España - Castilla-La Mancha
Voces celestiales para partituras terrenales
Paco Yáñez
En un momento tan delicado en Europa como el que el Brexit representa, pensar en las formaciones corales británicas nos remite al tiempo en que gracias a estos conjuntos buena parte de la polifonía ibérica se investigó y editó por directores y musicólogos ingleses: ese proceso de diálogo cultural que muchos hubiésemos deseado como archipiélago y casa común europea, y no la pugna de intereses que ha propiciado tan decepcionante y abrupta ruptura (porque, lo maquillen ahora como lo maquillen, a lo que asistimos es a un fracaso histórico -reversible, en todo caso- que marcará a varias generaciones: como frustración, a quienes vieron crecer el proyecto de la Unión Europea; como traba y barrera, a quienes pretendan acercarse a las muchas posibilidades que Gran Bretaña representa).
Pero no ha sido hoy la polifonía renacentista española, ni la portuguesa, lo que Robert King y su The King's Consort nos ofrecieron en el marco de la 56 Semana Religiosa de Cuenca. En estos tiempos de despedidas (y/o toma de distancias), lo que el soberbio coro inglés nos presentaba era un repaso a la música coral británica desde finales del siglo XIX hasta nuestros días. Tal y como Robert King sostuvo en sus varias (y muy didácticas) intervenciones entre las diversas partituras para comentar aspectos históricos de las mismas, tras la floración musical que supusieron los Tallis, Gibbons, Byrd, Dowland, Purcell y un largo etcétera, Inglaterra vivió unos siglos auténticamente oscuros en los que a King no le duelen prendas en decir que el suyo era un país «sin música». Es ello algo que afectó (siempre, según Robert King) a la producción musical inglesa de un modo especial en las primeras décadas del siglo XIX, y que encontró su vía de salida a través de los dos primeros compositores tan magníficamente cantados por las veinticuatro voces del King's Consort: Edward Naylor (Scarborough, 1867 - Cambridge, 1934) y Charles Villiers Stanford (Dublín, 1852 - Londres, 1924). En ambos casos observa Robert King una impronta del romanticismo de Johannes Brahms, cuyo equilibrio vocal y elegante pervivencia de las formas clásicas sí es cierto se filtran a estos dos compositores, cuya música marcará la de los restantes creadores programados, señalando rutas inicialmente más compactas que posteriormente el variopinto siglo XX inglés ha ido diversificando hasta alcanzar floraciones corales del calado de las de Brian Ferneyhough, pongamos por caso...
...pero para ello habrían de pasar aún varias décadas, pues en Vox dicentis: Clama (1911) Edward Naylor se sitúa en unas coordenadas bien distintas. Si pensamos en lo que en Alemania y Austria 'sucedió' a Brahms, con los Mahler, Schönberg, Berg, etc. (coetáneos a Vox dicentis), quizás la partitura nos pueda decepcionar, pero ello no resta el que, interpretada con semejante perfección, se disfruten en las voces del King's Consort sus diferentes estratos con una total transparencia e individualización; ya por voces, cuando los diversos pasajes se confían a solistas dentro del coro; ya en unas fugas por cuerdas que han sonado realmente inmaculadas, sin perder empuje y ayudado el coro británico por la buena acústica (al menos, donde yo estaba sentado) de la iglesia conquense.
Mismos planteamientos interpretativos para Charles Villiers Stanford y sus Three Latin Motets, si cabe con mayor énfasis y volumen en la proyección, así como con mejor disección de los planos sonoros y gradación de los matices dinámicos. Del propio Stanford también escucharíamos -ya en la segunda parte del concierto- I Heard a Voice from Heaven (1888-1905), fruto de las investigaciones del compositor en ese cofre de tesoros que son los manuscritos medievales de Cambridge. Desde un acusado ambiente neomedievalista, I Heard a Voice from Heaven va progresando en las voces del King's Consort hacia una música más señaladamente victoriana y próxima a sus Latin Motets, conservando una estela fúnebre que con el brillo y la belleza de las voces británicas pareciera momento no de muerte sino de luminosa transubstanciación.
Más avanzado el siglo XX, pero en la estela de los precursores Naylor y Stanford, de Herbert Howells (Lydney, 1892 - Londres, 1983) escuchamos en primer lugar I Heard a Voice from Heaven, partitura que para Robert King es buena muestra del «lenguaje único» (sic) de su creador, marcado por una pervivencia del romanticismo, un carácter evocador y una notable vocación mística; algo especialmente audible en su música coral. I Heard a Voice from Heaven es el último número del Requiem (1933-36) de Howells, aquí servido por el King's Consort con una excepcional calidad en cada cuerda del coro, mostrando el candor y la cierta ingenuidad de una pieza que podríamos decir evoca el ambiente de los prerrafaelitas. Esta tarde-noche ha resonado en Cuenca con una gran verticalidad, en unas voces que se impulsan como desmaterializadas, trascendida la muerte: y es que si algo hay en este programa es un ejercicio de atisbar los albores del más allá (más que el dolor consustancial a la partida). En su juego de préstamos e intercambios entre las secciones del coro, hay que destacar a las voces masculinas graves, especialmente cuando asumen un papel solista en el que parecen la propia voz del compositor, expandiendo sus motivos al coro, en algunos de los pasajes más bellos de esta página. También de Howells es la pieza que rubricó el concierto, su elegía para John Fitzgerald Kennedy Take Him, Earth, for Cherishing (1963). Para Robert King se trata de una obra devastadora por su desgarro (qué otra realidad, el recordar a JFK desde 2017, viendo quien campa por la Casa Blanca). Ahora bien, aun comprendiendo la exquisita contención de la música coral británica, su flema y elegancia, no podría decir (si pienso en partituras coetáneas de los Ligeti, Penderecki, etc.) que estemos ante 'devastación' alguna, y sí ante un lamento más contenido y parco que el del siempre brillante y genial Igor Stravinsky en su 'análoga' Elegy for J.F.K (1964).
Concierto de Robert King y el King's Consort en la Iglesia de San Miguel de Cuenca el 9 de abril de 2017 en el marco de la Semana de Música Religiosa de Cuenca © Paco Yañez, 2017
Por supuesto, no necesitó Robert King presentar a William Walton (Oldham, 1902 - Ischia, 1983), del que escuchamos en primer lugar su himno Set me as a Seal upon thy heart (1938), partitura en la que pudimos percibir otras virtudes del coro británico, aquí trazando líneas vocales más amplias y moduladas, así como con un mayor refinamiento que han vuelto, como todo el programa, a bordar los cantantes. Inmediatamente, también de Walton sonó Where does the Uttered Music go? (1945-46), obra en la que el King's Consort diría se adentra en una escritura cromática, soberbiamente diseccionada en sus colores, de modo que por la suma de formas macroscópicas y microscópicas, tan bien hilvanadas, prácticamente nos situamos en la antesala del Ligeti micropolifónico (tan deudor de una música medieval que apasionaba a Walton). Es algo que se agudiza en el final de la partitura, con las sopranos en una línea mantenida, etérea, por debajo de la cual se asoman las masas vocales de los bajos en un contraste de volúmenes y colores exquisito.
Con William H. Harris (Londres, 1883 - Petersfield, 1973) y Faire is the Heaven (1925) nos retrotraemos a un ambiente, de nuevo, de ingenuidad prerrafaelita, cuya estela conduce Robert King hasta la impronta de Charles Villiers Stanford, por su empuje y brillo vocal. Desde tal luminosidad conquistada compás a compás, nos devuelve King a la oscuridad, con unas cuerdas vocales muy empastadas de gran belleza (sopranos) y contundencia (barítonos y bajos). Al tiempo: de nuevo una gran trasparencia que, como en Walton, permite ese milagro de los grupos polifónicos que es la discrepancia en la unidad. Como penúltima obra del concierto, también de Harris escuchamos Bring us, O Lord God (1959), pieza que fascina a King por sus dispositivos lingüísticos tan rebuscados y sugerentes. Podría recordarnos ello a los juegos de palabras arcaicas de James Joyce -recurrentes tanto en Ulysses (1914-21) como en Finnegans Wake (1923-39)-, y quizás en un sentido análogo piense Harris, pues vuelven aquí a aparecer ecos de la soberbia polifonía renacentista inglesa. La partitura, una de las más contundentes y voluminosas, vuelve a explotar el contraste entre elementos de unidad y discrepancia, trazando un gran arco dinámico ondulante, hasta ese «Amen» final en dos tesituras a modo de colores contrastantes.
Tampoco presentación necesitó Benjamin Britten (Lowestoft, 1913 - Aldeburgh, 1976), del que escuchamos A Hymn to St. Cecilia (1941-42). Robert King es consciente de que se encuentra ante un maestro mayor en el contexto de esta velada, y explota los juegos corales mucho más refinados y prolijos que Britten brinda en su partitura, más técnicos y dinámicamente alternantes. En todo caso, tal y como King nos anticipaba al comienzo del concierto, las rutas estilísticas persisten (uno las retrotraería incluso más atrás, en el caso de Britten), y muy espacialmente en los compases para soprano y coro sí se escucha la estela de Edward Naylor. Sus alternancias con pasajes que prácticamente conforman un aria acompañada, nos hablan de un poliestilismo en Britten que ofrece muchas posibilidades bien exprimidas por el coro británico, con una variedad de registros mayor y una nueva rúbrica en dos texturas contrastantes que podemos emparentar con el casi coetáneo Walton.
Ahora bien, si Benjamin Britten puso el punto de mayor calidad en un conjunto de partituras que creo están muy lejos de lo mejor que Gran Bretaña ha ofrecido al mundo, ya no sólo en términos musicales, sino estrictamente corales, Thomas Hewitt Jones (Dulwich, 1984) ha supuesto la mayor decepción del programa, con una pieza como Drop, Drop, Slow Tears (2011) de un primitivismo exasperante. Es preferible no recordar las ya mencionadas piezas corales de Brian Ferneyhough (qué otro empaque le hubiesen dado al programa), o las de James Dillon, para no tener que pensar que, como la política anglosajona a ambos lados del Atlántico, nos precipitamos al vacío. Drop, Drop, Slow Tears resulta tan simplona en términos armónicos, su estilo está tan anclado en improntas decimonónicas (resueltas sin elegancia ni estilo), que su audición resulta perturbadora y molesta: puro vacío sin relieves ni desarrollos. Hasta existe una nula presencia de una estructuración coral en capas como los compositores hoy escuchados nacidos en el siglo XIX. Al lado de Thomas Hewitt Jones, hasta Arvo Pärt parece un vanguardista radical. Habría que equiparar mejor, por tanto, el programar a grandes compositores del pasado con sus equivalentes del presente; pues la lectura no informada que se puede derivar de partituras como la de Jones es que cualquier tiempo pasado fuese mejor...
...aunque, en este caso, tal afirmación va a misa (ya que en la Semana Santa conquense estamos), pues sólo los compases iniciales de The Souls of the Righteous (1949), de Herbert Murrill (Londres, 1909-1952), tienen más musicalidad, oficio e intención que toda la partitura de Thomas Hewitt Jones (el compositor más joven del programa, pero el de envejecimiento estético más prematuro), y no es que se trate la suya de una partitura que aporte novedades al programa ni que muestre nada especialmente atractivo; aun con la soberbia versión del King's Consort.
Por último, Kenneth Leighton (Wakefield, 1929 - Edimburgo, 1988) vuelve al Drop, Drop, Slow Tears (1961) para demostrar que no hemos tenido suerte con este tema esta noche, ya que, aunque no tan paupérrima partitura como la de Jones, su propuesta (con más oficio y mano) resulta muy homofónica y armónicamente pobre; con lo cual acabamos teniendo (padeciendo) la triste sensación de que las propuestas más cercanas a nuestro tiempo son las de más deficitaria factura musical y artística: demérito que sólo se puede atribuir a una selección que creo errada por parte de Robert King en cuanto a valores significativos de la contemporaneidad. Afortunadamente, quien quiera gozar de una música coral británica actual y potente, puede escuchar algunos de los nombres ya mencionados, o tantos otros cuyas partituras, de ser cantadas por tan soberbio coro como el King's Consort, sin duda sonarían tan perfectas como lo han hecho hoy las en Cuenca presentadas.
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