Recensiones bibliográficas
El levantamiento del velo
Alfredo López-Vivié Palencia
Ataúlfo Argenta. Música interrumpidan comienza relatando la muerte de Argenta en el garaje de su hotelito de la sierra de Madrid, intoxicado por el monóxido de carbono del escape de su coche. Y aunque en ese momento ya se da a entender que Argenta no estaba solo, hay que llegar al final del libro para saber que le acompañaba la pianista francesa Sylvie Mercier, de 23 años, quien declara en entrevista a la autora que Argenta de ningún modo quiso suicidarse, que lo hizo para resguardarse del frío... y que él era el hombre a quien quería. Corría el 20 de enero de 1958, y eso sucedía mientras la esposa de Argenta se encontraba en Suiza pendiente de una intervención quirúrgica.
El juez de El Escorial dio por buena la versión de la joven, y ahí terminó la historia. Con la salvedad de que no se había hecho pública hasta ahora, casi sesenta años después; por consideración a la familia de Argenta, o por las razones que sean. Pero está bien que se termine con el tabú sobre un secreto tan largamente guardado, y más si se hace con la elegancia y con el respeto con los que narra el episodio Ana Arambarri, de quien leo en la contraportada del libro –el primero que publica- que es una persona “muy cercana a la familia, desde su niñez.”
El libro se presenta como la primera biografía de Ataúlfo Argenta (Castro Urdiales, 1913-Los Molinos 1958), y con esa ilusión lo compré. En realidad se trata de la publicación de las cartas (hasta 150) que el maestro escribió a su mujer, salpicadas por la autora con comentarios invariablemente amables y laudatorios sobre la tenacidad del músico, y asimismo invariablemente amables y laudatorios sobre la abnegación de la esposa. La mitad del libro la ocupan esas cartas, en las que Argenta relata las penurias de su época de conscripción durante la Guerra Civil, su estancia en Alemania ya en plena Guerra Mundial, sus conciertos aquí y allí (primero como pianista, después como director), sus grabaciones, su hastío del politiqueo, los continuos encargos a su mujer (desde ropa hasta partituras), y la negación sistemática de cualquier presunta infidelidad.
Cuidadosamente editado, el libro carece no obstante de índice onomástico, y las profusas notas así como la bibliografía revelan que la autora apenas ha consultado fuentes que no sean de origen español. Por eso, al final resulta más interesante la correspondencia que se publica –igualmente abundante- entre Federico Sopeña y Joaquín Rodrigo, relativa a sus tejemanejes para gobernar la vida musical madrileña (y española) en la posguerra, y para frenar la carrera de Argenta con la excusa de un pasado no lo suficientemente inquebrantable con la causa franquista. Con el punto álgido en 1954, tras un artículo de Argenta –entonces ya titular de la Orquesta Nacional de España- en la revista Ateneo en el que se quejaba de la poca calidad de los compositores éspañoles de la época (dando nombres y apellidos), seguido de la airada reacción en contra, y la pública y obligada rectificación del maestro.
En lo político el libro está documentado, y se hace uno la idea de cómo funcionaban las cosas en el Madrid de los años cuarenta y cincuenta. En el aspecto puramente musical el libro se queda en la superficie. Todo el mundo sabe que Ernest Ansermet tenía gran aprecio por Argenta –no tan conocido es que su auténtico mentor fue Carl Schuricht- y que el cántabro contaba con serias posibilidades de sucederle en la Orquesta de la Suisse Romande (otra cosa es que muriese “días antes de firmar el contrato que le iba a convertir en el director mejor pagado del mundo”); pero el libro no profundiza en el proceso artístico que llevó a Argenta hasta ese punto. Sus relaciones –musicales, contractuales, personales- con la Orquesta de la Sociedad de Conciertos del Conservatorio de París, con las Sinfónicas de Londres y de Viena, incluso con la Suisse Romande, quedan sin explicar; hasta sus años en la Orquesta Nacional se ven sólo desde fuera.
Cierto es que sesenta años después es demasiado tiempo como para poder recoger testimonios de la época (a pesar de que la autora afirma que empezó a hacerlo en 1984), y en este aspecto el libro queda pobre (empezando por el hecho de que Arambarri no emite ni una sola opinión propia al respecto, más allá de generalidades almibaradas). Igualmente en lo concierniente a su discografía, que se toca muy de pasada. No se encontrarán críticas negativas –fuera de las políticamente interesadas y nunca sobre aspectos musicales- ni de los conciertos de Argenta ni de sus discos; al contrario, todo son extractos de reseñas periodísticas con comparaciones al nivel de Toscanini, Furtwängler o Karajan; pero sin argumentos. De puertas adentro es fácil reconocer en Argenta a un estupendo director de música española; de puertas afuera faltan en el libro comentarios y opiniones de fuste que apoyen que igualmente fue, por ejemplo, un buen director brahmsiano. Que lo fue.
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