España - Madrid
El amor brujo: el fuego y la palabra
Carmen Noheda

Desde la óptica escénica, la primigenia concepción de El amor brujo, Gitanería en un acto y dos cuadros (1915) de Manuel de Falla, resulta ser uno de los puntos de creación más experimentales de la primera mitad del siglo XX en España. Su rastro, que puede seguirse a lo largo de la historia con mayor o menor infortunio, sigue encerrando indefiniciones. Si la Gitanería constituyó uno de los primeros actos de vanguardia escénica española, hoy en día la obra se mantiene vigente al huir de impresiones folcloristas estereotipadas, hacia “un folclore más imaginario que real”. Su éxito dentro de la estética costumbrista queda oculto ante la sutileza de la orquestación, la expresión gráfica y sensorial de elementos musicales perfectamente trabados junto al sentido del drama desde el compromiso con las técnicas del cante jondo. Ante estas cualidades se invalidan añadidos superfluos, al igual que se critican supresiones que alejen el resto de disciplinas artísticas, si se pretende escenificar la primera versión original sin contagiarla con incoherentes significados.
El magnetismo comercial de la Fura dels Baus despliega una propuesta actualizada de la obra en El amor brujo. El fuego y la palabra. El director de escena y escenógrafo, Carlus Padrissa reivindica en esta producción la figura de María de la O Lejárraga a través de un ambiguo espectáculo personal que dota a la obra de nuevos conceptos dependientes de un collage que trocea innecesariamente la idea inicial de sus creadores. Se agregan a la música de El amor brujo otras obras de su autor, como el primer movimiento de Noches en los jardines de España, En el Generalife; la introducción de El sombrero de tres picos y la Danza Española de La vida breve. Esta (des)composición intercala proyecciones de los años treinta del cineasta granadino José Val del Omar (1904-1982); una incursión respetable a la que se une el uso de recurrentes principios escenográficos y narrativos que priorizan lo visual y, en definitiva, apartan la danza a un plano más allá de lo secundario.
Bien es cierto que la brevedad de El amor brujo supone un problema que no termina de salvarse. Así, no es de extrañar que tras la introducción orquestal, la representación se abra con una improvisación de baile y guitarra que poco tiene que ver con la concepción original de 1915. Las imágenes de fuentes granadinas, los giros dancísticos y un breve taconeo al ritmo de la música generan curiosidad de la manera más comercial posible, si además la trama continúa con un paseo más que anecdótico de la cantaora Esperanza Fernández junto al Gitano trajeados de novios por el primer anfiteatro, suceso que se repite también en el Romance del pescador. A pesar de romper con la cuarta pared del escenario, el resultado únicamente se transmite por cuestiones de visibilidad a ciertas franjas del público, por lo que incomoda más que invita a adentrarse en el desarrollo de la historia.
Aunque la sonoridad de la guitarra queda implícita en la orquestación falliana, en este caso, el instrumento se incluye escénicamente como elemento conductor de la trama. A pesar de ser un añadido superfluo, la guitarra de Miguel Ángel Cortés consiguió salvar el espectáculo y resultó ser una bisagra eficaz entre las diferentes secuencias al lado de Esperanza Fernández. Innecesario es, sin embargo, el sonido de cajón flamenco, que poco o nada tiene que decir más que servir de guía a los pasos de los conjuntos formados por el cuerpo de baile, coreografiado por Pol Jiménez. La organización espacial de los bailarines y el coro de movimiento, interpretado por alumnos del Conservatorio Profesional de Danza “Carmen Amaya” de Madrid, fue correcta a pesar de alguna que otra falta de sincronía. Por mucho que la idea de la imperfección y el caos pretenda ser transmitida, el planteamiento escénico pedía un riesgo mucho más allá de sortear el fuego y los charcos.
La estructura móvil donde los personajes se esconden, mecen y se cuelgan en arneses mantiene la identidad de la Fura, con el desfile de tramoyistas manchando la escena al montar, desmontar y mover los elementos, a veces, con demasiado ruido en momentos en los que un solo de violín o de trompa requerían una breve espera. La potencia visual y sonora del escenario lleno de agua tras la Canción del amor dolido, además de reflejar indirectamente las imágenes proyectadas de Val del Omar, deviene efectista al transmitir cómo salpican los pasos, sobre todo, en el taconeo de los bailarines ataviados con una fastuosa indumentaria. Un juego mucho más llamativo que las llamaradas de fuego lanzadas por unos lentos artilugios que parecían luchar contra la fuerza que la propia música asigna a la Danza del fin del día.
La mayoría de las representaciones de El amor brujo ponen en debate la disposición completa de sus componentes, provocando incongruencias en cuanto a la escenografía o la distribución instrumental. El desenlace acaba por cuestionar la autenticidad de la creación concebida por Falla, al recurrir, de manera más o menos accidentada, a personales amplificaciones de la obra, alterando su integridad. La Fura se sirve al menos de elementos visuales para completar la acción, por medio del hipnotismo de la luz, la energía física de los movimientos corporales, el fuego y el agua, aunque se queda a medias, con una acogida fría que aplaudió especialmente la actuación de Esperanza Fernández y el guitarrista, sin duda lo mejor del espectáculo. A pesar de la intencionalidad y la aproximación a un contenido imponente en la puesta en escena, la firma de la Fura queda aligerada y solo se salva al proponer un Amor brujo no necesariamente coreográfico, como la Gitanería de 1915. “¡Soy el fuego en que te abrasas! / ¡Soy el viento que suspiras! / ¡Soy la mar en que naufragas!”…esperemos que algún día la Fura recupere su controvertido halo inicial y, como sus arquitecturas escénicas, no se quede vacía y hueca.
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