Reino Unido
Zona nacional
Agustín Blanco Bazán
El marqués de Calatrava, frío y distante en su uniforme caqui y cargado de medallas, acaba de cenar en una mesa de mantel blanco a la cual se sienta también Leonora, fula e impaciente. No bien se ha retirado el viejo, Curra, una resoluta ama de llaves de negro, saca debajo de la mesa una valija también negra para empujar de una vez por todas la huida de su ama. Esta escena inicial se desarrolla con genial realismo cinematográfico: Leonora canta su primer aria apoyándose sobre la mesa con agresiva frustración y por primera vez en las versiones que he visto de esta ópera, la muerte accidental del marqués sale creíble: Alvaro no arroja su revólver al suelo sino que lo pone sobre la mesa con resignada bronca. Y el arma se dispara. Luego de tratar de socorrer a su padre, Leonora trata de quitarse la sangre de sus manos como si fuera una Lady Macbeth.
El resto fue menos convincente. Calixto Bieito sigue ubicando el resto de la acción en dominios franquistas de una guerra civil española que pasa a ser la verdadera protagonista de la obra: la turba destroza libros y una feroz Preciosilla incita a la guerra antes de que dos banderas con águilas flameen al compás de “Son Pereda…” Y las JONS festejan un triunfo militar mientras Preciosilla ejecuta una hilera de prisioneros al compás de los "pim pam pum" de su Rataplán. La escenografía consiste en imponentes bastidores con fachadas blancas donde se proyectan sugestivos y poéticos videos alusivos a las miserias de la guerra. Y los bastidores se mueven y giran constantemente, mostrando su reverso de esqueleto negro. El efecto visual es monumental y perceptivo en su mensaje político, pero la regie de personas es errática y poco convincente.
Hasta cierto punto es aceptable que Bieito se haya decidido por una visión política de imaginación propia frente a una obra de débil narrativa dramática general. Pero, y he aquí el problema central que hace de La Forza del Destino una ópera difícil hasta el punto de crear supersticiones, las deficiencias en la narrativa conviven con una robusta caracterización de personajes verdianos hasta la médula en su estereotipada intensidad. En esta producción estos personajes fueron neutralizados por una escenografía sugestiva pero finalmente aplastante en su estrategia de anteponer la guerra civil española a los conflictos y neurosis de Leonora, Carlo y Alvaro. Se trata de conflictos que ningún video puede reemplazar. No queda mas remedio que delinearlos clara e intensamente, y no solo como víctimas de una circunstancia política cruel.
Tamara Wilson, una Leonora de voz penetrante, cálida y suprema en impostación, afrontó una violencia fronteriza con el sadismo frente a un Padre Guardián que rodeado de curas con sotana negra la obligó a desvestirse hasta dejarla con una enagua negra. También le hizo cortar el pelo, y le impuso un cilicio y una corona de alambre de púa, con la cual la infortunada se estranguló al final de la obra. ¡Y lo mal que trató este cura a esta marquesita! ¡Hasta la tiró al suelo violentamente! Poco creíble, me comentaron, que el clero de la España franquista se porte así con una aristócrata pecadora, pero aristócrata al fin. En una escenografía abstracta este tipo de comportamientos podría ser convincente, pero si el director de escena elige materializarlo todo en una época histórica determinada, las cosas cambian. En este caso no queda más remedio que convencer con un verismo fiel a la época que se quiere representar. De lo contrario, se desvencija el mensaje político elegido como vehículo fundamental de una regie.
De cualquier manera, mi curiosidad se centró en interrogarme sobre cómo haría Bieito hacer progresar a este clérigo que él había decidido presentar como un sádico pero que cierra la obra como un emblema de humanidad y compasión en el terceto final. Mis expectativas no fueron satisfechas porque, después de presentarlo como tan siniestro, Bieito dejó tranquilo a un Padre Guardiano que no hizo sino aparecer y desaparecer hasta el final como podría haberlo hecho en una regie de Zefirelli. Tal vez hubiera sido más acertado no presentarlo con tan 'mala leche' al comienzo. Mal que les pese a los anticlericales viscerales, hay, créase o no, curas buenos y compasivos. Y el Guardiano que el anticlerical Verdi supo crear con su inmenso humanismo es uno de ellos. Si el regisseur no resistía la idea de afearlo, creo que le hubiera salido mejor ponerlo como obsecuente antes que como torturador frente a una aristócrata arrepentida.
Otras deficiencias para mí hasta ahora desconocidas en Bieito fueron la distancia entre personajes y la falta de detalles en algunos momentos claves: Alvaro y Carlo están lejísimos uno del otro cuando el primero le confía sus objetos personales y la escena es tan oscura que ni Carlo ni el público pueden ver demasiado. El final, inteligentemente ubicado como la culminación de un círculo dramático junto a la mesa inicial, ahora con la sillas despatarradas por la fuerza del destino, es malogrado por los personajes dando vueltas alrededor de la mesa sin siquiera tocarse el uno al otro. ¿Es que no hubo tiempo para afinarlo todo con una culminación digna de aquel principio que parecía tan prometedor? Sólo Curra logra progresar a una risueña culminación. Esta mandamás se las arregla para seguir figurando en todas las escenas colectivas y ¡aquí sí que vemos un personaje nítidamente perfilado!, a partir de sus maquinaciones iniciales hasta su triunfo durante la escena del rataplán que la muestra con una estola de visón y una verdadera Doña Collares cargada de perlas. Es en esta escena que el talento del regisseur suma un momento antológico más a su carrera, no solo en el rataplán que acompaña las ejecuciones sino en esa tarantela que el coro baila y canta con una irresistible mezcla de regocijo y salvajismo.
Junto a Wilson se destacó Anthony Michaels Moore como un Carlo de Vargas de voz algo seca pero intensa en expresividad, aún frente a la imposible traducción al inglés que torturó los oídos de quienes conocen el original. Sus apariciones finales como un quasi monstruo sangrante y enajenado por su obsesión de venganza hubiera merecido un tratamiento más detallado en su interacción con Alvaro. Gwyn Hughes Jones lo cantó con voz de robusta densidad, aún cuando a veces afeada por un color demasiado abierto, casi al borde del calado, en su aria del tercer acto. James Creswell (Padre Guardiano) alternó su sadismo clerical con una expresión vocal correctamente articulada. Similarmente convincentes fueron la Preziosilla de Rinat Shaham y el Melitone de Andrew Shore.
Al frente del coro y la orquesta de la casa, su flamante director artístico, Mark Wigglesworth, reafirmó los talentos demostrados en su debut en Lady Macbeth de Shostakovich con una lectura verdiana a la vez enfática y sensible. Muy acertadamente la ENO incorporó la obertura original de San Petersburgo en lugar de distraer la atención del público con la desmedida pieza de concierto compuesta para la versión revisada.
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