Discos
Tutta Moffo
Raúl González Arévalo
El caso de Anna Moffo no deja de suscitar cierta tristeza. Jürgen Kesting ha titulado sus notas introductorias “La maldición de la belleza”. Sin embargo, la valoración de su legado discográfico es más complejo que el papel que tuvo su recordada belleza física en su carrera, y se puede explicar en términos exclusivamente musicales.
La fama de Anna Moffo se debe en gran medida a su carácter icónico como soprano americana: ya se sabe, lo americanos necesitan tener “la gran novela americana”, “la novia de América” y otros referentes sobre los que asentar los pilares de sus aportaciones a la cultura occidental, cuyo pivote fundamental es el cine. Después de Lily Pons, importada de Francia como reina del Met, y antes que Beverly Sills, que encarnó como ninguna el papel icónico al que me refería, la hija de inmigrantes italianos nacida en Pensilvania cogió una fama desproporcionada, ayudada por su presencia en el nuevo medio de difusión y popularidad en el que se había convertido la televisión. Tampoco fueron ajenos unos inicios de carrera brillantes, que la llevaron a grabar con Emi gracias a la atención que le prestó Walter Legge, y con el que consagró el que es su mejor retrato discográfico: la Susanna mozartiana.
Anna Moffo fue básicamente una buena soprano lírico-ligera, dotada de un timbre bello y una voz luminosa, gobernada por una técnica sólida, una entonación firme y una excelente musicalidad. Su dominio de la coloratura era suficiente, sin ser brillante, como prueban sus integrales de Gilda y Lucia di Lammermoor. Tenía una buena dicción tanto en italiano como en francés, y un acento vivaz. A pesar de ser tildada -como tantas otras– de ser “la nueva Callas”, en realidad sus interpretaciones carecían de la capacidad de introspección y la actuación dramática de la griega, no obstante la búsqueda ocasional de colores más oscuros y un acento participativo, como muestra la selección de Manon Lescaut.
El problema de Anna Moffo no fue ninguna maldición de su belleza. Fue una mala elección de repertorio que condujo a una decadencia vocal prematura, como revelan sus últimas grabaciones y algunas apariciones tardías en la televisión americana, de triste recuerdo. Y algunos de estos recitales ponen en evidencia el camino errático, salvado por haber sido grabados en el momento más fulgurante y de mayor esplendor de su carrera, el lustro de 1960 a 1965.
El recital con el que se presentó en solitario la muestra bien encaminada, con elecciones clásicas para su tipología vocal: Margarita, Mimì, Dinorah, Micäela, Semiramide, Liù y Lakmé. Los dúos con Sergio Lanfranchi colman el gusto americano por el musical y la opereta. Y con el monográfico de Verdi comienzan las primeras perplejidades: si la coloratura del bolero de I vespri siciliani lo han cantado muchas ligeras que no han abordado íntegro el papel de Elena, y Giovanna d’Arco (cavatina) entra dentro de sus posibilidades, más que Desdemona (“Canción del sauce”), entramos en terreno pantanoso con Leonora del Trovatore (“D’amor sull’ali rosee”), Amelia del Boccanegra (“Come in quest’ora bruna”) y Elvira de Ernani (“Ernani involami”), mientras que queda directamente fuera de juego con Aida (“O patria mia”). Es verdad que la soprano aún no fuerza su voz, que aborda las arias con sus medios de lírico-ligera, que no busca un espesor en el centro y una solidez en los graves de los que no estaba dotada. Pero ¿para qué entonces?, ¿capricho?, ¿o búsqueda de un repertorio más “popular”?
La peligrosidad de la senda emprendida se pone de nuevo de manifiesto con el doble álbum A portrait of Manon, con extractos de la Manon massenetiana (y dos pistas de Le portrait de Manon) y pucciniana. Se trata de una empresa que ninguna soprano ha plasmado en disco: Caballé grabó el Puccini, pero sólo tiene Massenet en vivo desde Nueva Orleans; igualmente Freni inmortalizó dos veces la heroína pucciniana, pero la massenetiana la tiene en directo, en italiano, en una edición muy cortada, junto a Pavarotti nada menos. Por el contrario, a la Moffo le sienta mejor la francesita, que le cae como un guante. Ya que no la grabó íntegra se agradece esta selección que cubre la práctica totalidad del papel, teniendo al lado nada menos que el Des Grieux de Giuseppe di Stefano, del que había registros en vivo en italiano de su debut en la Scala junto a Mafalda Favero (selección en Myto, 1947) y en Nueva York con Licia Albanese (Walhall, 1951), pero no en francés. La cantante es prudente en Puccini aunque fuerza un tanto los medios para sonar con una voz amplia y oscura. Los límites del instrumento son evidentes en los momentos más dramáticos (“Sola, perduta, abbandonata” en particular), y aunque vocalmente no puede ser satisfactoria, no es menos cierto que su propuesta especular es ciertamente interesante y Flaviano Labò le da réplica adecuada, lejos del canto estentóreo que Del Monaco impuso como modelo para el papel en esos años.
El murciélago se presenta en una selección en inglés, siguiendo una tradición ampliamente arraigada en el mundo anglosajón, como revelan por ejemplo varias grabaciones en directo con Joan Sutherland. Evidentemente el resultado parece más cercano al musical que a la opereta, pero Rosalinde conviene a sus medios, Richard Lewis es un elegante Eisenstein, y Risë Stevens recuerda por qué fue tan celebrada en los escenarios americanos, para bien y para mal. El mundo de musical sigue presente con One night of Love, con canciones de diversos autores entre los que destacan Hammestein y Coward.
Sin embargo, si de canciones se trata, una grata sorpresa la reservan los Chants d’Auvergne de Canteloube, completados con el “ária” y la “dança” de las Bachianas brasileiras de Villa-Lobos y el Vocalise de Rachmaninov, una de las joyas de la caja, junto con las canciones de Debussy (Cinqs poèmes de Baudelaire, Fêtes galantes, Chansons de Bilitis). El ciclo francés culmina con las heroínas de la ópera francesa, aunque aquí comparecen de nuevo algunas elecciones erráticas de repertorio. Así, junto con una Marie de Donizetti, Ophélie de Thomas, Alice de Meyerbeer, Juliette de Gounod y Leïla de Bizet, sobre las que poco hay que objetar, salvo la preferencia personal, aparecen papeles más pesados como la Salomé massenetiana, o que directamente pertenecen al ámbito de la soprano corta o mezzo aguda como Charlotte de Massenet y Marguerite de Berlioz. Sin llegar a las perplejidades de Carmen -no son encarnaciones integrales- sin duda constituyen lo menos satisfactorio del recital.
Los dos últimos discos son recopilatorios de integrales, el primero con momentos solistas y el segundo con dúos junto a Cesare Valletti (¡como Pinkerton!), Flaviano Labò (Des Grieux), Carlo Bergonzi (Edgardo y Rodolfo verdiano), Richard Tucker (Alfredo Germont), Alfredo Kraus (duca di Mantova), Giuseppe di Stefano (Des Grieux). Aunque en su día fue una celebrada Euridice, Lucia, Violetta, Gilda e incluso Mimì, sus interpretaciones han envejecido mal y suenan irremediablemente obsoletas, a diferencia de sus tenores, que resisten mejor el paso del tiempo. La Moffo no deslumbra como virtuosa (la competencia es dura) y tampoco el aspecto dramático está tan desarrollado como en otras intérpretes de esos papeles. Apenas diría que mantiene vigencia su Luisa Miller. Ahora bien, se trata de testimonios muy valiosos de una época, de una manera de hacer ópera y de un contexto lírico muy concreto, el americano. En este sentido se trata de aportaciones insustituibles.
En definitiva, el oyente se encontrará de un retrato completo de la artista, a pesar de ausencias notables, desde su Mozart sobresaliente (grabado para Emi integralmente en los inicios de su carrera internacional) hasta su Thaïs crespuscular. Aunque han hecho bien en no incluirla -realmente nada aporta a su carrera y su recuerdo– para centrarse en el recuerdo de los mejores años de una intérprete no siempre respetada hoy día, independientemente de que su fama pueda parecer sobredimensionada volviendo la vista atrás con perspectiva.
Comentarios