Alemania
Siegfried en Alexander Platz y el Ocaso del Anillo
Agustín Blanco Bazán
No sólo el poder petrolero capitalista oprime a los personajes del nuevo Anillo de Bayreuth. También el comunismo soviético ha podido imponer su yugo gracias a sus vastas reservas asiáticas de oro negro y … ¿qué mejor prueba de ello que el tercer decorado giratorio ideado por Frank Castor y su equipo de artistas politólogos, esta vez para Siegfried?
Una mitad está ocupada por la casa rodante de Mime al pie de una pared rocosa similar al Memorial de Rushmore, pero con las efigies de Marx, Lenin, Stalin y Mao. Pero giremos un poquitín mas y, ¡abracadabra!, estamos frente a una de las salidas de metro de Alexander Platz de Berlín, en la asquerosa arquitectura de postguerra de concreto gris, con el famoso y paupérrimo “reloj universal” y aquellos escaparates con cortinillas de tul mostrando dos botellas de vodka. Como en el Oro del Rhin y la Walkiria, decorados monumentales son usados como artificio para distraer la atención de la convencional pobreza de la regie de personas. En el Rushmore comunista, por ejemplo, las grandes cabezotas son alumbradas con variación calidoscópica mientras los personajes huyen del centro de la escena en momentos clave para moverse como ratoncitos de arriba abajo en las escaleras de dos andamios laterales. El de la izquierda es invisible para las últimas diez butacas del mismo lado antes del pasillo, y lo mismo ocurre con el lado derecho. Quienes se sienten en esas butacas no pueden, por ejemplo, ver a Mime formulando sus preguntas al Wotan errante, que también sale de la mira de vez en cuando.
Ningún dios o nibelungo puede dialogar por más de un minuto sin salir a pasearse por la escena, literalmente sin ton ni son. La aburrida e inconsistente actitud provocativa del regisseur continuó en Sigfried con una forja de la espada que no es tal porque lo que el joven comunista saca de un cofre es una ametralladora, ¡pero no!, ¡un momento por favor! El barman del Oro del Rhin, ahora transformado en un esclavo de Siegfried y Mime, sale de repente de un bastidor para alcanzar a nuestro héroe una espada de verdad. Siegfried prefiere de cualquier manera fusilar a un Fafner que no es dragón sino un burócrata del puesto de correo de Alexander Platz. Lo hace con una ráfaga ensordecedora que tapa la versión orquestal de este momento clave. El impacto fue de cualquier manera lo suficientemente efectivo como para desatar el momento mas dramático de la noche.
Tal vez como reacción al fusilamiento, un espectador dos filas adelante de la mía se descompuso, y ¡ya saben los que han estado en Bayreuth lo que significa tener que extraer un descompuesto de entre las abigarradas butacas de este anfiteatro! Toda la fila debe levantarse para permitir la entrada de enfermeros que arrastran a la víctima con pasos tambaleantes y ruidosamente taconeado sobre la madera, haciendo un esfuerzo supremo para no caerse sobre las cabezas de la grada inferior. Un tufo ácido, mezcla de vómito y pólvora, invadió nuestras butacas mientras Siegfried se aprestaba a follar con el pájaro del bosque, en esta regie una atractiva corista de Escola do Samba, con plumas y todo.
La siguiente transgresión tuvo por lo menos algo de buen teatro, estrictamente hablando y siempre sin conexión alguna con el texto y la música: mientras Wotan convoca a Erda para su confrontación final con ella, un film nos la muestra en su camerino arreglándose nerviosamente. Se han citado en una cantina al aire libre de Alexander Platz, y mientras un camarero que no es otro que nuestro barman esclavo les sirve el vino y los spaghetti, los dos dioses comienzan a conversar con la resignación y la bronca de dos viejos amantes. Cuando Wotan la manda a paseo, Erda desaparece para volver a salir con su peluca platinada, la mismísima que usó en el Oro del Rhin. Tan desesperada está por volver a gustar a su viejo macho que hasta comienza a hacerle sexo oral. Y justo en el momento en que Wotan empieza a dejarse, aparece nuestro famoso camarero ¡para pedir al dios que pague la cuenta!
Es en la misma cantina donde Siegfried conversa con Brünhilde en el dúo final. Después de haber despertado a la walkiria sacándola de un montón de desechos plásticos en el Rushmore comunista, ambos corren a Alexander Platz, para protagonizar su breve reyerta. Una vez aplacada esta, la ex-walkiria reaparece con un ridículo vestido de novia. Dos cocodrilos interrumpirán amenazadoramente el final del extático intercambio vocal entre los amantes. Uno de ellos se devora al pájaro del bosque (ahora sin plumas) pero nuestro héroe alcanza a sacar a la desplumada de las fauces arrastrándola de los pies. Y del otro saurio se encarga Brünhilde. Con arrojo mitológico, la walkiria toma el parasol para insertarlo como lanza en la boca del monstruo. Telón final, con las furiosas silbatinas de costumbre que solo se acallan cuando salen al proscenio los artistas para recibir los aplausos.
Lawrence Ryan ha cantado un Siegfried estertóreo y también Catherine Forster ha sabido modular y trinar su papel con claro timbre lírico para colocar un estupendo agudo después de matar al cocodrilo. Que ambos calaron y disfrazaron con arrojo vocal una entonación frecuentemente insegura no pareció importar a un público indiferente frente a este tipo de deficiencias.
Wolfgang Koch se despidió después de haber interpretado un Wotan cuyo fuerte estuvo en la firmeza de las frases legato y la robustez del passagio al registro agudo. Sus parlandi o Sprechgesang están bien articulados pero piden mas expresividad. De cualquier manera, en su encuentro final con Erda, este bajo barítono, que es mas barítono que bajo, logró lo que casi nadie puede, esto es, proyectar una voz cálida y brillante a través de los agresivos dominantes que Kirill Petrenko extrajo como fortissimo de la masa orquestal. Pocos como Petrenko han podido intentar un fortissimo en Bayreuth sin derrumbar el balance sonoro. Y pocos como Koch han sabido responder a este desafío.
También hubo aplausos para el Mime de Burkhard Ulrich, a veces excesivamente articulado pero de cualquier manera convincente por su claridad de dicción y línea de canto. Y adiós también a Nadine Weissmann, que ha sabido cantar su Erda con la calidez y lubricación de un buen vino.
Pero lo que el público quiere es dar su merecido a los responsables de la regie que hasta ahora no han aparecido. Eva Wagner ha anunciado a la prensa que, como de costumbre, esta aparición tendrá lugar después del Ocaso de los Dioses. De cualquier manera, el diario local se ha apresurado a denunciar a uno de los responsables: el barman del Oro del Rhin que también ha hecho de esclavo y de camarero en Siegfried, es nada menos que Patric Seiber el dramaturgo empeñado en explicar en el programa de mano una producción que sigue sin poder explicarse por si misma.
El ocaso de los dioses
Como si fuera poco tratar de aleccionar al público por escrito sobre las motivaciones políticas del regisseur, el pobre Seiber sigue sin dar abasto hasta el final. Durante la catastrófica fiesta de bodas del segundo acto, nuestro dramaturgo debe servir las copas en el puesto de Doner Kebbab regenteado por Günther al lado del Muro de Berlin. Y mientras Brünhilde, Gunther y Hagen planean el asesinato de Siegfried, Seiber -semidesnudo y con tul de novia- debe arrojarse escaleras abajo con un cochecito estilo Potemkin lleno de papas. Al comienzo del tercer acto, vemos a las hijas del Rhin con el descapotable que le robaron a Wotan desperezándose luego de haber atropellado a un Seiber que yace sangriento junto a las ruedas delanteras. El cadáver es arrastrado al pequeño altar de macumba de donde las nornas han sacado pollos despanzurrados para llenar las paredes de sangre, pero ¡bien dicen que los mitos nunca mueren!, Seiber vuelve a levantarse para reprocharle no sabemos qué a Siegfried y las hijas del Rhin, justo antes que estas comiencen a revolcarse con en el auto con nuestro héroe calentón. El recién llegado Gunther también se tienta a follar en el auto pero, ¡ahí viene Hagen!, en esta producción un temible punk siempre al frente de su barra brava.
Es común en muchos críticos de producciones modernas el ignorar la narrativa general para ridiculizar todo lo que sea novedoso o bizarro. No es mi caso, según lo demuestran mi admiración por el Lohengrin con ratitas en el mismo Bayreuth o, también en producción de Neuenfels, el inolvidable Nabucco con Abigail y sus abejas; o el Rienzi protagonizado por Hitler y Mussolini la Deutsche Oper berlinesa. También admiré el Macbeth de Verdi de Christine Mielitz para la Komische Oper que desde el principio al fin transcurre en un aeropuerto donde las brujas hilan el destino como eficientes azafatas. Y algunos habrán leído mi apreciación por producciones de Calixto Bieito como Carmen, Don Giovanni, y Un ballo in maschera. Todas estas creaciones utilizan anécdotas paralelas, bromas, puerilidades o crudeza sexual, pero lo hacen como apoyo a una narrativa teatral consistente donde los personajes viven con convicción y audacia estremecedoras, siempre a punto de saltar de la ficción escénica para abalanzarse sobre realidades conocidas por el espectador. Aún el extremísimo Rapto en el Serrallo de Bieito para la Komische Oper mereció mi reconocimiento en tal sentido.
No así el nuevo Anillo de Bayreuth, tan pretencioso en su cuadro escénico como vacuo en sustancia. Al aludir al reemplazo de una narrativa central por la fragmentada colección de nimiedades a que acabo de referirme, algunos colegas se apresuraron a pontificar, con la seriedad de un farmacéutico, cosas por el estilo de: “el reemplazo de una narrativa central por una fragmentada y libre asociación de ideas implica una importante novedad en la recepción wagneriana de Bayreuth”. Quienes estén dispuestos a extasiarse con comentarios de este tipo seguramente podrán apreciar mejor que yo la nueva Tetralogía. Sólo en la muerte a palos de Sigfried en ese mugriento Doner Kebab de Berlin, pareció que el regisseur podía escuchar lo que le estaba tratando de decir el compositor. La muerte de un joven perpetrada por un gangster y la ocultación del cadáver en una bolsa negra de basuras estuvo, por una vez, acorde con la conmovedora expresión musical. Pena que enseguida apareció una película de un Hagen mas viejo, ya no punk, paseando por un bosque, como si la marcha fúnebre le trajera recuerdos de algo que hizo mal en un pasado no muy lejano. Mientras Brünhilde canta su inmolación, el telón cierra con la filmación del cadáver del Hagen (de nuevo en versión punk) transportado en un bote inflable, pero … ¡me olvidaba lo fundamental!
Ya sabrán muchos lectores que los responsables de la regie habían sugerido que el final sería una metáfora del colapso de Wall Street como consecuencia de una nueva crisis petrolera, de esas que se nos pueden venir encima en cualquier momento cuando, por ejemplo, Al Quaeda se cargue con la monarquía de Arabia Saudita. Es pensando en ello que los periodistas, siempre erráticos y perplejos cuando de una première de Bayreuth se trata, ya habíamos comenzado a idear titulares como “¡Wall Street en llamas!” o mejor aún: “¡Brünhilde incinera el capitalismo neo-liberal!” Pero nada de eso. Gira que te gira el escenario nos muestra una gran fachada cubierta a lo Christo (¿se acuerdan?) que muchos alemanes inmediatamente asocian con el empaquetamiento del Parlamento de Berlin ejecutado por aquél famoso artista años atrás. Sobre el final, la fachada se descubre para mostrar una reproducción fiel de la New York Stock Exchange, donde aparentemente todo el mundo está trabajando en un día como cualquiera. No hay ni incendio, ni gente entrando o saliendo desesperada. Castorf y su equipo son, por una vez, coherentes al hacer que un Anillo en que no pasa nada termine sin que pase nada.
Al final de este Ocaso, los aplausos se concentraron en Kirill Petrenko. Merecidamente, porque este director de orquesta supo presentar una interpretación alternativa diferente a la de Christian Thielemann pero no menos efectiva. El luminoso y policromático romanticismo de Thielemann fue reemplazado por una lectura de áspero expresionismo y un tratamiento de tratamiento de dinámicas intensamente acentuado. La tonalidad orquestal general fue más oscura y las melodías salieron siempre urgentes, como si en todo momento la belleza sonora tuviera que ceder ante la inevitable crudeza del destino final ya anunciado en la primera maldición de Alberich. El resultado fue de un dramatismo arrollador, y gracias a ello, el teatro de Wagner fue el de siempre cuando Hagen, su coro, y la incomparable orquesta de los festivales proyectaron sobre la sala esa arenga de extrema ferocidad concebida por el mas extremo de los compositores.
Desgraciadamente, Petrenko terminó como un héroe solitario frente a un nivel canoro que descendió abruptamente en comparación con las noches anteriores. Con voz monocroma y excesivamente abierta, Siegfried caló y desentonó constantemente. Brünhilde siguió flotando con una voz lírica que careció del apoyo y fuerza necesaria para ser proyectada convincentemente en el estático final. El vibrato de Waltraute fue constante y acentuado, y un Hagen de voz pastosa cantó siempre para adentro. De voz bella pero algo insegura en impostación fueron Gunther y Gutrune. Sólo Alberich y las tres excelentes hijas del Rhin mantuvieron la calidad ya apreciable en el Oro del Rhin.
Finalmente, Franz Castorf y su equipo aparecieron al proscenio para intercambiar gestos provocativos con una audiencia enfurecida. Este fue el único momento en que los responsables de la regie lograron producir algún cambio de emociones con el público. Se trata de una tarea relativamente fácil frente a esos wagnerianos que al ofenderse no hacen sino estimular a un tipo de artistas que solo pueden aspirar a ofender.
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