España - Cataluña

La moda del contratenor

Jorge Binaghi
miércoles, 13 de junio de 2018
Jaroussky en Barcelona © A. Bofill, 2018 Jaroussky en Barcelona © A. Bofill, 2018
Barcelona, martes, 5 de junio de 2018. Palau de la Música Catalana. Orfeo ed Euridice (5 de octubre de 1762, Burgtheater, Viena), libreto de R. de’ Calzabigi y música de Ch. W. Gluck. Versión de concierto. Intérpretes: Philippe Jaroussky (Orfeo), Chantal Santon (Euridice), Emöke Barath (Amore). Coro de Cambra del Palau de la Música (Simon Halsey, director artístico / Xavier Puig, director principal). I Barocchisti. Dirección: Andrea Marchiol
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Lo de siempre. Durante años no he visto una sola versión de esta gran obra, y ahora, en dos meses, dos versiones distintas. Aunque esta sólo sea en forma de concierto (seguramente para promocionar la grabación que ha salido recientemente) en una sola función aquí, y, por suerte rescate la versión italiana inicial (hora y veinticinco sin intervalos). La anterior, hace un mes, fue la francesa de 1774 para tenor (en la Scala, con Mariotti y Flórez, que también he reseñado aquí).

El público que casi colmaba la enorme sala del Palau me temo que haya ido más atraído por la presencia de Jaroussky (aquí, como en todas partes, sumamente admirado) que por la obra.

Antes de hablar del protagonista diré que la versión dirigida por Marchiol con ese excelente conjunto (animado desde el vamos por Diego Fasolis) que son I Barocchisti, con sede en Suiza (Lugano), fue excelente, fluida, y si no hubo ningún aplauso hasta el final fue precisamente por esa naturalidad con que se sucedían recitativos, arias, coros, dúos, la obertura inicial y algunos otros maravillosos solos del grupo. Ciertamente con tales mimbres este Gluck pareció más de un barroco tardío, ‘simplificado’, más ‘serio’ y hasta austero, sin tanta pirotecnia vocal y con un libreto superior (la calidad de los recitativos y ariosos por fuerza requiere una música admirable como ésta). Claro que hay música de menos, y no me refiero sólo al ballet (larguísimo) de la versión de París, y que en teatro resulta muy poco teatral (como el del Idomeneo mozartiano): falta la magnífica entrada del espíritu bienaventurado o de Euridice, Amor tiene sólo un aria inicial, etc.

Cada uno tiene su visión de la obra y de sus diferentes ediciones, y quienes prefieren la orquesta ‘romántica’ y ‘pesada’ de la revisión de Berlioz en 1859 destinada a Pauline Viardot (que dicho sea de paso fue la que durante más de un siglo salvó del olvido a la obra) seguramente habrán encontrado a faltar más pathos y sobre todo más ‘hedonismo’ en el segundo acto. En revancha, los actos extremos fueron contemporáneamente severos pero muy expresivos. El público los ovacionó.

El coro de cámara del Palau ha trabajado mucho y sus resultados fueron admirables desde el vamos. Fueron, con razón, muy aplaudidos.

Una rosa roja en la mano y depositada en el suelo, finalmente entregada a la recuperada Euridice, dos sillones, Amor que entra por detrás del coro, fueron las únicas concesiones a la ‘teatralidad’. Eso y la gestualidad, también medida, de los intérpretes.

Excelente Amor el de Barath, una soprano líricoligera pero con cuerpo en la voz, no la habitual soubrette de voz pequeña e insípida. Si ella no tiene mucho más que cantar tras su aria, tampoco Euridice que hace su aparición al final del segundo acto y cumple labor relevante en la primera parte del tercero (su gran aria ‘Che fiero momento’ debería ser más conocida), pero Santon (o Santon-Jeffery) le dio un brillo notable por la intensidad del acento, la opulencia de la voz, que parece habilitarla para otros repertorios, y la gestualidad reducida a la esencia. Y eso que no destaca, como hoy en día se pide, por una silueta cinematográfica o de pop.

A Jaroussky hay que agradecerle que se haya realizado esta versión. Es un cantante culto, refinado, musical, de voz luminosa, ‘angelical’, y en este último aspecto reside, para mí, la limitación fundamental para dar una visión total del personaje. Sobresale, obviamente, en los pasajes de los Campos Elíseos, desde la canción que amansa a las fieras hasta ese increíblemente hermoso ‘Che puro ciel’, del que da una versión realmente estratósferica. Pero antes y después Orfeo es un cantor desdichado. Gluck lo pensó para un ‘castrato’ que fuera ‘alto’. Y aunque yo prefiera el registro de tenor de la versión de París (que en cambio me convence menos que ésta), sigo creyendo que una voz de mezzo o contralto puede dar mejor todas las facetas. El registro central y grave de nuestro contratenor es de poco relieve y no mucha calidad. Con su técnica sale airoso de todo, pero cada vez, por ejemplo, que tiene que referirse a su difunta esposa como ‘ombra cara’, o a los muertos del Hades como ‘ombre’, falta color y fuerza. Por supuesto canta muy bien el célebre lamento, y es capaz de llevarlo en todo lo posible hacia la zona aguda (salvo los centrales y reiterados ‘che farò?’ ‘dove andrò?’, que se resisten), con el resultado de que más que un lamento parece un momento de éxtasis. O eso me ha parecido a mí, ya que el público que premió a todos, aulló (algo más moderadamente que en otras ocasiones) cuando se trató de premiar su trabajo. Realmente pienso que, si hay que ceder a la moda del contratenor para este tipo de obras (en cualquier momento vamos a encontrarlos cantando Cherubino u Oktavian),  hay voces como las de Fagioli o Mehta que, por sus cualidades naturales o cultivadas, pueden dar mejor cuenta de todas las facetas del poeta por antonomasia. Con final feliz incluído. 

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