Austria

Vírgenes al matadero

Enrique Sacau
martes, 31 de octubre de 2017
Viena, miércoles, 25 de octubre de 2017. Wiener Staatsoper. Antonín Dvořák, Rusalka. Sven-Eric Bechtolf, dirección escénica. Rolf Glittenberg, escenografía. Marianne Glittenberg, vestuario. Jürgen Hoffmann, iluminación. Lukas Gaudernak, coreografía. Dmytro Popov (Príncipe), Elena Zhidkova (Princesa extranjera), Jongmin Park (Genio del agua), Gabriel Bermúdez (Casero), Krassimira Stoyanova (Rusalka), Monika Bohinec (Jezibaba), Ileana Tonca, Ulrike Helzel y Margaret Plummer (Dríades), Rafael Fingerlos (Cazador). Orchester der Wiener Staatsoper. Chor der Wiener Staatsoper. Martin Schebesta, dirección del coro. Tomáš Hanus, dirección musical.
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No ha faltado quien interpretase Rusalka como una ópera política. El beso de la muerte que da la ninfa acuática al príncipe ha sido entendido en este contexto como un golpe de las provincias del imperio a la dinastía de los Habsburgo. Estas explicaciones explícitas son, naturalmente, problemáticas. Lo cierto es que la ópera empieza en el fondo del mar y en un período histórico no determinado. Rusalka es una ninfa que se ha enamorado de un humano, un príncipe, y hace un pacto con la bruja Jezibaba para que la ayude a dejar el reino del mar. El precio, faustiano, es convertirse en mortal y perder la voz, lo que naturalmente dificulta que la ninfa logre enamorar al príncipe. A partir de aquí los intérpretes tienen mucha libertad para decidir qué hacer con la pieza.

La producción de Sven-Eric Bechtolf para la Ópera de Viena engaña al principio. No parece apuntarse a nada: la ninfa sufre, la bruja le vende su ayuda y la cola de sirena se pierde a favor de unos pies, que favorecen un primer encuentro con el príncipe en el que surge el amor. Si acaso, me pareció demasiado literal y eché de menos un director más imaginativo que nos ofreciese una lectura más personal, que nos diese su explicación de la metáfora. Me equivocaba. Como una vez que vive entre los humanos Rusalka es muda (¡un reto no desdeñable en una ópera!), en el acto segundo Antonín Dvořák nos pone un ballet y es ahí que el director y el coreógrafo, Lukas Gaudernak, nos dan su opinión de la ópera.

Rusalka está en la cama, deprimida y exhausta, sabiendo que no poder hablar va a impedirle casarse con el príncipe. Entra una pareja de recién casados (dos bailarines) que descubren que no saben hacer el amor. Rusalka intenta ayudarlos a descubrir la ternura pero, al final, el coito es brutal, desgarrado y doloroso. Rusalka se sume en un pesimismo aún mayor. Ahí reside la fuerza de esta Rusalka. Se trata de una niña normal, quizás en torno a los 17 años, virgen, que se enamora y se casa (o quiere casarse) sin saber lo que le espera, sin conocer a su futuro marido y sin saber nada del amor ni del sexo. El resultado es el mismo de tantas parejas (uno quiere pensar que cada vez menos) en las que el descubrir todo (la convivencia y el sexo) solamente después de la noche de bodas puede llevar a la decepción, la incomprensión y al fin del amor.

Krassimira Stoyanova y Monika Bohinec Krassimira Stoyanova y Monika Bohinec © 2017 by Wiener Staatsoper / Michael Pöhn

Imagino que un Peter Sellars habría llevado esta idea a su extremo y presentado una pareja de clase media-alta de los años 50 (o algo sacado de Esplendor en la hierba, quizás); y que Jonathan Miller habría puesto en escena a Sisí y Francisco José (ella habló del matrimonio como un acto en que con 15 años firmas algo que no entiendes y que dura toda la vida). Bechtolf nos dejó con ganas de más en una escenografía de Rof Glittenberg poco cambiante, pero efectiva en delinear los límites del mar y de la tierra (la adolescencia y la edad adulta). Esos 10 minutos de danza hicieron volar mi imaginación, me hicieron pensar y me recordaron a una amiga de mi madre (imagínense una señora de clase media-alta de provincias, nacida en 1940 y casada con 20 años) que la noche de bodas, virgen, miró a su marido en pijama por primera vez y, atemorizada, le propuso rezar un rosario. “Es lo que hacemos en casa todas las noches”, dijo antes de arrodillarse. Si hubiese sido la Rusalka de Bechtolf, al sentir las garras del dolor, habría añorado su niñez, se habría arrepentido y asesinado a su inexperto marido.

Musicalmente no se echó nada en falta. Bueno, ¡quizás a Renee Fleming! Pero uno no va a la ópera a escuchar a quienes no están, sino a aquellos que sí se presentan. Krassimira Stoyanova fue una Rusalka con todas las letras: una voz potente y bien apoyada, más que suficiente expresión y con gran soltura escénica. Lo mismo se puede decir del príncipe de Dmytro Popov. No olvidemos que Dvořák compuso esta parte para un “Tristán” y Popov lo es (o puede serlo), aunque un Tristán ligero. Fue un pelín histriónico de más el Genio del agua (padre de Rusalka) de Jongmin Park, pero convenció, como lo hizo Monika Bohinec en el papel de Jezibaba (¡aunque a ella le faltó histrionismo!). Gabriel Bermúdez estuvo muy inspirado y resultó mucho mejor como Casero que como Belcore la noche anterior. Desde luego no le falta energía para cantar estos dos papeles en dos días consecutivos.

Creo que justamente la mayor ovación se la llevó el foso. Tomáš Hanus dirigió con gran efusión lírica y puso toda la carne en el asador. Hubo decibelios, hubo color y un enorme sentido del ritmo teatral. La orquesta rugió cuando era pertinente y sufrió en voz baja cuando así lo requerían la acción (¡y la excelente partitura!).

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