Alemania
El oro de Texas y la walkiria de Baku
Agustín Blanco Bazán
El Anillo del Nibelungo es tan universal e intemporal que puede ser escenificado en cualquier tiempo y lugar. Y también es intemporal y universal el famoso oro, que una vez extraído de la madre tierra da un poder absoluto a quién sepa modelar un pedacito como anillo o yelmo. Con estas simplísimas ideas ha venido ocupándose el Festival de Bayreuth desde 1876 y el cansancio es ya inocultable. Katharina Wagner no deja de aludir a las dificultades de tener que repetir una y otra vez las únicas diez óperas del bisabuelo permitidas en el teatro dedicado exclusivamente a sus obras. Porque más que de repetir, se trata de innovar escénicamente de acuerdo a una premisa del compositor que la administración del Festival utiliza como un mantra budista: “Kinder macht was Neues!”, o sea, “¡Niños hagan algo nuevo!".
Y en hacer algo nuevo se empeña Frank Castorf en la nueva producción de la Tetralogía wagneriana presentada en el teatro de los Festivales en ocasión del bicentenario del nacimiento del compositor. Algunas de las supuestas novedades han venido siendo anticipadas desde el año pasado: el petróleo reemplazará al oro como factor de poder. Y cada una de las obras nos llevará a tiempos y lugares donde el petróleo ha dejado su marca como instrumento de dominación. Pero vayamos sin más a la Texas de los años sesenta, seguida por Baku en el siglo XIX, no sin antes advertir que las ideas de Castorf son sólo novedad para una Tetralogía en Bayreuth frente a un publico internacional. Fuera de este limitado cenáculo, las propuestas de deconstrucción y provocación propuestas por el regisseur son archiconocidas en Alemania, un país donde la experimentación con Wagner ha alcanzado extremos similares a los de Inglaterra con Shakespeare.
El Oro de Texas
No bien comienzan a apagarse las luces el público de Bayreuth enmudece. Sabe que el director de orquesta que no ha podido ver llegar ya está en el podio del famoso foso escondido listo para comenzar su trabajo. En este caso, la expectativa era mayor por tratarse de un debutante en este apodado “abismo mítico” donde los directores debe confrontarse con adversidades desconocidas en otros teatros. En este caso Kirill Petrenko debutó como triunfador. Es cierto que los famosos acordes iniciales del Oro del Rhin salieron algo tentativos y faltos de fuerza, pero de ahí en adelante hubo un magistral uso del crescendo del piano al mezzoforte, y la lectura se unificó con enfática articulación y variedad de tiempo y volumen. La expresión orquestal fue mas bien asertiva que brillante y la sincronización con los cantantes fue modélica como bautismo de fuego en esas condiciones acústicas que obligan al director a sacar primero el sonido de la orquesta para luego integrarlo a las voces y llevar el producto final a la audiencia.
El telón se abre abruptamente para mostrarnos a las hijas del Rhin exhaustas por el calor junto a la piscina en el descomunal decorado giratorio que ilustra el microcosmos de toda la obra. El “Golden Motel” anunciado con luces de neón girará constantemente mostrando la piscina y el corredor de las habitaciones del primer piso, el ventanal de la principal de ellas desde donde Wotan contemplará su imaginario Walhalla, y la estación de servicio donde el dios ha dejado su descapotable. La construcción incluye un bar y un minimarket donde un afanoso barman injustamente ignorado en el reparto impreso se encarga de hacerlo todo, desde el room service y la distribución de bebidas hasta la provisión de nafta. Una pantalla de cine al aire libre adosada al techo proyecta no sólo algunos de los cantantes en primer plano sino algunas indiscreciones que el público no puede ver, como por ejemplo Wotan fregándose con Fricka y Freia en la cama king size de su habitación al comienzo del cuadro segundo.
La acción es 'a lo Tarantino', ágil y con personajes estereotipados en su procacidad y su violencia. Wotan aparece como el jefe de una banda que incluye un Donner con sombrero tejano que constantemente se remilga sus mostachos y amenaza con su pistola. Los trabajadores de la industria del petróleo Fasolt y Fafner protagonizan la escena más lograda de la puesta cuando amenazan con aporrear el auto de Wotan mientras arrasan las mercancías del minimarket. Las mujeres son todas bimbos con enormes bustos apenas contenidos por sedas ajadas y peinados deshechos por una noche agitada. Todas, desde las hijas del Rhin hasta Fricka y Freia. Sólo Erda irrumpirá fresca como una lechuga en su vestido de lamé y estola de visón blanco.
¿Y el oro? Lo que roba este Alberich simplón y apasionado del fondo de la piscina es … una capa dorada. Y lo que saca el nibelungo de la casa rodante con la cual ingresa a la estación de servicio en el tercer cuadro es una pequeña malla metálica que usa como yelmo, y un anillo como cualquier otro. Y son lingotes de oro los que terminan tapando a la Freia que en pantalla vemos acostada sobre los tirantes de la cama king size. Lo cual quiere decir que el oro sigue siendo irremplazable, aún para Castorf.
Es así que la alternativa petrolera pasa a segundo plano, dejando la escena a una irremediable confusión de acciones colaterales y fragmentadas que no logran encausarse en una idea fuerte o una narrativa fundamental que les de sentido. Precisamente de eso se trata, según Castorf. Se trata de fragmentar la música y el texto en sensaciones múltiples, en golpes dramáticos propios de cada escena que el espectador debe recibir como patadas en el estómago para después racionalizar la visto una vez terminada la función.
Esta racionalización es sólo posible para los que hayan leído las interpretaciones históricas del programa de mano. En ellas Rockefeller, Rotschild, Ford y Churchill se codean con Hitler, Stalin, Gorbachov, Jomeini, el rey de Arabia Saudita y Sadam Hussein. Y todo esto viene servido con el condimento de textos de Kierkegard, Feuerbach, Hegel y Nietzsche.
El resultado es una regie que se autocondena al no poder hablar por si misma. La acción es tan ágil y febril como desvinculada del texto y la música, y el resultado es inevitablemente una paranoica dislocación del aspecto visual y el auditivo. Sirva de ejemplo la escena de un Wotan sentado junto a Loge en una silla reposera y exigiendo el anillo a un Alberico arrodillado frente a él. El nibelungo se lo entrega sin violencia física alguna, como obedeciendo a la autoridad de un gángster con poder de vida y muerte sobre todos. Esto a pesar que la partitura exige violencia física como forma de lograr el impacto individual e independiente de cada escena buscado por el regisseur.
El Wotan de Wofgang Koch encabezó con voz clara y apoyada en un seguro canto legato un elenco de cantantes digno de la mejor tradición de este festival. También hubo claridad pero más penetración y seguridad de articulación en el Alberich de Martin Winkler, en esta versión nunca un personaje temible sino un simplísimo y agitado pelele. En el resto de los “dioses” se destacó el timbre lírico de Fricka y Freia (Manke y Strid) y la impostación de Norbert Ernst como un Loge de rimbombante traje colorado. Sobre el final la pantalla de cine muestra las tres hijas del Rhin buceando en la piscina. ¿Algo nuevo?
La Walkiria de Baku
Cuando en Baku se descubrió petróleo, algunos capitalistas europeos -Rothschild y Nobel entre ellos- invirtieron allí para extraer petróleo y explotar a los trabajadores. Entre estos últimos había un joven Stalin que, nos informa el programa de mano, se hizo malísimo por culpa de tanta injusticia.
La planta de extracción petrolera giratoria de La Walkiria viene con torre de extracción y todo. También hay una plataforma que sirve de salón a la casa de Hunding, un capitalista de levita negra y elegante galera. La planta baja es un granero con parvas de heno y una jaula con un pavo vivo que Sieglinde alimenta al abrirse el telón. Es allí donde llega Siegmund, para desarrollar con Sieglinde y luego con Hunding una regie de personas fiel a las indicaciones de Wagner pero petrificada por un convencionalismo que haría enrojecer de vergüenza al mismo Otto Schenk.
Magistrales salen los sforzando y los subito piano de la orquesta durante la tormenta y los premonitorios acordes que acompañan al primer encuentro de Sieglinde y Siegmund. Y magistrales en su capacidad de entonación y énfasis interpretativo son los tres solistas principales. Selig sabe punzar el oído con sus amenazantes rimas wagnerianas proclamadas con densidad oscura y pastosa; Hampe es una Sieglinde de timbre cálido y gloriosa expansión al agudo; y Botha arrolla con su formidable voz tenoril y su capacidad de articular el texto con convincente expresividad. Mientras Botha canta el monólogo de la espada más épicamente proyectado sobre la sala de Bayreuth en muchos años, las proyecciones sobre un lienzo blanco muestran a Sieglinde dando el somnifero a un Hunding que termina despanzurrándose semidesnudo sobre la cama.
Este tipo de trucos no alcanzan a esconder una frialdad general contradictoria con la partitura. Los personajes nunca parecen saber bien qué hacer y por ello se entregan a tics como el arreglar constantemente las parvas o tirarlas al suelo cuando se enojan. El desplome de la puesta se acelera en el segundo acto. Las subidas y bajadas de Wotan y Brünhilde en la torre extractora y las proyecciones de trabajadores agobiados de mierda negra no alcanzan a ocultar algunas deficiencias fundamentales. Para empezar ¡ha desaparecido el pavo!, tal vez manducado por Sigmund después del coito con su hermana.
Siempre es bueno analizar la coherencia de las puestas a partir de los pequeños detalles. En este caso la utilización del mismo decorado giratorio para el salto dramático del hogar de Hunding al mundo épico de Wotan y Brunhilde malogra una percepción clara de la fuga de los amantes. Aunque el pavo haya desaparecido, lo cierto es que Sigmundo y Sieglinde siguen en el mismo lugar. Pero también hay deficiencias mas importantes. La falta de experiencia de un director de teatro hablado en el género operístico se hace palpable en primer diálogo entre Brünhilde y Wotan, quien exhibe una gran barba de pope, aparentemente artificial, ya que se la sacará en el mismo acto para matar a Sigmund. Wotan habla y habla con gestos adocenados, mientras su hija arregla objetos en el galpón, abre y cierra las puertas varias veces y solo echa de vez en cuando alguna mirada a su padre. Imposible pedirles que se muevan en coordinación con la música o se queden quietos un minuto para dejar que ella se integre a la acción con su poder para dar significado a los silencios o las actitudes expectantes de los personajes. Y no hay desesperación en el deseo de muerte de Wotan, que profiere el famoso “Das Ende!” como si nos estuviera informando de dónde está la estación de metro mas cercana.
Para empeorar las cosas, el gigantismo del decorado empequeñece a personajes que frecuentemente no saben qué hacer. Durante el anuncio de la muerte, Sigmund revolea su Notung como si la espada pesara veinte gramos y mete y saca su arma por lo menos cuatro veces (las conté) de un barril arrumbado en un rincón. El héroe muere … no se puede ver bien cómo, en medio del andamiaje donde Wotan, Brünhilde y Hunding se mueven sin ton ni son en medio de los camarógrafos encargados de filmar lo que vemos en una nueva pantalla colocada en la parte superior.
Durante la cabalgata de las valkirias varias damas elegantes suben y bajan por la instalación petrolera en medio de cadáveres, pero, ¡alerta! ¿Es que no habéis visto una estrella roja de neón alumbrando desde la torre un amanecer diferente después de la muerte de Hunding-Rotschild?
Sea como sea, el principal problema para quienes quieran tomarse a Wagner en serio es que las ideas y venidas del segundo acto han impedido a Wotan y Brünhilde estrechar el vínculo que tan desgarradoramente deberán aniquilar con su despedida. Es así que el beso final de Wotan a su hija carece de mayor sentido si no han logrado sellar su amor y comprensión durante las escenas anteriores. ¡Tan ocupados se encontraban supervisando las instalaciones petroleras! Es en medio de estas instalaciones que Brünhilde desaparece para acostarse a dormir en algún lado que veremos por cortesía de un camarógrafo. Un barril comienza a vomitar fuego en el medio de la escena pero esta vez ni el sensible y diferenciado fraseo impuesto por Petrenko alcanza a encender la emoción de una escena final que no admite digresiones o aparatosidades escénicas. La Brühnilde de Catherine Foster es de timbre lírico, poderoso y lacerantemente proyectado. Estas virtudes le ayudan a disfrazar estridencias y esconder algunos problemas de entonación.
A diferencia del lector de Mundo Clásico que sabrá del resto del nuevo Anillo de Bayreuth en mi próxima crítica, Rene Kollo prefirió devolver las entradas para Siegfried y Ocaso de los Dioses. En sus declaraciones a Die Welt am Sontag (28.7.2013), este Sigfried de la puesta neomarxista y verdaderamente revolucionaria que sacudió a Bayreuth a fines de los setenta confesó que no veía sentido a la regie de Castorf y lo habían agotado esas filmaciones constantemente introducidas con el objeto de “modernizar” la acción transformándola en una especie de tira y afloja interactivo. En alusión a los pretendidas vodkas que los personajes se pasan ingiriendo a borbotones, Kollo comentó con la percepción de un experimentado: “Ach! ¡Eso de necesitar siempre una botella de agua a mano que tienen los cantantes jóvenes! Nosotros podíamos tomarnos cinco cervezas antes de la función y dos botellas de vino después ¡y quedábamos como si nada!”
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