mantener con seguro fiato. Su Elsa fue histriónica en su expresividad vocal, en la duda que comienza a derrumbarla en el momento en que deja caer sus gladiolos de novia en el segundo acto y cuando en la cámara nupcial trata de ganar tiempo frente a un Lohengrin que Peter Wedd sabe interpretar con apasionada sexualidad, y voz algo pequeña pero vibrante en su proyección. A despecho a algunos agudos bien colocados pero forzados, Susan Bickley cantó una Ortrude de imponente presencia escénica y robustez de impostación, y también Simon Thorpe articuló su Telramund con enfática claridad y variedad cromática. Algo engolada, pero siempre convincente en su melodiosa resonancia, fue la voz de Matthew Best (Rey Enrique). El heraldo de Rhys Jenkins supo proclamar sus llamados urbi et orbi con segura afirmación y densidad vocal.
Heinrich (Matthew Best) y Elsa (Emma Bell) en 'Lohengrin' de R. Wagner. Cardiff Millenum Centre (UK), mayo-junio 2013. Dirección escénica, Antony McDonald. Dirección musical, Lothar Koenigs.
© Bill Cooper, 2013
El Cardiff Millenum Centre es sin duda la más espectacular sala de ópera del Reino Unido por la forma en que combina sus dimensiones amplísimas con inmediatez escénica y por la comodidad de la sala de espectadores En esta ocasión la acústica, a la vez cálida y aireada, facilitada por su total revestimiento de madera oscura, reprodujo gloriosamente las fanfarrias de trompetas colocadas en palcos avant scène a diversos niveles. Toda la sala parecía conmoverse ante estos llamados a una acción de intensidad comparable a una trama policial. Y también la orquesta y coros fueron de un nivel capaz de igualar o trascender la excelencia de las llamadas “salas internacionales”.
Porque es imposible pedir un Lohengrin más internacionalmente valedero que el ofrecido por la Opera de Gales con su novedosa regie, su elenco de cantantes solistas y corales, y la magnífica dirección orquestal de Lothar Koenigs. Pocas veces recuerdo haber escuchado mayor expresividad en los comentarios de los oboes, clarinetes y fagotes. Y con el apoyo de cuerdas tersas y de consumada flexibilidad de ejecución, los tiempos, la variedad cromática y los énfasis interpretativos impuestos por Koenigs contribuyeron a una versión difícil de olvidar. En el primer preludio me impresionó particularmente la combinación de esa gloriosa división de violines con un cantabile casi de barcarola sobre el final, y el preludio del tercer acto fue una catarata polifónica de virtuosa diferenciación. Y sobre todo, este no fue un Lohengrin etéreo o esfumado en preciosismos contemplativos sino por el contrario, dramático, casi verdiano en sus énfasis de sforzandi, rallentandi y variación dinámica general.
Sobre el final, Lohengrin desaparece en medio del caos general provocado por la irrupción de Ortrude para volver poco después empujando al reencontrado Duque de Brabante. Despojado de su ala de cisne, el joven empuña con el empaque de un adolescente peligroso una espada que blande como desafío a Elsa y al mismo Rey. Decididamente Lohengrin no es una obra “azul”, sino un melodrama donde las oscuridades del alma asoman con fuerza similar a la de cualquier mito wagneriano.
Comentarios