España - Madrid
Ir a por la música
Jonay Armas

Con toda la expectación que se respiraba en el Auditorio para ver a Daniil Trifonov, el pianista ruso apenas se detuvo a saludar cuando salió por fin al escenario. Parecía arisco, deseoso de lanzarse al piano a por la exigente obra de Richard Strauss. Fue directo a por la música. Quizá aparecía así porque sabía que aquella pieza requería un ánimo especial, una cierta actitud arrolladora, apasionada, entregada y enérgica. Y así fue: Trifonov dio una absoluta exhibición técnica con la Burlesque en re menor, donde Strauss parece incluir, siempre a través de una generosa dosis de humor, todos los recursos expresivos de los que puede hacer gala el instrumento. La obra debía entenderse como un divertimento y, aún siendo página menor de la juventud del compositor, ya podía adivinarse su refinado sentido orquestal y el apasionado romanticismo que se esconde bajo la superficie de su producción. El pianista entregó toda su energía sentado al piano y sonrió satisfecho al fin. El preludio de Scriabin que ofreció como bis parecía escogido para apaciguar las aguas y devolver al instrumentista a la romántica y chopinesca imagen que su sello discográfico ha labrado para él. La respuesta de la orquesta fue brillante y, por supuesto, al puro servicio del lucimiento de Trifonov.
Antes de la obra de Strauss, la orquesta abría la velada con una brillante partitura de Enrique Rueda, su Sonata para orquesta que, trabajando con materiales beethovenianos y a modo de homenaje hacia aquel, construía todo un movimiento sinfónico de gran belleza tímbrica que el compositor malagueño había revisado para este mismo concierto. La respuesta de la ONE tenía tanto brío y energía como la propia página, y Antonio Méndez se preocupó por sacar a relucir todo el colorido orquestal de la obra en una interpretación tan sólida como apasionada.
El concierto se cerraba con la Primera sinfonía de Mahler, con el que el director de orquesta evidenciaba su amor por el compositor. También evidenciaba su deseo incandescente de compartir la obra con el público a través de una profunda reverencia hacia la partitura, hecho que en ocasiones favorecía la interpretación y que en otros pasajes supuso un problema a la hora de ofrecer soluciones personales al control de tan descomunal edificio sinfónico. Si bien el primer movimiento mostraba dificultades en el empaste de los instrumentos, Méndez parecía más preocupado por mostrar la belleza tímbrica de la página, su poder evocador y la fuerza misteriosa que destila el movimiento. Segundo y tercer movimientos evidenciaron una pasión juvenil que desbocaba a la orquesta en ocasiones pero que, al tiempo, ofrecía una visión fresca de los pasajes más célebres de la obra, como si esta fuese interpretada por primera vez. No le faltó garra a ese vals fracturado del segundo movimiento que parecía arrastrar a los músicos a un vaivén emocional con el que dejarse llevar a través de las notas. Todo parecía encaminado a ofrecer un espectáculo de fuegos artificiales en el cuarto movimiento, para poder sorprender a la audiencia con la fogosidad de ese último pasaje. La trampa era que, en realidad, había poco discurso que ofrecer bajo ese manto de brillantez técnica: no fue hasta la recapitulación del tema del primer movimiento que la orquesta retomó un cierto pulso hacia la obra, más allá de sus fuegos de artificio. El resultado fue el de las lecturas propias de una mirada juvenil, apasionada ante las cosas, incandescente y excesiva, en la que todavía quedan muchas cosas por ordenar.
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