Educación musical
De vicetiples, matamoros, vino y pasodobles: la educación del espíritu nacional en la España del siglo XXI
Rafael Díaz Gómez

Este fin de semana, con más prevención que avidez, me he descargado de la página web del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte el proyecto Conocimiento de la Seguridad y la Defensa Nacional en los centros educativos (Educación Primaria). En esa misma página se explicita sin ningún tipo de rubor que el proyecto se basa, por una parte, en retos que comparten el ministerio aludido y el de Defensa, y, por otra, en el “consenso social sobre la relación existente entre el futuro comportamiento como ciudadanos de nuestros menores y jóvenes, y la educación que estos reciben, además de en el ámbito familiar, en la escuela, una institución básica para la integración social y la adquisición de una conciencia cívica responsable inspirada en los valores de la Constitución Española.”
Debe de tratarse del mismo consenso que impide ni tan siquiera considerar la posibilidad de revisar cómo y quién accede a la Jefatura del Estado (tiene bemoles que a mientras a los niños se les ofrece la posibilidad de participar desde la escuela en el concurso ¿Qué es un rey para ti?, a quienes alcanzan la mayoría de edad ya les esté vedada la cuestión). Debe de tratarse del mismo consenso que denuncia manipulación y adoctrinamiento en cualquier ámbito escolar de territorios que no se adaptan como una bota militar al pie que en un momento dado podría pisarles (155 veces o las que hagan falta hasta que aprendan). Debe de tratarse, en fin, del mismo consenso que demonizaba el feminismo, el laicismo, el ecologismo, la no discriminación racial, sexual o de cualquier otro tipo en la no ha mucho denostada asignatura Educación para la ciudadanía.
Pero volvamos al documento, que señala que la finalidad del plan “es promover el conocimiento y sensibilización de los jóvenes escolares sobre los temas relacionados con la paz, la seguridad y la defensa” a través del desarrollo de los contenidos curriculares de las asignaturas de Valores Sociales y Cívicos en Educación Primaria y de Valores Éticos en Educación Secundaria. Se pretende difundir así “la cultura de defensa y los valores asociados a ella, como instrumento al servicio de la paz y la libertad.”
Y ahí tenemos, como quien baja a la mina, al Centro Nacional de Innovación e Investigación Educativa (CNIIE), que es quien propone el texto y las actividades que desarrollan el proyecto, dándolo todo por sacar adelante tal ideario. El CNIIE, según aclara el propio ministerio de Educación en la página web correspondiente, “se considera una unidad generadora de conocimiento e innovación en educación” con la misión específica de “contribuir a la promoción de la calidad educativa a través de la adquisición de las Competencias Básicas, prestando especial atención a los ámbitos no curriculares”. La primera de las funciones que el Ministerio le confiere al CNIIE es “la [sic] coordinaciones de actuaciiones [sic] relativas a las enseñanzas de lenguas extranjeras y los programas de eneseñanzasn [sic] de idiomas y bilingúes [sic]”, la cual, si es citada aquí, es sólo para que podamos advertir hasta qué punto es capaz de innovar el Gobierno de España, especialmente en materia de ortografía.
El CNIIE formula para Educación Primaria materiales curriculares en diez unidades didácticas. Confieso que yo no he pasado de la primera, titulada “Convivimos todos” (que no todas), por una razón de pura supervivencia anímica y física: su lectura te lleva de la risa al llanto en cuestión de décimas de segundo en un bucle dolorosamente interminable. El capítulo tiene unos contenidos o cuerpo de la doctrina y unas actividades. No me corresponde a mí en este espacio analizar los primeros (que son dos, “la convivencia democrática” y, sobre todo, “las Fuerzas Armadas”) y mejor que prescinda de considerar las ocho actividades que preceden a la novena y final, cual culminación sinfónica beethoveniana, si no consideramos la autoevaluación que cierra realmente la serie.
Esta nona actividad se articula alrededor del pasodoble de Francisco Alonso La banderita. Y tanto su planteamiento, que ignora o hace caso omiso de sus orígenes, como su desarrollo práctico muestran que el de esperpento es un concepto demasiado digno para podérselo aplicar sin temor a errar en la precisión.
Andaba terminando la segunda década del siglo XX cuando una historia de mujeres conquistó los teatros españoles (poco después hizo las américas). ¿De mujeres? Bueno, escrita por hombres pero repleta de mujeres. Féminas belicosas, procedentes de algún lugar amazónico, navegaban y raptaban varones que se llevaban luego a su residencia. ¿Para qué? ¿Para explotarlos hasta la extenuación? No, no las pasemos de revolucionarias: para casarse con ellos, aunque, eso sí, por sorteo. Mientras tanto, las chicas en el escenario suponemos que, como se dice poco antes del genial (por surrealista) garrotín de La corte de Faraón, “de cintura para abajo, / todo, todo lo movían / y enseñaban muchas cosas / de cintura para arriba”. Porque Las corsarias, que así se titulaba la obra, aunque calificada por sus autores como de humorada cómico lírica, era en realidad una revista de visualidad al uso, la primera de las que le darían lustre a la fama y a la cuenta bancaria del maestro Alonso. Se estrenó en El Teatro Martín de Madrid, un lugar especializado en el género sicalíptico, el 31 de octubre de 1919.
En este tipo de obras el hilo dramático era en demasiadas ocasiones un cañamazo para la inclusión de números de conjunto espectaculares (desde el punto de vista masculino heterosexual, por la sobreexposición de vicetiples) y de músicas pegadizas. Poco importaba la verosimilitud argumental, y si por algún lugar de a miles de kilómetros pasaba un contingente de soldados españoles camino de la guerra que su país sostenía en Marruecos, pues venga, que pasara. Aquí es donde se incardina El pasodoble de la Bandera, popularmente conocido como La banderita.
La llamada Guerra de África, escuela militar de verdaderos patriotas, como las dictaduras de Primo de Rivera y de Francisco Franco se encargaron de demostrar, fue un conflicto colonial impulsado por el capital hispano en busca de mercados y de materias de primas. En él murieron, además de los propios habitantes de las zonas objeto de conquista, españoles que por falta de recursos no podían eludir la movilización, lo cual fue causa de no pocos disturbios y protestas. En la tarea de sofocarlos se empeñaron varios medios (los de comunicación en primera línea, por supuesto) recurriendo a la exaltación del nacionalismo más patriotero y haciendo uso ya entonces (y antes y después) de alguna variante del tan socorrido “¡a por ellos, oé!”
Algunas músicas y sus letras ayudaron el proceso. Estoy pensando, por extraño que resulte, en el actual Himno de la Comunidad Valenciana, nacido en 1909 para una exposición regional (y que merece un extenso capítulo aparte), con letra de Maximiliano Thous y música de José Serrano, o en La canción del soldado, del mismo autor musical y texto de Sinesio Delgado, de 1917, próxima, pues, al estreno de Las corsarias y que le valió a Serrano varias distinciones y reconocimientos militares y borbónicos, similares a los que obtendría Francisco Alonso con su pasodoble.
Porque La banderita fue, según cuenta el relato, un triunfo señero, al punto de representar los ejércitos españoles de campaña en África: “se convirtió en un himno del ejército español en las guerras de Marruecos”, hace saber la actividad del CNIIE que estamos tratando, como si las guerras de invasión colonial fueran una anécdota inevitable exenta de responsabilidades. La letra de Enrique Paradas y Joaquín Jiménez (un tándem de libretistas bastante prolífico y de no pocos éxitos entre los cuales figura La chula (que no el chulo) de Pontevedra) es sin duda la más apropiada para formar la sensibilidad del alumnado de Primaria: alusiones a la tierra mora, al vino de Jerez y de Rioja (¡viva el vino!, que exclamaría M. Rajoy) y a la bandera con la que se ha de cubrir el cadáver caído lejos de la Patria.
Pero por si con la escucha del pasodoble no bastara, la propuesta incluye una delirante perfomance en la cual el alumnado, provisto de tapones rojos y amarillos, marcará con ellos el pulso y el compás del pasodoble, los manejará en una suerte de trile y marchará marcando el paso (no se indica que este ha de ser el de la oca) para dejar los tapones en un lugar en el que han de formar la bandera de España. Por su puesto, la marcha puede ser coreada y al final “se dará un aplauso”. “Con dos cojones”, podrían haber añadido.
Y este es el nivel que tenemos (¡cómo no traer a la memoria ahora la reciente porfía poética de Marta Sánchez para la Marcha real!). He leído por ahí que ante el revuelo generado por la noticia, el Ministerio se plantea suprimir la actividad. Es lo mismo. Sólo haberla pergeñado revela en manos de quiénes estamos, impresión que podemos confirmar repasando otras páginas del proyecto.
Lo siguiente, si es que se ha llegado hasta aquí (o ya desde hace un buen rato) es que se me acuse de antiespañol. Es la eterna canción. No se puede esperar otra cosa de quienes se apropiaron violentamente de los símbolos patrios e impusieron su mentalidad uncida a ellos (férreo fue el yugo); de quienes por sistema se han negado a condenar ninguna de las dos dictaduras españolas del siglo pasado y a reparar a sus víctimas; de quienes fueron capaces de represaliar a Maximiliano Thous (valencianista a la vez que español y republicano) o al propio Enrique Paradas (sí, el autor de la letra de La banderita, militante de la UGT de entonces) después de haberlos utilizado; de quienes siguen atados y bien atados al pasado con las longanizas de un sistema pretendidamente modélico llamado Transición que cada vez se nos evidencia más carcomido. De alguna forma lo explicaba José Bergamín el 6 de octubre de 1979 en un artículo en El País titulado “Un pasodoble redoblado”. Y con envidia estilística me permito acabar como él: “¡y rataplán, y rataplán, y rata, rata, rata, rataplán!”
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