Italia
No quedó nadie para acabar la Salve Regina
Lars Hvass Pujol

Dialogues des Carmélites es una de las óperas de repertorio de más reciente composición, estrenada en italiano en el Teatro alla Scala de Milano en el 1957 y el mismo año en francés en la Opéra de París. Este éxito se debe a la grande profundidad espiritual y emocional del sujeto que contrasta positivamente con la sencillez dramatúrgica, la claridad musical y la expresa voluntad de Francis Poulenc de inspirarse en compositores del pasado.
De hecho, Poulenc dedicó Dialogues a tres compositores: Monteverdi, Verdi y Musorgskij, en los cuales declaró haberse inspirado. Del último seguramente había cogido el color musical y la harmonía, de Verdi el lirismo, y de Monteverdi la importancia de la prosodia y la palabra, reinante sobre la música. La ópera se divide en tres actos y doce cuadros, con algunos interludios instrumentales, los cuales proporcionan el tiempo necesario para los cambios de escena e introducen el nuevo color del cuadro siguiente. La secuencia de los cuadros pincela y pone la atención en algunos episodios de la vida de Blanche de la Force, una joven aristócrata que, presa del miedo a la vida y al contesto revolucionario de la Francia de los últimos años del siglo XVIII, decide entrar en un convento de carmelitas.
Figuras importantes al interno del convento para Blanche son la madre abadesa Madame de Croissy, mujer de grande carácter y fortaleza espiritual, y Soeur Constance, que, con su vitalidad y fervor mezclados con un poco de ingenuidad, crea un fuerte contrasto con la idealización e intención de los votos conventuales, que para Blanche se definen por la seguridad, la tranquilidad y un cierto grado de heroísmo. Será de hecho este heroísmo a caracterizar la comunidad entera cuando, después de las supresiones de los órdenes religiosos por el gobierno revolucionario, las monjas decidan todas juntas hacer voto de martirio y no rechazar a la vida comunitaria a pesar de la expulsión del convento.
Yendo contra la ley, al ser descubiertas, el gobierno revolucionario las arrestará y condenará a muerte a la guillotina por antirrevolucionarias, lo que sucederá el 17 de julio del 1794. Una trágica historia basada en hechos reales (las dieciséis monjas serán canonizadas como mártires en el 1904), que requiere para el espectador una realización visiva sencilla y a la vez profunda. Es esta sin duda la gran virtud de este espectáculo que ha presentado el Teatro Comunale di Bolognatras su paso por el Théâtre des Champs-Élisées (París) y La Monnaie (Bruselas).
La dirección escénica de Olivier Py (también escritor, actor y teólogo), con las escenas de Pierre-André Weitz y las luces de Bertrand Killy, nos sumerge en un ambiente frío, gris y a la vez austero, pacífico y vacío. Py relaciona este color con la ausencia de Dios en este siglo: "el ansia de no ser un santo, esta sed de absoluto nunca apagada, este intento para que el bullicio de este siglo no consiga aturdirnos, son la única prueba de la existencia de un Dios de amor". Y es quizás a través del uso de la luz que conseguimos entrever este amor: luces fuertes, puras y blancas que provienen de puntos muy claros, aunque invisibles: desde el alto o desde el suelo, de entre los árboles o de entre las rejas de la cárcel.
Esta luz convive también con una luz terrena, amarilla, de velas, esta vez muy visibles y que llegan a veces a cegar al público parte de la escena. Luces etéreas y terrestres, colores serenos y tristes, y una escena aparentemente sencilla y a la vez genial: cuatro grandes paneles hacen un fondo a mitad escena y fungen de pared. Si se abren un poco hacia los lados forman una cruz que en pocos segundos transportan al espectador desde el palacio de la familia de la Force al convento de las carmelitas (única crítica de la escenografía va dirigida al Teatro Comunale, que no ha estado a la altura respecto el Théâtre des Champs-Élisées por lo que concierne la limpidez de movimiento de los paneles escénicos). Con los dos paneles de abajo y unos árboles del mismo color gris pero bellamente iluminados detrás, Py nos sitúa en el jardín del convento, dentro el muro de la clausura.
Un gran cambio de color y de perspectiva en el cuarto cuadro del primer acto lo destaca del resto de cuadros (también para Poulenc éste era el cuadro más importante): la muerte de la madre superiora viene vista desde el alto por el público, la cama colgada en el centro del escenario, el suelo de la habitación es ahora el fondo del escenario, el cual viene caracterizado con un tono blanco manchado por largas sombras provenientes de una ventana puesta en suelo del escenario.
Vemos la muerte como si fuéramos Dios, y las hermanas de Madame de Croissy la asisten desde abajo, desde su/nuestro mundo real, incapaces realmente de llegar a tocarla. Y es una muerte difícil, lo admite ella misma: "Dieu s'est fait lui-même une ombre… Hélas! J'ai plus de trente and de profession, douze ans de supériorat. J'ai médité sur la mort chaque heure de ma vie, et cela maintenant ne me sert de rien!…" (acto I, cuadro IV).
Son este tipo de decisiones escénicas que refuerzan el contenido teológico y filosófico de la ópera. Los interludios instrumentales, casi innecesarios por los cambios de escena tan veloces, vienen usados, en diversas ocasiones, para poner en escena pequeñas representaciones de los momentos de la vida de Cristo. Son las propias monjas, que con algunos elementos escénicos de madera clara (las alas de los ángeles, el agnus dei, las aureolas, la cruz), figuran la anunciación, la natividad, la última cena y la crucifixión, desarrollando así un paralelismo entre la vida de la comunidad y la vida de Cristo; al mismo tiempo, estas representaciones estáticas dotan las monjas de una doble identidad, pierden las ataduras a su personaje para ser conscientes actores, verdaderamente humanos, de una voluntad de comunicación espiritual superior. Y a esta voluntad, se funden las monjas en la maravillosa escena final: en coro, vestidas de blanco simbolizando la pureza, cantan un Salve regina; cuando llega su turno en la guillotina, un sonido seco silencia una voz, la monja se gira y camina hacia el cielo estrellado que se ve al final del escenario, y en él desaparecen causando gran impresión y emoción. Con la muerte de Blanche cantando ya sola, termina la ópera, no quedando nadie para acabar la Salve Regina.
Musicalmente la orquesta del Teatro Comunale di Bologna, dirigida por Jérémie Rhorer (como ya hizo en 2013 en la producción original), consigue un sonido compacto, tenebroso, de grande sentido lírico. Se destacan por su fuerte carácter los interludios instrumentales, pero en algunos momentos vocales la dirección de Rhorer olvida que Poulenc escribió la orquestación como expreso acompañamiento de la voz (siguiendo la concepción monteverdiana), y privilegia la expresividad respecto al balance con los cantantes.
Del reparto de cantantes, que en conjunto funciona perfectamente, destacan Hélène Guilmette (Blanche de la Force) y Sandrine Piau (Soeur Constance). La primera, que a pesar del anuncio de su resfriado ha conseguido mantener una voz clara y expresiva del tormento interior de Blanche; con voz más versátil y juvenil, la Soeur Constance di Sandrine Piau es un convincente contraste, tanto por carácter como por voz, a Blanche.
La muerte de Madame de Croissy ha sido maravillosamente interpretada por Sylvie Brunet, aunque menos convincente en el segundo cuadro del acto I. Bellísima voz de Marie-Adeline Henry interpretando la nueva abadesa Madame Lidoine. Para concluir: haciendo honor al título de la ópera y a la importancia que Poulenc atribuye a los coros sacros en su obra, las diecisiete monjas del Carmelo (solistas y coristas) forman un coro suave, amalgamado y de grande fuerza, transmitiendo un fuerte sentido de comunidad y de espiritualidad.
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