España - Madrid
Entreacto de Domingo: la persistencia de la memoria
Germán García Tomás
El coliseo de la Plaza de Oriente ha clausurado su primera temporada con Joan Matabosch al frente del mismo con una atípica velada que en un principio iba a combinar en programa doble la ópera española Goyescas de Enrique Granados con Gianni Schicchi, el potrero título cómico del Trittico pucciniano, poniéndolas en interrelación en base a la un tanto pueril coincidencia (ni asunto teatral ni estética musical son equiparables) del estreno de ambas en el Metropolitan de Nueva York con tan sólo dos años de diferencia, 1916 y 1918, respectivamente.
El devenir del destino hizo que la máxima atracción en la ópera de Puccini, nuestro Plácido Domingo como el protagonista titular, se cayera del cartel por el reciente fallecimiento de su hermana, hecho que, según declaró, le impedía acometer con total entrega un personaje de tal cariz cómico. En su defecto, manifestó su compromiso con público y teatro de ofrecer en el intermedio entre ambas óperas un reducido concierto junto a varios de los cantantes que le acompañarían en la producción de Woody Allen. La otra contingencia precedente y ya conocida por todos resultó ser que la obra de Granados tenía que conformarse por criterios presupuestarios con una estática y un tanto desangelada versión de concierto, que ahora, concluida la temporada, se ha evidenciado muy a las claras por parte del público madrileño como un mero e innecesario trámite para lo que realmente le importaba de veras: la esperada llegada del titán Domingo.
Y es que Goyescas, primer eslabón de esta extraña velada operística en tres bloques disímiles y claramente diferenciados, no ha despertado el menor interés a nivel de recepción a pesar de los consumados esfuerzos emprendidos por los artistas españoles que la han defendido. Sin lugar a dudas, la obra de Granados, que en el próximo año cumple el primer centenario de su estreno, se ha convertido en la gran damnificada de una sesión cuyo entusiasmo comenzaba con el entreacto de Domingo y continuaba con la comedia de Puccini, habiéndosele regalado injustamente a Goyescas el sambenito de lo meramente anecdótico, cuando no de lo prescindible. Tampoco debemos negar la circunstancia de encontrarnos ante una suerte de pseudoópera ya ingrata en sí misma por su misma inmovilidad y ausencia de desarrollo dramático, consecuencia de la débil adecuación del texto de Fernando Periquet a la música de la suite pianística original reorquestada por Granados.
"Goyescas" de Albéniz en el Teatro Real de Madrid (julio 2015)
© Javier del Real
Ese esfuerzo al que aludíamos se vio ampliamente materializado en el empeño y el ahínco de un entregadísimo Guillermo García Calvo, que desentrañó los claroscuros de la compleja y aristada partitura del leridano con un refinamiento y una riqueza de detalles fuera de toda duda, evidenciado sobre todo en el inspiradísimo primer intermedio, pulcro en línea y contenido en expresión. El estimable trabajo del Coro Titular del Teatro (en cierta medida el quinto personaje de la trama), presentado en primer término dispuesto en filas, sobrellevó con mayor o menor coordinación entre secciones la compleja red melismática y contrapuntística de las líneas vocales folclóricas de estética bolera que desarrolla Granados.
A la soprano navarra María Bayo, que encabezaba el reparto, se la encontró visiblemente destemplada y algo ronca en sus breves intervenciones iniciales, si bien ciertas frases fueron emitidas con el cadencioso canto al que nos tiene acostumbrados. En toda la escena final de la ópera, no obstante, desde la poética canción de la maja y el ruiseñor, la navarra supo remontar el vuelo y sujetar firmemente las riendas de su instrumento, una voz que pese a algún que otro exceso de vibratto, sigue conservando a día de hoy el poso y el esmalte de años atrás, y en donde confirió dosis de un exaltado dramatismo con sutiles modulaciones entre registros vocales que subrayan la expresión de una partitura que la cantante conoce en profundidad. Bayo encontró sólido soporte en la contundente vocalidad del tenor vasco Andeka Gorrotxategi, sin problemas como es natural a la hora de acometer el agudo, mientras que la otra pareja amorosa formada por las voces de César San Martín y Ana Ibarra, de escasas partes y menor entraña que las de la pareja anterior, se alternó dentro de la corrección con el abigarrado enjambre coral de las dos primeras escenas. Curiosamente, el fandango de candil del final del segundo cuadro encomendado al personaje de Pepa al que da vida la mezzo fue extrañamente entonado por un tenor calificado como “el cantante”, en la voz de Albert Casals.
Tras la espera ansiosa, la llegada del maestro madrileño, esta vez sí, unió al teatro en una cerrada y atronadora ovación de esas que persisten en la memoria. Pareció desquitarse Domingo con este miniconcierto del desafortunado precedente que ofreció el año pasado en el coliseo madrileño, ya que en sus dos primeras salidas a escena concentró apasionamiento y entrega con voz vigorosa en “Nemico della patria” de Andrea Chénier y “Pietá, rispetto e amore” del Macbeth, que si bien y como es natural, volvieron a desvelar la tendencia al oscurecimiento de su delator timbre de tenor lírico visiblemente claro en su registro central y superior, factores como la expresión teatral, su presencia en escena y el buen recitar de las frases compensaron la carencia de ortodoxia baritonal.
Plácido Domingo y Maite Alberola en el Teatro Real de Madrid (julio 2015)
© Javier del Real
Felices complementos bufos resultaron las prestaciones del bajo Bruno Praticò en el trabalenguas de Don Magnifico de La Cenerentola rossiniana y de Luis Cansino en “L’onore” del Falstaff verdiano, donde cada uno regaló al respetable su particular desenvoltura cómica. Finalmente, la joven soprano levantina Maite Alberola estuvo muy a la altura vocal al lado del madrileño en el amplio dúo de Violeta y Giorgio Germont de La traviata, adoptando Domingo una apostura grave y afectada y el maestro Giuliano Carella brindando una atención precisa a ambos. El complemento final no podía ser otra cosa que una romanza de zarzuela: “Luche la fe por el triunfo” de Luisa Fernanda que pasea sin cesar y que hizo volver a levantar unánimemente al teatro por última vez. Favorecido en parte por la brevedad del concierto, bien pudo decir Domingo que esta vez sí llegó, vio y venció en el Teatro Real, en un contexto en el que recientemente ha manifestado su propósito de ir reduciendo las óperas que interprete, para satisfacción de muchos de los aficionados, que somos los que en gran parte deseamos que su leyenda siga viva alejada de infructuosas experimentaciones operísticas.
Tras el clímax generado por Domingo, el respetable estaba más que preparado para recibir cómodamente y con gran facilidad el divertimento pucciniano, tercera y última parte de este singular tríptico en el Real. Woody Allen plantea en este su primer acercamiento a la escena operística proveniente de Los Angeles Opera una visión actualizada en donde la acción medieval original de la Florencia de Dante es adelantada a lo que se adivina como mediados del siglo XX, situando la estética general de la puesta en escena, a través del destartalado ático mostrado a los ojos del espectador, a medio camino entre el neorrealismo y la mafia italiana. El ritmo escénico ágil e hilarante que presenta el cineasta neoyorquino se adecúa con suma precisión a cada una de las situaciones de esta disparatada obra cómica, permitiendo un engarce óptimo con el discurrir orquestal que hilvana desde el foso con pulso y precisión el maestro italiano Giuliano Carella, aunando descaro cómico con aliento lírico.
"Gianni Schicchi" de Puccini en el Teatro Real de Madrid (julio 2015)
© Javier del Real
El extenso reparto cuenta con voces que responden a una ópera donde el componente colectivo prima sobre el individual: Lucio Gallo (que junto a Nicola Alaimo ha sustituido a Domingo) es un Gianni Schicchi de altura, muy creíble y que se amolda como un guante al carácter picaresco del personaje, al cual arropa con presencia escénica y una voz de enorme peso y autoridad. Maite Alberola seduce y convence al lado de la varonil voz del tenor Albert Casals, mientras que de entre el cúmulo de familiares del Buoso Donati, todas y cada una de las voces espléndidamente imbricadas en el incesante y alocado discurrir de la obra, descuella por encima de todas la actuación de la mezzo Elena Zilio, que hace completamente suyo su personaje y al cual Allen ha conferido el asesino privilegio de ser quien apuñala al final de la ópera al campesino granuja que testa a su favor lo mejor de la herencia, en ese marco de sobornos y vendettas netamente italiano.
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