Recensiones bibliográficas
Filmar desde las piernas
Paco Yáñez
Hace tan sólo una semana, con motivo de nuestra reseña del soberbio disco de la flautista italiana Alessandra Rombolà para el sello Stradivarius (STR 37074), nos adentramos en la música del compositor madrileño José Luis Torá, desde cuya obra para flautín Kaspar Hauser Lied (1993) viajamos hasta Jeder für sich und Gott gegen alle (1974), la hipnótica película del realizador alemán Werner Herzog (Múnich, 1942) sobre el misterioso adolescente aparecido el 26 de mayo de 1828 en la ciudad de Núremberg...
...siete días después, viajamos de nuevo a Baviera para conocer las raíces de uno de los cineastas alemanes más importantes de nuestro tiempo, un director que, con películas como la antes citada Jeder für sich und Gott gegen alle, así como con Woyzeck (1979) o con Nosferatu (1979), reconoce haberse injertado en lo más sustancial de la cultura germánica, dignificando un tronco seriamente dañado por el nazismo y la Segunda Guerra Mundial: experiencia traumática que, según Herzog, hizo que buena parte de sus coetáneos se consideren a sí mismos una generación sin padres, cuya conexión humana, espiritual y cultural se da mayormente con sus abuelos y, a través de ellos (en una filiación de corte más artístico), con los creadores de la República de Weimar, entre los que Herzog destaca a Friedrich Wilhelm Murnau y a la plétora de realizadores que la barbarie nazi condenó a la muerte, al exilio o al ostracismo.
Ahora bien, intentar explicar una personalidad tan compleja y poliédrica como la de Werner Herzog en clave únicamente germánica sería un error de perspectiva, pues nos encontramos ante uno de los realizadores que más y mejor ha comprendido la vastedad del mundo y su riqueza, sea natural o cultural, más allá de la simplificante globalización. En tiempos de igualación por lo bajo de las sociedades planetarias, de reducción a un mínimo común denominador comercial, Herzog nos propone una lectura del mundo en profundidad, con sus miserias y sus cumbres, con su violencia y su poesía, recalando en lo más esencial de la existencia.
El interesantísimo libro que hoy reseñamos, Herzog por Herzog: entrevistas y edición de Paul Cronin (2002)n, nos introduce de lleno en el pensamiento del cineasta alemán, abarcando buena parte de su filmografía, de sus experiencias como realizador y de sus pensamientos como creador, rechazando (visceralmente) para él mismo los calificativos de artista e intelectual, y abrazando una concepción del cinematógrafo más cercana a la del artesano o el atleta, pues para Herzog la dirección es un ejercicio físico que exige resistencia y fuerza, un filmar desde las piernas como toma de tierra para una sensibilidad que precisa anclarse y crear desde la materia, desde un atavismo primordial.
He disfrutado con auténtico gozo la lectura de cada página de Herzog por Herzog, resultando un libro revelador para conocer a un cineasta del que, como reconoce Paul Cronin en su introducción, circulan bulos y leyendas que rozan lo inconcebible (y no es que falten anécdotas y situaciones difícilmente creíbles en la vida y en la obra del realizador muniqués). Remiso como Herzog lo era a cualquier libro de corte analítico sobre su obra, incluso a la posibilidad de compendiar un volumen de entrevistas como éste, finalmente reconoce que: «ante la sombría alternativa de ver un libro sobre mí compilado a partir de entrevistas polvorientas plagadas de escandalosas distorsiones y mentiras o colaborar... elijo, de las dos opciones, la infinitamente peor: colaborar». Esa «infinitamente peor» de las opciones se concretó (afortunadamente) en tres momentos, con conversaciones entre Paul Cronin y Werner Herzog registradas en 2001 (Londres) y 2002 (Múnich y Los Ángeles) de las que ahora podemos leer lo que ambos consideran fundamental, eludiendo el ámbito más privado y personal, si bien ello es algo que se entrelaza de tal modo con la obra del realizador, que la escisión con el bisturí de la palabra de ambas esferas es compleja (por no decir, imposible). De hecho, aunque lo más sustantivo de Herzog por Herzog sea el repaso a la filmografía del director alemán, desde Herakles (1962) a Invincible (2001) -en cuya posproducción se encontraba en el momento de estas conversaciones-, su vida personal aparece en un primer plano desde el comienzo de estas entrevistas, remitiéndonos a su niñez y a su familia en el marco de una posguerra en Baviera que define como un tiempo idóneo para la infancia, por su total caos y anarquía, nutricio pasto para la imaginación: «todo el mundo piensa que criarse en las ciudades en ruinas es una experiencia terrible, y no tengo la menor duda de que lo fue para los padres de familia que perdieron absolutamente todo. Pero para los niños, sinceramente, fue una época maravillosa. Los chicos de las ciudades se adueñaban de edificios bombardeados enteros [imposible no pensar en Germania anno zero (1948), de Rossellini] y proclamaban que las ruinas eran su territorio de juego y allí vivían las más osadas aventuras. No hay que tenerles lástima a esos niños. Todas las personas que conozco que pasaron su primera infancia en las ruinas de la Alemania de posguerra deliran recordando esa época». Esa necesidad de «inventar todo desde cero» será nutrida por las propias experiencias de la posguerra, así como por los distintos trabajos del director, rehuyendo las academias y apostando por una formación autodidacta llevada a cabo a través del propio proceso de realización fílmica: «Me parecía mucho mejor hacer una película que asistir a la escuela de cine», dice al respecto de Herakles, película que hoy considera «bastante estúpida y sin sentido», pero que supuso «una prueba importante para mí»; o el aprender haciendo.
Pero siempre en Herzog, además de esas primeras experiencias en Alemania, sus continuos viajes, tantos de ellos a pie, hollando la realidad en sus más duras condiciones: «Incluso antes de abandonar oficialmente la escuela viví unos meses en Manchester; fui a parar a esa ciudad por causa de una novia. Compré una casa en ruinas en un barrio pobre junto con cuatro bengalíes y tres nigerianos. Era una de esas casas decimonónicas con balcones especialmente construidas para la clase trabajadora; el patio de atrás estaba lleno de escombros y basura, y la casa estaba llena de ratones». A partir de ahí, intentos de viajes frustrados (Albania y el Congo) y viajes iniciáticos a Grecia, Egipto y Sudán que serían los primeros pasos en un perpetuo recorrer el mundo sin -quizás- parangón (menos, en semejantes condiciones como las narradas en este libro) con otro cineasta de renombre mundial. El relato de su gran viaje por África en 1969, del que saldría buena parte del metraje de Fata Morgana (1971) -una de las mayores «raras avis» del cinematógrafo- es impresionante, conduciéndonos del horror a la sublimación del espanto en forma de cine, a modo de peregrinaje y aprendizaje de la vida, con un Herzog testigo de guerras, encarcelado, condenado a muerte, huido, etc.; pero que es capaz de poner de relieve la belleza de un continente de contrastes que ahora ve devastado por la avaricia y el turismo (una de las bestias negras de un realizador que afirma de Fata Morgana: «aprendí a extraer la veta creativa del peor conjunto de circunstancias que debí afrontar en mi vida, y volví con algo claro y transparente y puro»)...
...esa vivencia en carne propia de la complejidad y la violencia reinantes en tantas partes del planeta marcará su acercamiento a los problemas europeos contemporáneos, de cuyos movimientos políticos siempre ha estado distante: «Las ideas y las acciones que se propagaron por el mundo en 1968 no eran para mí, porque en aquella época, a diferencia de la mayoría de mis pares, yo ya había incursionado en el mundo. Había viajado, había filmado películas, había tomado responsabilidades que muy pocas personas de mi edad asumían. Esa postura, bastante rudimentaria por cierto, de que Alemania era un estado carcelario fascista y represor que debía ser sacudido por una revolución socialista utópica era absolutamente errada a mi entender», a lo que añade: «dado que jamás utilicé el medio cinematográfico como herramienta política, esa actitud me distanció de la mayoría de los cineastas». A ello le podemos sumar, durante buena parte de su carrera, una incomprensión e incluso un rechazo por parte de la crítica en el ámbito del politizado cine alemán de la posguerra, convirtiendo a Herzog en un auténtico verso libre del cinematógrafo que, sin embargo, reivindica sus simpatías por colegas del Nuevo Cine Alemán como Alexander Kluge, Rainer Werner Fassbinder o Wim Wenders, de quien dice que «me gusta mucho. Ha sido un buen camarada y compañero y, aunque no nos vemos seguido, es bueno saber que alguien está arando el mismo surco que yo». La tensa relación con Alemania se mantendrá durante casi toda su carrera, como país y como industria del cine; baste leer las siguientes palabras: «Alemania no es un país de cinéfilos. Siempre ha sido una nación de televidentes [y aquí podemos insertar una máxima herzogiana de la mayor contundencia: «Los que leen, se adueñan del mundo; los que ven la televisión, lo pierden»]. A los alemanes no les gustan sus poetas, al menos mientras están vivos. Es una vieja tradición que data de muchos siglos. (...) Tal vez este será el destino de mi obra». Indudablemente, los caminos de Werner Herzog habrían de ser, por tanto, otros: los de alguien que se define como un «soñador sin sueños», pero que ansía filmar la luna in situ. Su rebelión contra ese medioambiente artístico-político, así como su radicación en culturas no europeas, tiene toda una declaración de principios al sustraer de la Escuela de Cine de Múnich la (¡única!) cámara con la que rodó -entre otros largometrajes- Aguirre, der zorn Gottes (1972), hecho que no considera un robo, pues «para mí era una necesidad. Quería hacer películas y necesitaba una cámara; tenía una especie de derecho natural a esa herramienta».
Precisamente Aguirre, como otras de sus cintas, nos permitirá en estas páginas conocer el método de trabajo de Werner Herzog, su rápida escritura de los guiones, así como su rechazo a planteamientos intelectuales o estructuralistas para andamiar sus películas: «no soy uno de esos intelectuales que tienen en mente una filosofía o una estructura social que orienta la película desde el comienzo. Nunca me propuse imbuir mis películas de referencias literarias o filosóficas. Hay que poder ver la película directamente, sin rodeos; el cine no es un arte de euritos, sino de iletrados». Después de que la idea es esbozada, Herzog nos da cuenta de un trabajo de preproducción concienzudo, realizado en localizaciones muy precisas que se trabajan de forma física, eludiendo el cartón-piedra y los efectos especiales: ¿qué decir, al respecto, de la titánica producción de Fitzcarraldo (1982)? El propio Herzog lo explica así: «Durante toda mi carrera como director he evitado filmar en estudios, porque siento que matan esa espontaneidad que es esencial al tipo de cine que quiero crear». De ahí, también, que rechace el storyboard como herramienta apriorística, confiando la toma y su localización a una vivencia del lugar en compañía de un (pequeño) equipo de personas en igual sintonía, capaz de asumir la misma intensidad física (y los mismos riesgos; aunque en el libro Herzog los minimice, considerando que forman parte de su leyenda urbana, y que en muy contadas ocasiones, como en el rodaje de La Soufrière (1977), la vida del equipo estuvo en serio riesgo, si bien con conciencia del hecho por parte de todos los que, voluntariamente, formaron parte de la filmación). Vinculado con todo lo anterior, el visceral rechazo de Herzog a la televisión de consumo, a la industria del entretenimiento televisivo; a pesar de que no han sido pocas las ocasiones en las que las televisiones alemanas han sufragado los rodajes del director bávaro, que a lo largo de su carrera ha ofrecido al medio algunas de sus propuestas más dignas y originales (hoy en día tan escasamente difundidas en la desoladora escombrera audiovisual que padecemos -al menos, en España-)...
...es por ello que Werner Herzog afirma en estas conversaciones estar convencido de que no son los protagonistas de sus películas los 'excéntricos', sino las sociedades que los rodean, marginan y estigmatizan; de ahí, el interés y la simpatía humana que le despiertan los personajes de sus largometrajes, así como las personas de carne y hueso a las que se acerca en sus documentales. Herzog, que en su Declaración de Minnesota (1999) rechaza un acercamiento al cinematógrafo desde lo que se dio en llamar cinéma vérité, cree que la poesía y la estilización de dichos personajes se acerca más a la verdad que la trasposición de la realidad a modo de duplicado. Ello, además, imprime a su cine un sello de autor que cree inmediatamente reconocible: «Digamos que usted enciende el televisor y ve diez segundos de una película. Inmediatamente sabrá que está viendo una película mía»; tan cierto, como verdadero logro de una firma de autor.
Uno de los aspectos que inconfundiblemente identifican a las cintas herzogianas, además de la particular galería humana que puebla sus películas, es el sentido del movimiento, algo que revela a Herzog como pulso y respiración artística (o artesanal, por no contrariarlo). Algunas de las imágenes arquetípicas de su filmografía, como el final en círculos en torno a la balsa de Lope de Aguirre, así lo muestran (dándose la situación de que el propio Herzog pilotaba la lancha desde la que el plano se rodó; al igual que la furgoneta desde la que se filmó Fata Morgana). Es éste un pulso personal del movimiento que lleva al realizador a afirmar que las piernas son lo más importante de su cuerpo para dirigir la filmación: hombre que ha sido de experiencias deportivas en diversas disciplinas (saltos, atletismo, fútbol, montañismo...). Ese impulso físico hace que el plano arranque desde la materia, adentrándose en ella, incluso en el rostro de los actores (como su conocida 'espiral Kinski' para abordar un plano). Se trata de un ataque que pretende una verdad, no la belleza (cuya búsqueda obsesiva y predefinida afirma Herzog conduce al manierismo). Ello no quiere decir que el realizador no prepare minuciosamente planos que serán especialmente significativos en sus largometrajes, como las escenas oníricas en su cinta sobre Kaspar Hauser, que dice influidas por el cine experimental norteamericano (que recientemente hemos visitado en Mundoclasico.com de la mano de Jonas Mekas). Es ahí donde en Herzog podemos encontrar hasta una velada influencia de Stan Brakhage; si bien, como él mismo reconoce, sus mayores influencias serían las de Caspar David Friedrich («un hombre que nunca quiso pintar paisajes per se sino más bien explorar y mostrar paisajes interiores»), Grünewald, Bosch, Brueghel, Da Vinci, Kleist, Hölderlin, Handke, Bernhard, Dreyer, Bresson y un selecto etcétera.
No son éstas sus únicas influencias, y en diversos momentos del libro Herzog se adentra en una de sus pasiones: la música. Entre sus más queridos compositores nombrará a Bach, a Gesualdo (a quien dedicó en 1995 su Death for five voices), a Monteverdi, a Wagner, a Lassus, o a Martín Codax. Su experiencia como director de escena en la ópera (con un primer capítulo en su busoniano Doktor Faust de 1986 en Bolonia) también ocupa un nutrido e interesantísimo número de páginas, con especial mención para los montajes wagnerianos en Bayreuth, así como para las experiencias cuya depuración audiovisual dieron como resultado su película The Transformation of the World into Music (1996). Como en toda su filmografía, de nuevo una vivencia esencialmente física de la música, algo de lo que estas palabras resultan reveladoras: «Pero la clave de mi trabajo operístico es mi amor por la música. Cuando escuché el Parsifal de Wagner por primera vez en Bayreuth, durante un ensayo, el auditorio estaba casi vacío. Hay un momento de la ópera en el que Kundry pasa unos veinte minutos acostada en el suelo, semiescondida. Parece mimetizada con las piedras y de repente se levanta y grita. El impacto fue tan grande, tan intenso que me echó violentamente hacia atrás. Y como tenía las rodillas apoyadas contra el respaldo de la butaca de adelante, mi movimiento brusco sacó de su eje a toda la hilera de butacas. Caímos de espaldas al suelo con Wolfgang Wagner, el nieto de Richard Wagner. Wagner se levantó enseguida y corrió hacia mí. Inclinándose, me estrechó la mano y dijo: "¡Por fin un público que sabe cómo responder a la música!". Fue como ser alcanzado por un rayo. Hermoso». Esta intensa vivencia, así como el poder transformador de la música con respecto a la imagen, son abordados por Herzog en lo referido a la presencia de la música en sus películas, ya con fragmentos de repertorio clásico, ya con composiciones ex profeso debidas a Popol Vuh: la banda alemana de krautrock de su amigo Florian Fricke. Herzog declara que cuando tomó conciencia de la importancia del sonido en el cine, dedicó un intenso estudio al mismo, adquiriendo destrezas que transformaron sus películas de forma sustancial desde el fonograma...
...es una parte del denso todo interconectado que cada cinta herzogiana representa, incluido el proceso de producción, que él mismo asumió desde muy pronto, consciente de que la industria audiovisual jamás le concedería la libertad artística ni los amplísimos plazos de preproducción-producción-postproducción con los que trabaja. Las increíbles condiciones y planteamientos de películas de montaña como Gasherbrum - Der leuchtende Berg (1984) o Cerro Torre: Schrei aus Stein (1991), cuyos relatos de rodaje sobrecogen, ejemplifican hasta qué punto hablamos de un cine personal, independiente y extremo. Ello lleva a Herzog a romper las barreras entre lo personal y lo fílmico, así como entre lo documental y la ficción, tendiendo como un todo el conjunto de su filmografía a la luz de lo poético: «Hace tiempo que sabemos que el poeta es capaz de articular una verdad profunda, inherente y misteriosa mucho mejor que nadie». Ahora bien, al mismo tiempo, para Herzog adquiere una vital importancia, además de esa verdad poética, la toma de distancia y la mirada desnuda del espectador no involucrado en el rodaje (que dice marca sobremanera la percepción del material filmado), de ahí que para el director alemán la edición constituya un momento de distanciamiento, en el que recurre a montadores no participantes en el rodaje, para que vean 'desde fuera' el material en bruto: «después del rodaje de una película siempre quedo cargado de sensaciones subjetivas y preferencias irracionales; y después de Stroszek [1977] comprendí que es fundamental que el montajista se mantenga lo más lejos posible del lugar de filmación. Es muy importante que el montajista tenga una mirada lo más clara y objetiva posible sobre el material enlatado, y si es testigo de todos los problemas y esfuerzos que conlleva filmar una escena -incluso una que me agrade particularmente- podría decidir conservarla aunque no funcione en el contexto de la película precisamente porque vio cuánto nos costó filmarla».
Es así como Herzog alcanza los estadios finales en la producción de sus películas, con ese -quizás inesperado- punto de distanciamiento que no resta un ápice de personalidad al resultado final, pues cualquier energía o tensión previa ya ha sido conducida a su terreno. El final del libro, prolijamente centrado en su relación con Klaus Kinski, es un buen ejemplo de esa conducción de las tensiones ya no sólo creativas, sino personales. Conocida es la problemática relación entre actor y director; algo que, de hecho, dio como resultado un film del propio Herzog: Mein liebster Feind (1999). He vuelto a ver dicha cinta a raíz de la lectura de este libro, y compruebo que prácticamente las respuestas dadas por el realizador a Paul Cronin con respecto a su relación con Kinski son clavadas, palabra por palabra, al guion de la película, desgranando Herzog ese extraño vínculo que los unió, con su atávica violencia, pero con sus momentos de brillo y poesía, aliados con la absoluta profesionalidad y conocimiento del medio cinematográfico que Herzog reconoce en Kinski: una de las pocas relaciones artísticas que, dice, le enseñó algo verdaderamente sustancial.
Al igual que Herzog no rehuye la polémica a la hora de rememorar sus experiencias con Kinski, tampoco lo hará al darnos su opinión sobre algunas de las vacas sagradas del cine europeo; y, así, sobre Andréi Tarkovski nos dirá que «ha hecho algunas películas muy hermosas, pero me temo que es el niño mimado de los intelectuales franceses y sospecho que se ha esmerado un poco para obtener ese galardón»; mientras que de Jean-Luc Godard afirma que «es falsa moneda intelectual comparado con una buena película de kung fu», encontrando más 'esenciales' las películas de Fred Astaire o el cine porno. En el otro extremo, Herzog expresa su afinidad por los antes citados Bresson o Murnau, así como por Griffith, Buñuel, Pudovkin, Kurosawa o Buster Keaton. Con ellos, sostiene Herzog que se puede aprender algo de la verdad poética del cinematógrafo: palabra de quien rechaza de forma visceral lo académico y el análisis intelectual del medio. Para el director bávaro, la mejor academia de cine es el caminar, el lanzarse al mundo y apurarlo hasta sus heces, así como el ver buen cine. En su opinión, todo lo que podría 'enseñar' se resume en este libro, así como en el conjunto de sus películas y escritos (de entre los que destaca su libro Del caminar sobre hielo (1974) como la obra más importante de cuantas ha creado, películas incluidas). Esa academia herzogiana sería, en todo caso, como su filmografía o su pensamiento artístico, exigente (si bien llena de recompensas), tal y como se deduce de estas palabras con las que concluimos la reseña de un libro para disfrutar y tener muy en cuenta: «Vitalmente, hay que enseñarles a los aspirantes a directores de cine que a veces la única manera de superar los problemas es poner el cuerpo. Muchos grandes directores de cine han sido individuos asombrosamente físicos, atléticos. Un porcentaje mucho más alto que entre los escritores o los músicos. A decir verdad, desde hace un tiempo vengo pensando en abrir una escuela de cine. Pero si la fundara, los aspirantes solo tendrían permitido llenar el formulario de inscripción después de haber recorrido solos a pie una distancia de unos 5000 km, digamos que de Madrid a Kiev. Y mientras caminan, tendrán que escribir. Deberán escribir sobre sus experiencias y luego entregarme sus cuadernos y libretas de notaciones. Así sabré quiénes caminaron realmente esa distancia y quiénes no. Caminando se aprende más sobre filmar películas que asistiendo a clase. Durante ese viaje a pie usted aprenderá mucho más sobre lo que le depara el futuro que durante cinco años metido en la escuela de cine. Sus experiencias serán lo opuesto del conocimiento académico, porque la academia es la muerte del cine. Es exactamente lo contrario de la pasión».
Este libro ha sido enviado para su recensión por Akal.
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