Reino Unido
Heras Casado y Pappano visitan a la Sinfónica de Londres
Agustín Blanco Bazán

Una indisposición de André Previn permitió el reencuentro en el Barbican de la London Symphony Orchestra con Pablo Heras Casado, un director visiblemente afín con esta suprema orquesta inglesa. De Le Tombeau de Couperin me impresionó particularmente la transparencia y el lirismo de la interpretación. Las texturas del preludio fueron desarrolladas con segura diferenciación entre un oboe y unas maderas sensiblemente precisos, y una sección de cuerdas similarmente expresiva y distendida. La claridad y proporción que caracterizan esta obra fueron redondamente consumadas en la forlane, el minuet y el rigaudón. Raramente confluyen con similar espontaneidad la evocativa brillantez barroca y el sombrío impresionismo de esta pequeña obra maestra.
Particularmente distintivo en la Octava de Dvorak fue, en el Allegretto grazioso, un tiempo de vals liviano pero bien marcado, y desprovisto de esos rallentandi a veces exagerados comunes a otras versiones de esta, la mas bohemia de las sinfonías del compositor. La premonición de los subito piano del adagio, y la variación de dinámicas del Allegro ma non tropo final fueron hiladas como parte de una progresión de unificadora asertividad hacia una extática coda final. Premura y riqueza cromática proveyeron en todo momento el soporte de una narrativa segura y sensible.
Más premura hubiera sido tal vez preferible en una obra de las dificultades del Concierto para violín de Schumann. Ya a partir del primer movimiento fue posible percatarse que Heras Casado visualizaba una interpretación menos urgente y más onírica que algunos de sus colegas. De cualquier manera, la orquesta tocó con la tensión suficiente requerida para sostener con buen color y expresividad en la melodía y el talentoso Renaud Capuçon viviseccionó su parte de solista con conmovedora sensibilidad y precisión. El suyo fue un virtuosismo sin alardes, bien focalizado en la búsqueda de la inquietante intimidad de pasajes como la cantinela del segundo movimiento, o el diálogo con la orquesta en una polonesa menos acentuada y más lenta que en otras versiones pero de cualquier manera convincente en su implacabilidad.
Tal vez menos sutil que Capuçon pero más incisivo en sus détaché es Roman Roman Simovic, el virtuoso concertino de la LSO que días después del concierto de Heras Casado tuvo oportunidad de ser acompañado por su orquesta en el Concierto para violín nº 1 de Bruch bajo la batuta de otro fogoso, Antonio Pappano. Ambos se abalanzaron con una versión de postromanticismo sanguíneo y extremadamente lírico, casi una exageración pero de conmovedor efecto en la famosa melodía del adagio expandida como un maravilloso cantábile.
¡Pena que esta expansividad fue sacrificada en aras de una intensidad a veces excesiva por Pappano en la Sinfonía Alpina! Sin duda, la orquesta exhibió un exuberante virtuosismo cromático, pero todo fue entre forte y fortissimo, o mejor dicho, entre forte y estridente. En contraste con esta bombástica y apurada vena general, hubo poco detalle de diferenciación , por ejemplo en ese larguísimo crescendo que hila los acordes iniciales con el exuberante amanecer. Esta obra es una magnífica evocación del ascenso y descenso de una montaña claramente metafórica de nuestra propia vitalidad de altos, bajos y desencuentros, expresados en veintidós miniaturas de “movimientos” que piden una lectura que los diferencie, pero sin seccionarlos demasiado. Y este fue el principal problema de la versión que comento, en la cual el énfasis primó sobre una fluidez que pide crescendi o subito pianos marcados no como conclusiones sino como fugaces escalones hacia culminaciones que inmediatamente se esfuman en la miniatura siguiente. Pisar demasiado fuerte en esta colección de pequeñas sorpresas e inesperados éxtasis fatalmente resulta en el extravío de este escurridizo sendero straussiano. Pappano y los sinfónicos londinenses subieron y bajaron con segurísima pericia alpinista pero sin haberse preocupado demasiado por experimentar la magia del más maravilloso paisaje existencial jamás compuesto después del Viaje de Sigfrido por el Rhin.
Poca diferenciación de estilo hubo entre la tormenta de la Sinfonía Alpina y la de la Obertura de Guillermo Tell. En esta última obra el talento de Pappano brilló sin sombras o peros, fundamentalmente a través de un perfecto balance entre los tutti y detalles orquestales expuestos con inigualable mezcla de tensión y claridad camerística. Y la sección “pastoral” fue cautivante por su calidez y su moderada acentuación. Tal vez aquí estaba la clave a trasladar a la pastoral de Richard Strauss.
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