Alemania
Entre semidioses anda el fuego
Juan Carlos Tellechea
Creo que no debe haber cosa más difícil en el mundo de la ópera que la puesta de una obra de Richard Wagner con la que todo dios pueda quedar satisfecho. Esta vez le tocó a un semidiós, Dietrich Hilsdorf (1948), uno de los más importantes Klassiker-Regisseure de Alemania, con más de 100 escenificaciones a cuestas, la ciclópea tarea de satisfacer a todas las divinidades del Olimpo; y, como ocurre también a menudo en el templo wagneriano del Festival de Bayreuth, no lo consiguió del todo, pese a los ingeniosos trucos, malabarismos, salvavidas y jueguitos empleados.
Pero la idea es magnífica. Hilsdorf, con escenografía de Dieter Richter, vestuario de Renate Schmitzer e iluminación de Volker Weinhart, ambienta la obra en el mundillo del vodevil y de los burdeles del siglo XIX, en algún lugar entre Montmartre y St. Goar, localidad vitivinícola del Rin romántico, próxima al risco de Lorelei (lugar obligado para todo turista que se precie). Las hijas del Rin (estupendas y armónicas interpretaciones de Anke Krabbe, Maria Kataeva y Ramona Zaharia) son cortesanas y bailarinas del cancán.
Para ir al fondo del Rin, donde Wagner nos quiere demostrar que se encuentra el mítico oro de los nibelungos, los dioses, semidioses y otras figuras fabulosas utilizan una puertecilla que se encuentra en el piso del salón, debajo de una mesa, ataviada como las de la época, con una pesada carpeta de terciopelo verde (o algo parecido). De pronto tiemblan las paredes del recinto, como si de un terremoto se tratara, y de los boquetes que se forman salen vagonetas cargadas con mineral extraído aparentemente de profundas galerías.
Las carretillas van y vienen, atravesando constantemente el aposento. El público no sale de su asombro. El cielorraso de la habitación se resquebraja y es atravesado por la pata de un dinosaurio que trata de alcanzar a los que allí se encuentran. Todos están sentados en torno a una gran mesa redonda paladeando algunos de los más exquisitos caldos del Rin (cuyas cepas crecen al sol en las escarpadas laderas de los valles renanos). La platea, atónita, tiene que cerrar los ojos por algunos momentos para abstraerse de esas imágenes desconcertantes y disfrutar más concentradamente de la música y los subyugantes cánticos del Homo sapiens.
Las voces son estupendas. El Wotan del barítono británico Simon Neal es impresionante y señorial; el nibelungo Alberich de Michael Kraus muy vívido y movido. Sumamente interesante por su compleja heterogeneidad es la Fricka, mujer de Wotan y diosa del amor conyugal, que encarna excelentemente Renée Morloc. El gigante Fasolt de Bogdan Talos es por demás convincente. La tenebrosa Erda, diosa de la madre naturaleza, es maravillosamente entregada por Susan Maclean. Norbert Ernst nos muestra a un Loge, dios del fuego, de ígneos colores y fascinantes tonalidades. Radiante como una hermosa y soleada jornada es la voz de Froh, el dios del día, que hace Ovidiu Purcel.
Un precioso día tuvieron también los Sinfónicos de Düsseldorf (Düsseldorfer Symphoniker) y su director Axel Kober, premiados con atronadores aplausos por los espectadores. La línea de trompas exhalaba majestuosidad; los metales más pesados, grandiosidad dramática; las maderas subrayaban a la perfección los pasajes más líricos; y las cuerdas tremolantes, flameantes, como posiblemente Wagner las habría soñado, medio dormido, en un hotel en La Spezia el 5 de septiembre de 1853, cuando, según él, le vino la idea musical de El oro del Rin.
Axel Kober concatena todos los elementos refinadamente, acompaña a los cantantes a las mil maravillas y atiza, con gran acierto, a músicos e intérpretes para que den todo de si. El resultado es la perfección musical, al nivel de las mejores épocas de Bayreuth, aunque el arranque escénico del ciclo de El anillo del nibelungo no haya sido del agrado de todos. De todas formas, hay gran expectación por La Valquiria, la segunda entrega de estas cuatro óperas épicas que tendrá estreno el 28 de enero de 2018.
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