España - Madrid

Eschenbach y la energía de Washington

Jonay Armas
miércoles, 2 de marzo de 2016
Madrid, jueves, 4 de febrero de 2016. Auditorio Nacional. National Symphony Orchestra (Washington D.C.). Christoph Eschenbach, director. Christopher Rouse: Phaethon para gran orquesta. Franz Schubert: Sinfonía No. 7 en Si menor, D. 759 "Inacabada". Johannes Brahms: Sinfonía No.1 en Do menor, Op.68. Serie Barbieri (B7) de Ibermúsica.
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Es frecuente olvidar que el concierto también es una experiencia visual. Para el espectador de a pie, para el público ocasional, puede suponer la primera oportunidad de encontrarse con un instrumento concreto, descubrirlo por primera vez. La espectación ante la enérgica Phaethon (1987) de Christopher Rouse, con una legión de insólitos instrumentos de percusión, parecía estar en la presencia de los instrumentos en sí, lejos de la propia música. Las cabezas se inclinaban y el público de los pisos superiores intentaba asomarse para contemplar el golpe de hammer con el que terminaba la obra, a la manera de la Sexta Sinfonía de Mahler. La obra, inspirada en el mito griego del hijo de Helios, bebe de la rítmica propia del rock y utiliza a los trombones para inspirar el movimiento del carro tirado por el personaje durante la leyenda. Eschenbach y la orquesta americana parecían entregados con la partitura, como si en cierto modo se sintieran embajadores de esta música en territorio extranjero.

A pesar de las grandes dimensiones de la plantilla orquestal y de su descomunal sonoridad, Eschenbach huía de toda espectacularidad gratuita, tratando a esta y al resto de interpretaciones que le seguían con una inusual ligereza. La Sinfonía "Inacabada" de Schubert se caracterizó por una paladeada búsqueda de los timbres propuestos por la partitura y de los niveles a los que funcionaban las distintas familias orquestales, si bien el director no renunció en ningún momento a unos tempi nada prudentes, lo que recordó al ímpetu con el que la formación había ejecutado Phaethon, como si aquella energía arrastrase a los músicos hacia el resto del repertorio.

Lo mismo ocurrió con una ejemplar visión de la Primera Sinfonía de Brahms, matizada y tratada a la manera de gran monumento histórico, aún cuando Eschenbach se acercaba al territorio más emocional de la obra. Al impecable movimiento final, preocupado por subrayar la belleza de su arquitectura compositiva, le siguió una ovación tan sentida como la lectura del director alemán.

 

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