Obituario

El gusto por lo raro

Alfredo López-Vivié Palencia
miércoles, 20 de junio de 2018
Gennadi Rozhdestvenski © Wladimir Polak Gennadi Rozhdestvenski © Wladimir Polak
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Aunque suene a lugar común, tengo la impresión de que con Gennadi Rozhdestvenski se va una generación de directores. Al menos una generación de directores rusos educados y desarrollados en la época soviética: los que estudiaron en Moscú –allí nació en 1931- o en Leningrado; los que sirvieron en alguna de sus altas instituciones musicales –Rozhdestvensi lo hizo al frente de la Orquesta de la Radio de Moscú, la del Ministerio de Cultura y en el Teatro Bolshoi-; los que se las apañaron para que el régimen confiase en ellos hasta el punto de permitirles compaginar esos empleos con puestos occidentales –en los últimos años setenta Rozhdestvensy asumió la titularidad de la Sinfónica de la BBC-; los que conocieron y trataron a Prokofiev y Shostakovich; en fin, los que han vivido lo bastante como para cultivar también la música de Sofia Gubaidulina y de Alfred Schnittke.

Porque, como buen director de orquesta, Rozhdestvenski se ha muerto con 87 años y al pie del cañón. Del cañón, que no de la tarima. No olvidaré la primera vez que le vi, en el Palau de Barcelona: la tarima estaba colocada, sí, pero al revés, con el podio cara al público, el quitamiedos hacia la orquesta, y el atril a la misma altura que los de los músicos; él dirigía a ras de suelo y aquella barandilla sólo la usaba para apoyar ocasionalmente la mano izquierda, cuando no andaba paseando por el escenario acercándose a aquella sección de la orquesta cuya intervención quería enfatizar (con grave riesgo para la integridad ocular de los instrumentistas porque Rozhdestvenski usaba una batuta kilométrica), a veces incluso acompañando el gesto con un chasquido de los dedos.  

Era costumbre entonces en las visitas de las orquestas soviéticas sus ganas locas de agradar, a ser posible incluyendo en el cartel alguna deferencia local, tocando como si les fuera la vida en ello (en este caso no es metáfora), y compensando con decibelios la pobre calidad de sus instrumentos, sus fracs raídos y los atriles compartidos entre cada tres músicos. No soy capaz de acordarme del programa de aquel primer encuentro con Rozhdestvenski, pero sí recuerdo muy claramente que, entre las propinas –siempre había más de una- el maestro anunció que iban a tocar un arreglo –propio, porque el hombre era especialista en la materia- de una pieza de Federico «Mompú» (sic).  

El gesto, pues, era ortodoxo en la mano derecha, heterodoxo en la mano izquierda, y absolutamente imprevisible en la cara y en el cuerpo. Rozhdestvenski alternaba la expresión de abuelito bondadoso con la de tirano despótico (además tenía un vozarrón que daba miedo, y la mirada entrenada para sostenerla cuanto hiciera falta y ante quien hiciera falta). A ratos Rozhdestvenski parecía ajeno a lo que sucedía en la orquesta, batiendo el compás como quien corta una ensalada en juliana; a otros ratos, la batuta se convertía en catana y un fuego indomable le poseía y poseía a sus músicos; y a otros terceros ratos era capaz de desatar un terremoto sonoro moviendo sólo un hombro, o una ceja, o una falange de su dedo meñique adornado con un anillo desproporcionado.

El anillo que le unía a su esposa, la pianista Viktoria Postnikova. Ambos tuvieron la feliz idea de aprenderse el Segundo Concierto para Piano de Chaikovski, y juntos montaron un negocio que llegó a rozar los límites monopolísticos a nivel planetario: ningún otro director ni ningún otro pianista –seguramente con la excepción de Elisabeth Leonskaya- ha tenido esa obra en repertorio, y como Chaikovski siempre vende, juntos pasearon la pieza por todo el mundo… con la inteligencia suficiente como para no tocarla dos veces en el mismo lugar. Porque la obrita, además de larga y difícil, es insufrible. A mí me tocó padecerla en el Auditorio Mann de Tel Aviv cuando la presentaron con la Filarmónica de Israel; aunque después Rozhdestvenski dio una suite del Romeo y Julieta de Prokofiev que aún hoy –muchísimos años después- me hace temblar.

Naturalmente que Chaicovski estaba en la sangre de Rozhdestvenski –y no sólo en sus empleos domésticos, sino también en la BBC, en la Real Filarmónica de Estocolmo o en la Sinfónica de Viena (aunque en ninguno de éstos llegó a sentirse completamente a gusto)-; pero más en sus ballets que en las sinfonías (gusto que le alabo, porque para mí La Bella Durmiente es lo mejor que escribió Chaicovski en cualquier género). Lo mismo que se aplicó con ganas a los ballets de Prokofiev y de Shostakovich (sus grabaciones de La Edad de Oro o de El Perno, además de excelentes, es que no tienen competencia). Y a sus óperas: del uno rehabilitó El Jugador; del otro sentía una particular afinidad por La Nariz (igualmente sin precedentes –hasta mediados de los años setenta la cosa no estaba bien vista en la Unión Soviética- ni consecuentes –la obra se ha representado rarísimamente en los teatros occidentales). Fuera del repertorio «obligado», su gusto por lo raro le llevó también –ojo al dato- a ser de los primeros en explorar las versiones originales de las sinfonías de Bruckner.

Bien pensado, esa generación de maestros rusos aún no se ha ido del todo. Quedan Iuri Temirkanov y –si me apuran- Mijail Jurowski, pero ni aquél se ha prodigado en los teatros de ópera ni éste tiene la personalidad de Rozhdestvenski. Y para darse cuenta de esa personalidad les propongo un único ejemplo: Rozhdestvenski no estrenó ninguna de las sinfonías de Shostakovich, aunque sí recayó en él la responsabilidad de dar la primera interpretación occidental de la Cuarta Sinfonía en el Festival de Edimburgo de 1962; busquen ustedes –y háganse con ella- su versión de esa obra editada en DVD correspondiente a los Proms londinenses de 1978; observar a Rozhdestvenski es un poema en sí mismo, escuchar el resultado sonoro es como si a uno le tragase la tierra, y conjuntar ambas cosas en los últimos minutos de la pieza supone elevar a dogma aquello que una vez dijo Bernard Haitink: «sólo por haber escrito esos pocos minutos Shostakovich debería estar en el Olimpo de los compositores.» 

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