Francia
Otra cosa es en concierto
Jorge Binaghi
No sólo se ha tratado de la confirmación de que las óperas en concierto pueden figurar dignamente -y con ventaja- sobre las más ‘naturales’ (¿) versiones escénicas. En este caso, y pese a que el libreto de Romani sobre una nadería es bueno (sí, es bueno), no tener que hacerle frente a una versión caligráfica (que si no es al milímetro cae en lo kitsch y lo ridículo) o, peor casi, a una versión ‘modernizada’ que busque hacerse ‘perdonar’ (y termina siendo más ridícula aún), no sólo es un alivio. Sobre todo, permite disfrutar las delicias musicales (con perdón, el belcanto las tiene y no sólo las del difícil virtuosismo hueco) y el indudable genio dramático que a ‘Vincenzino’ le permitía superar la endeblez de libretos (I Puritani) o de argumentos (este mismo caso que hoy nos ocupa).
El ciclo de este bellísimo teatro tiene su razón de ser en este tipo de conciertos (aunque en otros la ‘grandeza’ de las voces -en cualesquiera de sus acepciones- sea materia más que opinable).
La Orquesta de Cámara de París es una formación formidable y envidiable (con 43 instrumentistas no le envidia nada a una sinfónica ‘tradicional’). El coro ‘Les Cris de Paris’, salvo ‘gritos’, lo tiene todo, y se luce en cada instante de su actuación y no sólo en sus dos ‘grandes momentos’ al principio de cada acto.
Franklin es un director que conoce bien el repertorio (véase su actuación reciente en el Otello rossiniano de Barcelona); otra cosa es que haya parecido por momentos empecinado en ‘elevar’ el género de una ópera que no es seria, ni mucho menos trágica (tipo Norma, digamos), y entonces haya pecado de algo de énfasis innecesario. Pero todo estuvo, salvo este aspecto y algunos tiempos demasiado lentos, en su sitio. Y un maestro para el belcanto no es sólo un especialista, ‘maestro de capilla’, y punto y lo único necesario (ahí está Muti, o el joven Abbado en sus Capuletti, para desmentirlo; lástima que en general, como no se ‘lucen’ -¿no se lucen, de veras?-, o tienen preconceptos sobre el género, las ‘grandes batutas’ -tampoco siempre tan grandes- lo eviten).
Pero es cierto que si una ópera de belcanto triunfa o cae lo debe al nivel y adecuación de sus cantantes (algo que no siempre se recuerda por parte de los teatros y sus responsables), y no hay director de escena, ni siquiera musical, que pueda hacer nada contra eso.
Los dos roles masculinos menores no fueron bien resueltos (en particular, el de Alessio, que cuando no era inaudible hacía desear que lo fuera), pero el resto tuvo o bien su interés o bien un nivel elevadísimo.
Kelly tiene posibilidades, es joven y bella, y una mezzo por su timbre, pero aún debe desarrollar y trabajar más esas potencialidades.
Michel es una de esas jóvenes cantantes que están surgiendo, que ya ha cosechado éxitos, y éste ha sido uno más, y rotundo. Lisa es un personaje antipático, pobres seconde donne. Ella hizo el máximo con un timbre poco personal, pero de volumen y extensión apreciables, buena técnica, y así tuvo su momento de gloria en el aria del segundo acto, pero estuvo siempre muy presente y todo parece augurarle un buen porvenir.
Ulivieri es, en este aspecto, un veterano, y ha tenido unos principios estupendos y luego un desarrollo algo menos espectacular, con baches. Este mismo personaje el año pasado en Barcelona, sin ser malo, fue pálido y olvidable. Aquí, por suerte, estuvo vocalmente impecable, con más color y volumen, aunque parece que la parte no lo inspira particularmente, y así todo ese caudal de melancolía de que es capaz Bellini y que atraviesa su gran escena de salida fue apenas visible (o audible). Nadie pide (bueno, yo sí) que renazca Cesare Siepi, que era capaz de conmover a una piedra ya en el ‘simple’(¡!!) recitativo, pero que la cabaletta ‘Tu non sai’ tenga ‘sólo’ su valor musical y no el sentimental es lástima. Y, para no llorar sobre el pasado, cada vez que Pertusi (que ciertamente no es Siepi, pero un excelente bajo y gran artista) lo ha interpretado, este peculiar Conde Rodolfo (entre mujeriego, aventurero y capaz de bondad y nostalgia) salía redondo.
Pero, claro, sin los dos enamorados no hay Sonnambula que salga redonda. Y salió. El nuevo ídolo nacional entre las coloraturas respondió a las expectativas. Devieilhe es muy joven, simpática, bonita, tiene buen italiano, dice bien, y como toda coloratura francesa que se respete tiene, junto a un grave escaso, una extensión en la zona aguda descomunal. Canta con una técnica espectacular, y ejecuta todo tipo de ornamentos y agilidades de modo formidable, y sus messe di voce son magníficas. Tal vez -pecado de juventud- disfrute demasiado regodeándose en mantener las notas más extremas, pero eso mismo le vale una respuesta enfervorizada de la sala. Para quien guste de comparaciones o ‘rivalidades’ tal vez se la pueda comparar con la Dessay, o con la Pons, o con la Robin. Yo creo que no hace falta aunque cada uno puede preferir a alguna de esas damas o a la recién llegada. Materia de gusto, en parte. Habría que tomar nota por nota, frase por frase para decidir con algo más de objetividad. Y en cuanto a carisma, esta joven tiene el suyo sin duda.
A mí, personalmente, quien más me impresionó en conjunto, fue el ‘conocido’ (y no por eso menos elogiable) Osborn. Hacía mucho que no veía un Elvino de tamaño nivel. Y considerando que no estaba en una de esas noches en que la voz parece salir sola sin esfuerzo, que su timbre nunca ha sido privilegiado frente a otros, diré que de los últimos que he escuchado en vivo me tengo que remontar al debut de Rockwell Blake en Barcelona (con un color mucho más ingrato y una técnica más espectacular) para poder establecer una comparación real. Osborn empezó a lo grande, con un ‘Prendi’ (y el recitativo precedente, porque es un especialista de los recitativos -que son importantes y con él recobran todo su valor, vocal y expresivo) que le fue justamente ovacionado, siguió con una participación ejemplar en el gran dúo ‘Son geloso’ (cuyo final bordó de modo increíble) y remató de forma colosal el final del primer acto. En el segundo se hizo visible la incomodidad leve o falta de facilidad, especialmente en el volumen y duración de los sobreagudos -alguno lo eludió, pero así y todo fue capaz de sentar cátedra en su escena del primer cuadro y en particular en esa reina de las ‘cabalette’ (aquella que Verdi exhibía como ejemplo del porqué musical y dramático de este tipo de fragmentos tan criticados ya en su época- y remataba diciendo ‘anche le cabalette!’ cuando él ya no las escribía o lo hacía de forma ‘disimulada’) que es ‘Ah perchè non posso odiarti’. Teatro lleno y en fiesta permanente.
Comentarios