Artes visuales y exposiciones
Desde Monet a Picasso
Juan Carlos Tellechea
Una maravillosa exposición, no exenta de sorpresivos contratiempos, tiene lugar en estos meses en el Museo Albertina, de Viena, una prestigiosa entidad que conserva una de las más importantes colecciones de arte del mundo. Con más de un millón de obras la institución cubre seis siglos de historia del arte, desde el Medievo tardío y el Renacimiento hasta la época contemporánea. Muchas de sus piezas pertenecen desde hace bastante tiempo al Patrimonio Artístico de la Humanidad.
La exhibición, titulada Monet bis Picasso (Desde Monet a Picasso) presenta algunas de las más importantes obras maestras clásicas modernas del propio museo y de la colección privada del matimonio de Herbert y Rita Batliner, del Principado de Lichtenstein, cedida en 2007 (hasta 2026), que abarca más de 500 cuadros y 30 esculturas. La cesión se vió enfrentada a imprevisibles percances, tras el descubrimiento de obras falsificadas en dicho grupo, como veremos más adelante.
Tras el gran éxito alcanzado con la fabulosa muestra sobre Rafael, visitada por casi 400.000 personas, el director del Albertina, el historiador de arte Klaus Albrecht Schröder, continúa con su política de presentar al público exhibiciones interesantes con los aportes de sus propios fondos y de otros destacados museos internacionales.
La presentación comienza con óleos del Impresionismo (Pierre-Auguste Renoir, Alfred Sisley, Claude Monet, Henri de Toulouse-Lautrec, Edgar Degas, Paul Cézanne y Henri Labasque); y continúa con puntillistas y fauvistas (Paul Signac, Théo van Rysselberghe, Henri Matisse, Maurice de Vlaminck, André Derain, Georges Braque, Robert Delaunay y Henri Manguin).
El siglo XIX marca el comienzo de la era de la fotografía (en 1839, paralelamente, Louis Jacques Mandé Daguerre, en París, y William Henry Fox Talbot, en Londres), una técnica que se masificaría a finales de la centuria. El Impresionismo funcionaba fotográficamente, ya que entregaba imágenes luminosas, representaciones y escenas que capturaban la luz solar. El núcleo se desarrolló en la década de 1860 en el taller de Charles Gleyre, uno de los profesores de la Academia de Arte de París. Gleyre daba clases paralelas de forma privada y a sus cursos asistieron Monet, Renoir y Sisley, quienes se convirtieron en pioneros del antiacademicismo. En lugar de interiores, pintaban paisajes, en lugar de hechos históricos, la vida cotidiana, en lugar de iluminación artificial aprovechaban la luz a cielo abierto, y en lugar de copiar o imitar a los antiguos maestros, pintaban libremente, de forma suelta y despojada. Así se abrió el camino desde la óptica a la estética moderna, y no sorprendería la inmediata aparición de los neoimpresionistas, como los calificara el escritor, crítico e intelectual Félix Fénéon. Georges Seurat es considerado el inventor de un nuevo ismo que él llamó Divisionismo, una técnica que hoy denominamos Puntillismo y que vino a enriquecer la espontaneidad en la pincelada y el método en la aplicación del color, prescribiendo la complementariedad de las tonalidades vecinas. Muerto Seurat en 1891 le sucedió Signac en el papel de mentor de esta corriente. Se aproximaban ya renovaciones en la pintura y en 1905 se concretaron cuando Matisse y Derain trabajaron juntos en la localidad de Collioure (costa del Mediterráneo próxima a la frontera con España). Con la fundación del Fauvismo el color se hizo desde entonces mucho más intenso y contrastante, e hicieron su aparición las naturalezas muertas (o bodegones) prácticamente inexistentes en el Impresionismo.
Otro de los apartados está dedicado a la mecanización del mundo, con óleos de Fernand Léger, Johannes Itten, Vassily Kandinsky, Frantisek Kupka, Amedeo Modigliani, Pierre Bonnard y Henri Matise, así como con un gouache sobre papel de Robert Delaunay. Diez años después de sus Demoiselles d'Avignon, el arte de Pablo Picasso dió un giro. Lo siguió Léger y el año 1925 marcó su vuelco hacia el orden. Era el año de la gran exposición de París que procuraba llevar al primer plano lo decorativo en las artes, el Art Déco. Le Corbusier estaba representado allí con su Pavillon de l'Esprit nouveau y Léger fue uno de los testigos de ese nuevo espíritu; las paredes del pabellón fueron decoradas con sus pinturas.
Naturalmente los cuadros de Léger eran todo menos escapistas, y precisamente en la anonimización, uniformización y mecanización se hace reconocible una tendencia de la época. Esos rostros están distanciados, en los conceptos introducidos en la estética por el estructuralista ruso Viktor Sklovskij. Ese distanciamiento tuvo su correspondencia en el mundo de las ideas socialistas, como resultado de la unificación política forzada en el proceso laboral que convirtió a los seres humanos en funcionarios. El arte de Léger, como se manifestara a mediados de la década de 1920, puede ser que haya sido decorativo, pero de ninguna manera estuvo despegado de la realidad
El Surrealismo está representado aquí con obras de Max Ernst, Joan Miró, Hans Arp, René Magritte y Paul Delvaux. El Manifiesto, publicado por André Breton en 1924, describe esta corriente como el automatismo puro con el que verbalmente o de forma escrita se quiere expresar el proceso del pensamiento; un dictado sin control de la razón, más allá de toda reflexión estética o ética. Esas paradojas solo se le pueden ocurrir a quien esté ejercitado en los métodos de la disciplina y Breton tenía desde un principio cierta inquisitoria,
Quien deseaba ser surrealista, como era el caso de Max Ernst, quien había nacido en 1891 en Brühl (cerca de Colonia), había estudiado filología clásica (latín y griego antiguo) y vivía en París desde 1922, se empeñaba al máximo para lograrlo y debía someterse periódicamente a una prueba de fidelidad a la línea. En algunos períodos estuvo a punto de ser excluido del movimiento y en 1938 decidió por fin tomar cierta distancia de los cuadros revolucionarios. Tras su afortunada emigración a Estados Unidos en 1941 siguió unido al círculo que se reencontró en Nueva York y dió clases de apoyo sobre la modernidad al arte de ese país.
El Surrealismo es un acto irreflexivo, según el Manifiesto, pero en la práctica esto no funciona así; se necesita una gran diversidad de preparativos; y precisamente Max Ernst fue el maestro de la planificación y de las consideraciones previas, el gran experimentador que dió al universo de las imágenes surrealistas un carácter especialmente inconfundible con nuevas técnicas y orientaciones. Se dieron además diferentes factores que llevaron al éxito de este movimiento; una programática clara en la reconversión del psicoanálisis en el arte: un empuje en la orientación ideológica hacia una sociedad sin clases, un Manifiesto que definía las características comunes, una revista fundada en 1924, La révolution surréaliste, una identidad de grupo, y finalmente la figura central del organizador, inspirador y fustigador André Breton.
El más surrealista de todos los artistas fue Joan Miró, quien siguió meticulosamente el dictado surrealista del automatismo. Meticulosidad significaba que Miró preparaba sus cuadros con una diversidad de esquemas y bocetos; y automatismo significaba que ninguna otra obra de esa época era tan arrojada, espontánea y causaba tanta impresión inconsciente como la que estaba realizando.
El Expresionismo, por su parte, está fuertemente personificado en la exposición con cuadros de Edvard Munch, Erich Heckel, Ernst Ludwig Kirchner, Karl Schmidt-Rottluff, Emil Nolde, Max Pechstein, Otto Müller, Gabriele Münter, August Macke, Alexei von Yavlensky, Heinrich Campendonk, Lyonel Feininger, Oskar Schlemmer, Paul Klee, Max Beckmann, Okar Kokoschka, Wilhelm Thöny, Herbert Boeckl y Rudolf Wacker.
El arte moderno se encuentra bajo el signo de la autenticidad. En lugar de fuerza, puede mostrar debilidad, en lugar del autor de un crimen, a la víctima, y lo feo, lo repugnante, lo doliente y lo despreciado es por lo menos tan atractivo como lo bello, la alegría y el placer. Lo que se representa puede ser que no sea agradable, pero es la verdad de una existencia sin tapujos. La creación de Edvard Munch brindó una imagen de autenticidad hasta entonces desconocida. No solo los motivos que el repetía hasta la obsesión, sino su lenguaje pictórico, la rotación de sus líneas, el agobio de sus siluetas, el derribamiento de sus perspectivas hablan el idioma del desasosiego, una amenza para el equilibrio mental.
Otro de los capítulos está dedicado a la Vanguardia Rusa, desde Marc Chagall hasta Kasimir Malevich, con artistas como Mijail Larionov, Natalia Goncharova, Aristarc Lentulov y Nikolai Suetin. Y es en este punto donde debemos hacer un alto para explicar el percance ocurrido. De los vanguardistas rusos, concretamente de Malevich y de Alexandra Exter, se han descubierto algunas falsificaciones en los últimos tiempos que han afectado la reputación de varios museos, entre ellos el Albertina y la Kunstsammlung Nordrhein-Westfalen (La colección de arte de Renania del Norte-Westfalia), de Düsseldorf. Si bien en los respectivos contratos se estipulaba que la presentación de las obras debiera hacere previa verificación ténica de su autenticidad, los museos no aguardaron hasta tener sobre la mesa los resultados finales de las comprobaciones que se estaban demorando mucho. Esto fue nefasto.
Desde el punto de vista financiero o económico no hubo daños, porque las obras fueron donadas o cedidas a esas instituciones. Pero el perjuicio para su renombre no es menos grave. La falsificación de un supuesto cuadro de Malevich (Rectángulo negro, cuadrado rojo que él nunca pintó) perjudicó a la entidad de Düsseldorf, mientras que el falso óleo de Exter (Dinámica de color, azul, blanco, rojo, de 1916-1918) que integraba el grupo de la colección Batliner (el matrimonio lo adquirió a una galería de Múnich) dañó al Albertina, museo que lo había exhibido en varias oportunidades y que al descubrirse el fraude lo apartó inmediatamente de sus muestras.
Se desconoce si los Batliner fueron víctimas de un engaño o si el cuadro les fue vendido de buena fe. Lo cierto es que la obra pertenece a un grupo cuya proveniencia fue simulada (como lo fue el caso del pintor y falsificador Wolfgang Beltracchi, condenado en 2011 por una corte de Colonia, por haber estafado a galerías de Europa, Estados Unidos y Japón). La amplitud de la operación delictiva se estima es una de las mayores desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Además de museos fueron engañados comerciantes, galerías y coleccionistas que pagaron millones de euros por estas obras falsificadas.
Se había dado como origen la supuesta colección de un tal Kurt Benedict (que nunca existió). El Exter desterrado al depósito del Albertina provenía de ese grupo y según el catálogo de existencias de la Galerie Biedermann, de Múnich, publicado en 2005 por la editorial especializada Brandstätter-Verlag, fue en ese entonces que pasó a propiedad de la familia Batliner. No fue ésta la única adquisición errónea del abogado y coleccionista de Lichtenstein. Otras falsificaciones fueron descubiertas mientras se preparaba la exhibición precedente, Desde Chagall a Malevich – la Vanguardia Rusa (Albertina, entre febrero y junio de 2016). Exhaustivos análisis realizados en Londres y Zúrich de los materiales empleados en los cuadros descalificaron a un total de siete obras de la colección Baltliner. Algunas de esas falsificaciones (imitando, copiando o inventando óleos de Liuvov Popova, Alexandra Exter, Alexander Rochenko e Iván Puni) fueron compradas en la Galería Orlando, de Zúrich que al parecer fue asimismo víctima de un engaño, aunque las autoridades judiciales de Suiza investigan el asunto. Lo cierto es que los cuadros no son de la época de esos artistas. Desde el punto de vista estadístico es probable que de las más de 500 piezas de arte de Baltliner haya algunas que no son lo que pretenden ser.
Pero volvamos a la exposición, Pablo Picasso tiene su propia sección en la muestra con varios óleos y piezas de cerámica suyos, así como con obras de Juan Gris y Georges Braque. Por último la exposición concluye con una serie que el museo Albertina ha definido como La búsqueda del origen y en la que reúne piezas de Alberto Giacometti, Germaine Richier, Jean Dubuffet, Francis Bacon y Karel Appel.
Ninguna etapa estuvo tan remitida a la tradición como la época moderna. Para su enfático culto de lo nuevo necesitaba urgentemente de lo antiguo a fin de tomar distancia de ello. Sin embargo, no todo lo diferente podía tener la pretensión de ser arte, ante lo que desde hacía largo tiempo había sido identificado como tal. Se podrían desmentir, desmontar, ironizar y travestir las obras maestras de formas canónicas, pero se necesitaba de ellas urgentemente. Se creaban al mismo tiempo obras cúspide. Demoiselles d'Avignon (1907), de Picasso, es quizás el ejemplo más famoso de una obra maestra en la época de su cuestionamiento. El pintor español se orientaba hacia el arte primitivo de África y Oceanía, territorios y continentes puestos en la mira para colonizarlos. La obra maestra de Picasso dió un escenario a las formas no europeas, pero también mostró cómo el arte, a su vez, echa una mirada colonialista al mundo y lo examina en la búsqueda de su utilidad.
Quizás no hubiera sido necesaria la experiencia de la Segunda Guerra Mundial (1939–1945) para que surgiera el Existencialismo, esa filosofía con todos los signos de la incomprensibilidad y el hermetismo más inimaginables; pero fue seguramente insoslayable para hacer de ella un estilo de vida. El estilo existencialista se conviertió en una moda, con vestimentas de color negro, pulóveres de cuello alto, cigarrillos sin filtro en la boca y la problemática de la existencia en el corazón. El existencialismo estuvo marcado por la experiencia del no decir nada, por la expectativa del fracaso, y por la visión de que detrás de cada existencia no hay nada más, como lo exponía Jean-Paul Sartre en sus declaraciones de miles de páginas.
¿Cómo debería tratar el arte este asunto? ¿Cómo presentar la nada como expectativa? Todo artista sabe lo que significa fracasar; toda empresa fallida no tiene nada de heroico. Alberto Giacometti, como ningún otro creador de las décadas de 1940 y 1950, buscaba asirse al Existencialismo tan esencial y sustancialmente como le fuera posible. Sus obras respiran ese sentimiento de carecer de morada en este ruinoso mundo que terminaba de salir de una catástrofe. Sus figuras luchan contra las condiciones básicas de su existencia. El mérito de Giacometti fue finalmente el de unir el material y el medio al gesto de quedar expuesto para que lo vieran nuestros ojos. La existencia es atemporal, pero esta existencia es moderna. El automatismo como lo propagaban los surrealistas tenía algo de intencionado, de previamente controlado; era el producto de la reflexión. Por el contrario, el arte realista, duro, descarnado, crudo como lo proponía Jean Dubuffet con su Compagnie de L'Art brut, fundada en 1948, debería provenir literalmente de las entrañas o al menos de la psique, cuyas conexiones racionales hubieran quedado largamente fuera de control.
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