Reino Unido
En la oficina de Goro
Agustín Blanco Bazán
El Festival de Glyndebourne abrió este año con su primera producción de Madama Butterfly en una regie cuya principal sorpresa fue, en el primer acto, el reemplazo de la casa de sueños comprada por Pinkerton por la oficina de Goro, aquí jerarquizado como próspero agente matrimonial en la Nagasaki de postguerra. Por la oficina deambulan constantemente marineros calientes por “casarse” con jóvenes japonesas que acuden engañadas a un entrenamiento que incluye la proyección de una peli sobre como ser una buena esposa “americana.” También puede verse a través de una ventana un cartel de “Hotel” en luces de neón, presumiblemente para que los marineros se lleven allí a sus nuevas esposas.
Pero ocurre que ni siquiera la falsificada traducción de los sobretítulos alcanza a soslayar el hecho que el texto se da de patadas con la escenografía. Ello porque no es posible reducir la casa donde Pinkerton atrapa a su víctima a una pequeña maqueta sin aceptar que este “fiorito asil” es un espacio constitutivo y esencial de la obra. “¡Si las paredes hablaran!” es un dicho que viene como anillo al dedo para comprender una obra en que la protagonista llega a un “nido nuziale” que termina enredándola como una tela de araña hasta aniquilarla. Y aún cuando a la regisseur no le quede mas remedio que mudar la acción a una convencional estampa japonesa de la casa en el segundo y tercer acto, es imposible solucionar el defecto inicial de un dúo de amor entre escritorios y ficheros y con una segunda proyección de “Como ser buena esposa americana.” Peor aún, el cielo raso se abre torpemente, como si en respuesta a la exclamación de “Quante stelle!” un tramoyero corriera el techo para mostrar un cielo estrellado. ¡Si por lo menos se la llevara al hotel! Después de todo, ¿para que lo pusieron tan cerca? Y una vez en el hotel, deberían haber hecho transcurrir allí los dos últimos actos, tal vez como en una pocilga que la protagonista imagina como un paraíso. Pero no. Esta es una regie inconsistente con sus propias premisas y siempre mas preocupada de disparar un mensaje ideológico como si fuera un panfleto distribuido a los gritos en una manifestación callejera.
La decisión de convertir a Goro en el orquestador principal es en cambio un acierto porque realza el perfil de un personaje clave, pero el matrimonio en su oficina aniquila el personaje de Sharpless, siempre merecedor de una mayor relevancia que la asignada en la mayoría de las puestas de la obra. La idea de un cónsul invitado a brindar por un compatriota en una agencia matrimonial es tan inverosímil como pretender que, en el segundo acto, el cónsul vuelve a un lugar que no ha visitado nunca para dar una mala noticia a la esposa. Y en la oficina del primer acto Sharpless vaga como un marciano en un lugar donde no tiene porque estar perdiendo así su carácter de autoridad y corifeo observador que apela a la consciencia de Pinkerton.
A partir del segundo acto la regisseur se inclina por la alternativa ya probada en otras puestas de vestir a Butterfly a lo occidental, con un traje sastre color pastel y tacos altos. Y es un acierto que la protagonista se ponga a ver televisión fumando mientras Yamadori, Goro y Sharpless la miran asombrados por su neurótica cerrazón a admitir la realidad. Pero en general son pocos los momentos dedicados a definir los rasgos psicológicos y emocionales de los personajes, porque, bien claro lo dice la regisseur en su nota en el programa de mano, ella se centra en proclamar “el choque cultural representado en la dinámica de poder entre Butterfly y Pinkerton.” ¡Si por lo menos se hubiera fijado en que el producto de este choque cultural es un niño rubio (“i bei capelli biondi…), no uno con pelo azabache! Pero no: a esta regisseur no parece interesarle mucho ni el texto ni la música de la mas sutil y escurridiza de las creaciones de Puccini. Y también ignora las dificultades de rito final que comienza cuando Suzuki empuja al niño desde fuera de la escena para evitar el suicidio de su madre. La instrucción escénica de los creadores es bien clara: “Se abre la puerta de la izquierda y se el brazo de Susuki que empuja al niño hacia la madre.” En esta escenografía, el párvulo escucha escondido el último diálogo entre Butterfly y Suzuki, para saltar justo en el momento en que la madre se apresta a abrirse el estómago. Pero esta sobre-dramatización ignora algo esencial: empujado por Suzuki, el niño no sabe lo que está pasando y es así que cae inocentemente en el regazo de Butterfly. Al hacerlo partícipe consciente del drama, la regisseur se apuñala a si misma con su propia inconsistencia. Porque, ¿Cómo es posible que un niño que desesperadamente evita que su madre se mate se va a quedar jugando lo mas despreocupado, cuando ella, luego de haberle cantado su “Addio…” desaparece con su puñal detrás del panel corredizo de la izquierda? ¡Y justo desaparece siguiendo la misma ruta de Suzuki, que, presumimos, está en la antesala detrás del panel, y que va a seguir tratando de prevenir el suicidio de Butterfly!
Me atrevo a decir que así como es indispensable que Lucia mate a su marido fuera de escena, es también indispensable que Butterfly se suicide frente al público en lugar de aparecer al final como un grand guiñol ensangrentado que recuerda, precisamente, a Lucia. Por pequeñas que parezcan, este tipo de inconsistencias son las que frecuentemente terminan arruinando la atmósfera de credibilidad indispensable en cualquier buena puesta en escena. Los talentos de Annilese Miskimmon como regisseur (he visto cosas muy buenas de ella) asomaron tímidamente en la incredulidad de Sharpless, Goro y Yamadori frente a la tozudez de Butterfly y la angustiada desorientación de Pinkerton, Susuki, Kate y Sharpless en la escena final. También hubo un momento de gran poesía cuando Butterfly se balancea suavemente al compás de la canción de cuna a boca cerrada que ha puesto en el gramófono, mientras espera en vano a su marido.
La falta de atención a las sutilezas escénicas de Madama Butterfly fue correspondida con similar descuido por Omer Meir Wellber con una dirección orquestal enérgica, a veces estridente y de una urgencia y apasionamiento mas apropiados para Tosca que para Madama Butterfly. Y también la Cio-Cio-San de Olga Busuioc fue enérgica y apasionada a lo Tosca o a lo Norma, sin filados de mezzo piano sino siempre espetándolo todo a plena voz y mas bien en forte. ¡He aquí una buena cantante en un rol equivocado! Joshua Guerrero cantó un Pinkerton abiertamente destemplado en el registro medio pero con buen pasaje a agudos bien redondeados y Michael Sumuel intrpretó un Sharpless vocalmente cálido y de atractivo legato.
Carlo Bosi aprovechó el papel protagónico propuesto por la regie con buena actuación y excelente fraseo. Pero lo mejor fue la Susuki de Elizabeth DeShong, una mezzo profunda con el registro bajo mas sólido y bien proyectado de que tenga memoria, y una descomunal fuerza de proyección acentuada por un lacerante squillo. Cuando veo que está cantando Angelina en Cenerentola o Arsace en Semiramide me pregunto cuando le llegará la oportunidad de una Ulrica en Ballo, Marfa en Khovanshchina o Erda en Oro del Rhin y Siegfried. La forma en que su Suzuki encara a Pinkerton en la última escena fue de un histrionismo difícil de igualar.
El Festival de Glyndebourne se extiende hasta el 26 de agosto e incluye este año reposiciones de El caballero de la rosa de R. Strauss y los antológicos Giulio Cesare y Saul de Haendel. En agosto Mundo Clásico reseñará las dos restantes nuevas producciones de Pelléas et Melisande (Debussy) y Vanessa (Barber).
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