Reportajes
36 Festival de Guitarra de Córdoba: sublime Gallén
José Amador Morales

La trigésimo sexta edición del Festival Internacional de la Guitarra de Córdoba se ha caracterizado por un aumento de la oferta concertística, después de varios años de evidente repliegue presupuestario (por otra parte, sabiamente administrado pues nunca se perdieron esencias ni peligró el futuro del festival en ningún sentido) al mismo tiempo que un incremento considerable del número de espectadores. Si, al menos en el apartado estrictamente clásico, se ha pasado de cuatro a ocho conciertos con respecto a la edición anterior (diez si consideramos la fusión estilística de los protagonizados por Muthspiel-Girgoryan-Towner y Yamandú Costa), la respuesta del público ha aumentado casi un 10% considerada en términos globales, según datos ofrecidos por la organización.
Al igual que los tradicionales cursos formativos y masterclasses ofrecidos en sesiones matinales por los mismos artistas que por las noches ofrecen lo mejor que su repertorio y que han aglutinado a alumnado procedente de casi 150 nacionalidades distintas.
Solistas a la guitarra: Gallén, Gallén, Gallén…
A pesar de que su recital tuvo lugar ya durante la segunda semana de festival, vamos a empezar por la actuación realmente histórica, adelantémoslo ya, de Ricardo Gallén (11 de julio). Sus últimas participaciones en el festival cordobés son recordadas como experiencias únicas (2007, 2008 – en Mundoclasico lo titulamos como “El festival de Gallén” –, el memorable “todo Bach” de 2012 o 2013). En esta ocasión interpretó un programa bellísimo, plagado de obras latinoamericanas muy conocidas por los guitarristas: Piazzolla (Invierno porteño), Villa-Lobos (Preludio nº1 y Scherzino-Choro), Antonio Lauro (Tres valses venezolanos), Agustín Barrios (La Catedral, Valses op.8 nº3 y 4), Leo Brouwer (Suite II o Sonata nº4 “del pensador” de la que el propio Gallén es dedicataria). Obras que aúnan en sí mismas didáctica técnica y una enorme musicalidad como bien reivindicó el guitarrista linarense. Curiosamente, este tipo de obras han sido muy escasamente interpretadas en el marco del festival, probablemente por el afán de ofrecer un repertorio más innovador y original por parte de los guitarristas. ¿Acaso La Catedral de Agustín Barrios, una de las obras más hermosas que jamás se hayan compuesto para guitarra, no merece escucharse más a menudo?. Pero vayamos a lo sustantivo. Precisamente, en manos de Gallén, la celebérrima obra de Barrios fue uno de los momentos mágicos de la velada en donde técnica, expresión y ese algo más que sólo está al alcance de muy pocos alcanzaron un equilibrio sublime. Como lo fue su Lauro (hermosísima su Natalia), su comunicativo Brouwer de referencia o esa versión única y hermosísima donde las haya de Recuerdos de la Alhambra de Tárrega, tantas veces maltratada, aquí ofrecida como bis final. El público sucumbió ante semejante prodigio interpretativo y, como suele acontecer con este inmenso artista, los silencios tras las notas finales de cada pieza se fueron alargando conforme transcurría la velada, lo que daba cuenta de la simbiosis entre público-artista-música. Desde luego, se hace necesario “fichar” a este inmenso artista y contar con él cada año, como sucede David Russell y Manuel Barrueco. Gallén además es “de la casa”, como él mismo no tuvo reparo en recordar, pues creció académicamente al amparo del Conservatorio “Rafael Orozco” a escasos metros de este Teatro Góngora…
Si el de Gallén fue el programa clásico más bello de la presente edición, el de David Russell (8 de julio) fue el más interesante. El guitarrista escocés, que nos obsequia año tras año con su visita al festival, se esfuerza en ofrecer siempre algo nuevo y atractivo. En esta ocasión dedicó toda la primera parte a sendas transcripciones de suites de Johann Kuhnau, el antecesor de Johann Sebastian Bach en su puesto en la catedral de Leipzig, así como a una atractiva versión de un cuarteto de Arriaga (Variaciones sobre el tema “La húngara”) y toda la segunda a obras de Enrique Granados (Valses poéticos, La maja de Goya, Danza española nº10) en el centenario de su óbito. Si en aquella Russell ofreció toda su maestría deleitando a la sala con cada adorno barroco, caracterizando esencialmente unos u otros movimientos y resaltando contrastes rítimicos, su Granados rezumó poesía y un sonido realmente hermoso. Es cierto que hubo dos o tres momentos en el que hubo algún que otro tropiezo que impidió una limpieza deseable, seguramente debido más a dificultades en la visualización en tiempo real de las partituras mediante una tablet digital situada en su atril. Pero si no fue el Russell más perfecto, sí fue el más genial. Como bises, obsequió una inevitable Danza nº5 de Granados, la cantiga Al ondas que eu vin ver de Martín Codax y su sobria aunque contundente versión de la Gran Jota de Tárrega.
Manuel Barrueco (3 de julio) abrió el programa clásico con un concierto muy cuidado y coherente como pocos. Seis de las Danzas españolas de Granados ocuparon la primera parte (en claro homenaje por la efemérides antes comentada), mientras que Sor y Falla (La noche, Canción del fuego fatuo, Romance del pescador, Danza del molinero) lo fueron en la segunda, con Turina (Ráfaga, Soleá) en dos de los tres bises. Acaso su interpretación, musicalísima y de atractivo fraseo, de las Variaciones sobre un tema de Mozart op.9 y las Variaciones sobre Las Folías de España y un Minuet op.15 fueron lo más redondo de una velada en la que asistimos a un Barrueco no tan limpio en la ejecución como siempre y algo escaso de intensidad especialmente en Granados y Falla. En cualquier caso, cosechó un éxito incuestionable y remató la velada con un inolvidable El testament d’Amelia, en la famosa versión de Miguel Llobet para el recuerdo.
Por su parte, Francisco Bernier (13 de julio) logró ofrecer la velada más conmovedora de todo el festival. Más que concierto, su programa estaba diseñado como música incidental en directo sobre la proyección de Luces de ciudad de Charles Chaplin. Un tipo de espectáculo musical que últimamente suele estar teniendo cierto auge, más con orquestas que a nivel solista, y que también, hay que decirlo, suele ser motivo de resultados bastante mediocres. No fue en absoluto el caso de Bernier quien, en base a un selección de obras realizada con intuición e inteligencia, logró un equilibrio extraordinario entre un rico sonido y un peso expresivo lo suficientemente evocador como para enfatizar las imágenes de la inolvidable película de Chaplin. En definitiva, un evento guitarrístico muy atractivo que será difícil de olvidar y que esperemos no sea el último de este tipo.
Desafortunadamente el prometedor programa de Eliot Fisk (9 de julio) formado por las respectivas transcripciones de las Suites para violonchelo nº1, 3, 4 y 6 de Bach (tras unas introductorias Variaciones sobre el aria de La Frescobalda de Frescobaldi) devino probablemente en uno de las experiencias musicalmente más decepcionantes a las que quien esto suscribe haya asistido. Es conocido el aparatoso virtuosismo del guitarrista americano y así lo ha demostrado en anteriores visitas al festival. Sabíamos además que la ortodoxia no es lo suyo. Pero maltratar la música de Bach hasta ese extremo deviene en casi un sacrilegio: sonido continuo metálico y desagradable (mano derecha inmóvil y permanente a la altura del puente), inexistencia de una línea de canto comprensible, sensación de barullo sonoro y de avance melódico a base de sucesivos atranques-empujones, etc. No es que Fisk tuviese un mal día, que indudablemente lo tuvo y de ello dan cuenta sus numerosos enganches (ante alguno de ellos no ocultaba su malestar), sino que su propia transcripción resultaba antimusical y parecía dejarlo técnicamente en evidencia. Hubo espectadores que abandonaron el teatro durante el descanso, tal vez conscientes de que definitivamente Bach no acudió a la cita…
En cuanto a Carles Trepat (12 de julio), regresó al festival con su acostumbrado estilo riguroso y académico, ofreciendo un programa centrado en la guitarra española de principios del siglo XX, en cuyo repertorio es especialista. La primera parte estuvo compuesta por obras de Granados (Canción Árabe, Mazurca ‘Chopin’), Llobet (Preludio en re mayor, Cuatro canciones populares catalanas) y Albéniz (Zambra granadina), mientras que la segunda la dedicó por completo a Enrique Granados (Dedicatoria, Danzas españolas nº5, 10, y 7 y La maja de Goya). Cierta tensión auditiva se apoderó del ambiente debido al sonido enormemente débil de su guitarra, seguramente una Antonio de Torres. La frialdad expresiva escondida bajo su innegable precisión estilística sólo fue vencida en el tramo final del concierto, especialmente en sus dos versiones de célebres coplas españolas.
Está claro que el “fenómeno” llamado Yamandú Costa (15 de julio) estaba llamado a recalar antes en un festival de guitarra como el de Córdoba. Él mismo reconoció su satisfacción de poder participar finalmente en el mismo. Debido a su exotismo, tanto musical como presencial, resulta muy difícil encuadrarle en un género concreto. Algo agravado por sus exagerados movimientos en escena, el demencial exceso de volumen (“como a mí me gusta” afirmó), sus estentóreas y nada discretas afinaciones, el telmo con mate que tomaba entre una y otra pieza, algunas de sus declaraciones hasta cierto punto políticamente incorrectas, etc…Aquí demostró que su desmesurado virtuosismo, por otra parte de extraordinaria naturalidad y de ninguna manera impostado, no está en absoluto exento de limpieza en la ejecución y de cierto interés en el color. Como era inevitable en un músico de esta naturaleza, advirtió que su programa sería improvisado sobre el momento y que no serviría de nada el que se le había facilitado a los asistentes; programa, por otra parte, algo monocorde y compuesto por ritmos de su Brasil natal así como por formas en mayor o menor medida vinculadas a la música latinoamericana en general y al choro en particular.
Eclecticismo en los conjuntos guitarrísticos
Acaso en este apartado fuese la Joven Orquesta de Guitarras de Córdoba (4 de julio) la que se ajustara más a cierta tradición en el ámbito de las orquestas de plectro, si bien está compuesta únicamente por guitarras como su propio nombre indica. Compuesta por unos veinticinco profesores y estudiantes de guitarra y dirigida por Javier Villafuerte, mostró cohesión y aplomo si bien por momentos pareció algo lineal y falta de intensidad expresiva general, especialmente en las obras de Albéniz (Córdoba), Granados (Goyescas), Falla (Danza ritual del fuego, Danza de “La vida breve”) o Piazzolla (Adiós Nonino). Más chispeante resultaron sus versiones de las Danzas cervantinas de Gaspar Sanz y el célebre Fandango de Boccherini así como convincentes en Music for play de Mandonico y Acerca del cielo, el aire y la sonrisa de Brouwer, ambas las únicas piezas del programa escritas para una formación de este tipo. Pero si de intensidad hablamos, qué duda cabe que el concierto alcanzó su culmen con la Sonatina de Moreno-Torroba que contó con la presencia del gran Víctor Pellegrini. El guitarrista argentino ofreció fuera de programa una versión trepidante del Preludio nº1 de Villa-Lobos.
El European Guitar Quartet (5 de julio) se presentaba con un perfil clásico (todos sus componentes lo son) aunque su programa destiló creatividad y originalidad a raudales. No actuaron como cuarteto durante todo el concierto sino al principio y final de la primera parte con un soberbio Piazzolla (Verano porteño, Concierto para quinteto, “ofrecido por un cuarteto” como ironizaba Dukic al presentar la obra, Fuga y misterio), así como el cierre de la velada con el propio Dirks (Danza non danza, Adiós). Ello permitió disfrutar también de los talentos individuales o duales de los componentes del grupo, entre los que destacaron los probablemente más conocidos: Zoran Dukic con las danzas balcánicas de Bogdanovic o Pavel Steidl, asíduo al festival cordobés, con su impresionante y – por qué no – divertido Paganini. Por su parte, Thomas Fellow (Aggripina, Penelope, Medusa) y Reentko Dirks (Rafa) lucieron su gran capacidad creativa a la par que interpretativa.
Fue muy interesante comprobar el trasfondo clásico de la técnica de uno de los grandes del jazz, Ralph Towner, quien ofreció un concierto acompañado de Wolfgang Muthspiel y Slava Grigoryan, bajo el nombre de las iniciales de los tres MGT (7 de julio). Sus improvisaciones sirvieron más para disfrutar del talento individual de los tres artistas que del resultado colectivo y, en todo caso, la actuación de Towner como “alma mater” del grupo se vio perjudicada notablemente por el un error técnico del propio músico que dejó su guitarra con un sonido lejano (seguramente debido a un exceso de ‘gain’) que sólo fue subsanado en el último tramo de la velada cuando el mismo Musthspiel se lo indicó.
Al margen de la guitarra como elemento protagonista, también merece destacarse el concierto ofrecido por Santiago Auserón y la Orquesta de Córdoba (6 de julio) en el Gran Teatro de Córdoba. Los asistentes, que abarrotaron la sala, disfrutaron de diversos temas de su periodo en ‘Radio Futura’ y ‘Juan Pedro’, presentadas con estéticas diversas que recorrieron desde el blues hasta la guajira. Destacó la aseada labor de Ricardo Casero en la dirección musical y muy especialmente la lograda adaptación sinfónica de Amparo Edo, quien viajó expresamente desde Los Ángeles para presenciar el concierto.
Quilapayún y la tradición trovadoresca latinoamericana
Otro de los eventos más emotivos de la presente edición del Festival Internacional de la Guitarra de Córdoba fue el regreso de Quilapayún (9 de julio) a la ciudad treinta años después. El conjunto chileno, ataviado con sus característicos ponchos negros, se presentó sobre el Teatro de la Axerquía con las habituales guitarras, charangos, quenas, zampoñas y tiples para celebrar su cincuenta aniversario sobre los escenarios. Escuchar a Quilapayún hoy es entroncar de manera directa con toda la tradición trovadoresca chilena, con Violeta Parra, con Víctor Jara (quien colaborara con ellos y hasta los asesorara en sus inicios), etc, y con la latinoamericana en general. No había más que escuchar sus versiones de Plegaria de un labrador, Manifiesto o la bellísima Te recuerdo Amanda del genial Jara para captarlo. O los solemnes y dramáticos compases de la Cantata popular Santa María de Iquique que, desde que fuese compuesta por Luis Advis y estrenada en 1970 ha sido uno de los buques insignia del repertorio del grupo y, por ende, de la llamada “nueva canción chilena”: su profética canción final, (Ustedes que ya escucharon la historia que se contó/no sigan ahí sentados pensando que ya pasó…/ Quizás mañana o pasado o bien en un tiempo más/la historia que han escuchado de nuevo sucederá…), resonó como la máxima expresión de la herencia musical de un país y, por extensión, de un continente.
Musicalmente hablando, Quilapayún hizo gala de una gran cohesión instrumental-vocal así como de la proporción en la utilización de los diversos timbres que acostumbra. Pero sobre todo su si conectó con los presentes fue fundamentalmente en base a la sensibilidad de sus interpretaciones y al fascinante planteamiento polifónico, por momentos extremadamente complejo, de sus voces.
Jornadas de estudio sobre la guitarra: homenaje incompleto a Sainz de la Maza
Bajo el título Los Sainz de la Maza en el contexto de la Generación del 27, Las jornadas de estudio sobre la guitarra este año giraron en torno a las figuras de los hermanos Sainz de la Maza (Eduardo y Regino). Coordinadas por Leopoldo Neri, estuvieron vertebradas por tres conferencias a cargo de Thomas Schmitt (La música de Eduardo Sainz de la Maza y la poesía contemporánea), María Palacios (La música de concierto en la denominada generación del 27 madrileña) y el propio Neri (Los Sainz de la Maza y la Generación del 27: interacciones artísticas en torno a la guitarra). Aportaciones musicológicamente rigurosas y altamente interesantes que, sin embargo y al contrario que en logradas jornadas de años anteriores como las dedicadas a Yepes o Llobet, se vieron incompletas al girar casi exclusivamente en el contexto de ambos artistas, obviando el perfil musical o legado artístico de los mismos. Al finalizar las jornadas, uno sabía más de la relación de Dalí o Lorca con la música que de la carrera, aportaciones concretas o biografía de los Sainz de la Maza, carencia sorprendentemente significativa en el caso de Regino.
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