Argentina
Imponente, pero no tanto
Carlos Singer
Digno de ponderación el esfuerzo de montar una vez más una partitura con exigencias, en especial en lo que hace al número de quienes de ella participan, descomunales. Para la primera ejecución absoluta (Munich, 12 de septiembre de 1910, dirigida por el autor), que presenciaron Richard Strauss, Arnold Schönberg, Alfredo Casella, Siegfried Wagner, Bruno Walter, Willem Mengelberg, Otto Klemperer, Leopoldo Stokowski, Thomas Mann y Stefan Zweig entre tantos otros, se contó con 500 voces de los coros de Amigos de la Música de Viena y Leipzig, más 350 niños de la escuela central de canto muniquesa; en épocas recientes, Gustavo Dudamel ha tratado de emular (e incluso superar) esas fuerzas tanto en Los Ángeles como en Caracas al unir las dos orquestas (Filarmónica de Los Ángeles más la Simón Bolívar) y agrupaciones corales que en algún caso alcanzaron las 1500 voces.
Aquí siempre se la ha ejecutado en versiones sensiblemente más acotadas. Ésta es la cuarta vez que se escucha en Argentina y tercera en la historia del Teatro Colón, donde Pedro Ignacio Calderón timoneó el estreno local y sudamericano el 29 de abril de 1977, volviéndola a dirigir en 1998, en este caso para la extinta Asociación Wagneriana. En 2010 la abordó Alejo Pérez en el Teatro Argentino de La Plata [leer reseña], versión que se repitió días más tarde (empleando amplificación) en el Estadio Luna Park de la ciudad de Buenos Aires. Desde luego en estas interpretaciones se empleó un contingente de ejecutantes muy grande si uno lo compara con lo que es habitual sobre un escenario pero que, en rigor de verdad, casi nunca llegó a exceder al tercio de ese millar o más del estreno absoluto y que motivó que el empresario muniqués Emil Gutmann designara a la obra como la Sinfonía de los Mil, un sobrenombre que Mahler aborrecía.
A pesar de que el escenario del Colón tiene muy amplias dimensiones, se vio literalmente atiborrado en este caso y tengo severos reparos en lo que hace a los lugares asignados a determinados grupos, dos en especial: el Coro de Niños, cuyo emplazamiento y reducida dotación (menos de 30 voces) hizo que su labor pasase casi desapercibida en los conjuntos y solo tuviera cierta presencia -aunque carente de densidad- en los momentos en que cobra protagonismo y los bronces que tocan fuera de escena justamente por la situación contraria, por tener exagerado relieve: situados en un palco al fondo de la sala y azuzados por Diemecke con gestos que les exigían con claridad más y más potencia, su penetrante sonido preponderó en demasía durante su participación, llegando a sobrepasar por completo a los metales que estaban en el escenario.
La ubicación del Coro de Niños a la que antes hice referencia, entre la orquesta y los Coros, motivó que éstos fueran desplazados algunos metros hacia atrás. Fuentes confiables me informaron que la campana acústica no alcanzaba para abarcar a tantas personas, por lo que también debió ser movida hacia atrás, dejando un espacio libre entre ésta y la caja escénica: estos pueden ser, en parte, los motivos por los que el impacto sonoro de esa gran masa de voces distara de alcanzar un volumen realmente importante; algo parecido sucedió con la sección de metales cuyo quehacer no consiguió adquirir notoria relevancia auditiva. Estos desequilibrios perjudicaron en especial a la primera parte de la obra (el Veni Creator) de escritura más abigarrada y maciza que a la segunda, con largos pasajes de corte camerístico y esa sucesión de intervenciones de los solistas que semeja un encadenamiento de lieder con diferentes instrumentaciones, bien resueltos.
Diemecke fue, una vez más, el gran integrador de tantos elementos disimiles. Junto a su gusto por la teatralidad y a su demagógica alocución previa -en este caso autorizando a la audiencia a aplaudir tras la primera parte, una postura altamente discutible- su profundo dominio de la partitura le permitió ofrecer una visión tan precisa en los detalles, con admirables pianísimos y tonalidades veladas en el inicio de la segunda parte, como poderosa y abarcadora en los momentos más intensos. Un trabajo muy positivo que dotó a la partitura de un discurso fluido en el que lo espectacular de algún fragmento no eclipsó el intimismo de otros o que la masividad no opacó la sutileza, que fue acompañado con dedicación y eficiencia por la Orquesta Estable, convenientemente incrementada con músicos provenientes de la otra agrupación del Teatro, la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires.
Los Coros, dentro de esa cierta opacidad provocada por el alejamiento y los huecos dejados por una cámara acústica inapropiada, cumplieron una labor encomiable, que logró una mayor consubstanciación con la escritura mahleriana en los fragmentos suaves y de hondura expresiva, muy logrados; en los pasajes más vibrantes, su impacto sonoro fue moderado.
El elenco de solistas, integrado por un selecto grupo de destacados intérpretes locales, respondió con suficiencia a lo demandado por la partitura. En la primera parte, donde hay más pasajes en que el canto es grupal, se notaron mucho las diferencias en el caudal sonoro de algunas voces, sobresaliendo la de Guadalupe Barrientos, cuyo instrumento ha ido ganando potencia, densidad y espesura manteniendo la superlativa calidad que la caracteriza; a pesar de ser una mezzo (es habitual que las dos partes que Mahler adjudicó a contraltos sean abordadas por mezzos, ante la notoria carencia de elementos de real valía en esa cuerda) posee un centro y graves con suficiente cuerpo como para afrontar exigencias como ésta con total idoneidad. También se hicieron oír con excelencia dos sopranos francamente en notable estado canoro como son Jaquelina Livieri y Daniela Tabernig -que están acaparando aquí, con toda justicia, buena parte de los roles protagónicos en los últimos tiempos- y Enrique Folger, un tenor que siempre brilla por el lustre y fervor de sus trabajos.
La voz de Alejandro Meerapfel quedó bastante eclipsada en la primera parte, lo que compensó con creces en una muy intensa intervención en la segunda como Pater Ecstaticus, en la que lució belleza tímbrica y musicalidad; algo similar aconteció con Alejandra Malvino, a la que se escuchó mejor como Maria Aegyptiaca que como segunda contralto y con Fernando Radó que pasó casi desapercibido en el Veni Creator pero infundió nobleza al Pater Profundus.
En su breve aparición hacia el final, Paula Almerares logró que el hermosísimo color de su voz (ideal para la Mater Gloriosa) y la finura de su línea de canto disimularan un poco algunos problemillas de emisión que confiamos sean momentáneos.
En suma, un desafío sumamente arduo que se consiguió superar solo en parte.
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