Suiza

Todo queda en casa

Alfredo López-Vivié Palencia
viernes, 24 de agosto de 2018
David Robert Coleman © Saatsoper Berlin David Robert Coleman © Saatsoper Berlin
Lucerna, miércoles, 22 de agosto de 2018. KKL Konzertsaal. Festival de Lucerna en Verano. Elsa Dreisig, soprano. West-Eastern Divan Orchestra. Daniel Barenboim, director. David Robert Coleman: Looking for Palestine; Anton Bruckner: Sinfonía nº 9 en Re menor. Ocupación: 95%
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Resulta que Looking for Palestine es un encargo de la propia Orquesta Divan al autor británico David Robert Coleman (Londres, 1969), y que está recién salida del horno porque se estrenó el pasado día 9 de agosto en Aarhus; y resulta que Coleman, además de compositor es colaborador habitual de Daniel Barenboim en sus labores directoriales al frente de la Lindenoper berlinesa. En esta pieza Coleman ha puesto en música extractos de una obra de teatro -Palestine- escrita por Najla Said (Boston, 1974), quien resulta ser hija de Edward Said, cofundador de la Orquesta junto a Barenboim; y resulta que el hijo de éste, Michael, es el concertino de la agrupación desde hace unos cuantos años.

El texto nace, según su autora, del conflicto interno sobre la pertenencia al mundo árabe o al occidental, y partiendo de los sucesos del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York, evoca la guerra del Líbano de 2006 (originada por el bombardeo de Israel a objetivos de Hezbollah), que a Najla Said le tocó vivir en primera persona. La narrativa no discurre tanto por el asunto documental, sino que se centra en esas impresiones interiores contradictorias, expuestas a modo de pesadilla. Y, por supuesto, para un texto tan inquietante Coleman ha escrito una música igualmente inquietante.

La obra – de algo más de veinte minutos de duración- está escrita para soprano solista y orquesta completísima, a la que se añade un oud -variante árabe del laúd-, también en tareas principales. El lenguaje es absolutamente atonal, pero sin hacer sangre: las intervenciones de la orquesta no son invasivas, sino que las más de las veces sólo subrayan el texto, que es quien manda. Elsa Dreisig defendió con valentía –y con una voz preciosa- una parte que casi siempre recurre al “Sprechgesang”, aunque también le exige subir a lo más alto de la tesitura. Si el objetivo de la pieza es dejarle a uno con mal cuerpo, desde luego Barenboim lo consiguió, vistos los largos aplausos del público, y vista la emoción indisimulada del propio Coleman -quien estuvo presente también en el escenario y se hizo cargo de la parte del piano-.

Con Bruckner, Barenboim se siente asimismo en casa. Como prueba de ello, baste recordar los tres ciclos de grabaciones que llevan su firma (algo inédito en la historia de la discografía bruckneriana). De manera que “su” Orquesta Divan no se iba a librar de ello, y con un resultado más que bueno, que sirve para revivir por enésima vez aquello de que la –buena- música no entiende de orígenes étnicos: leo en el programa de mano que la Orquesta Divan, además de sus miembros de países árabes, Israel y España, también cuenta con músicos procedentes de Turquía o de Irán; y todos ellos se aplicaron a una versión de la Novena Sinfonía concienzudamente ensayada, y muy, pero que muy seria.

Normalmente me resisto a ver el elemento religioso en las sinfonías de Bruckner, aunque reconozco que en ésta algo hay de ello. Dicho de otro modo, si en el corpus sinfónico bruckneriano hay siempre más tensión que drama, en la Novena ambos elementos cobran importancia pareja. Barenboim sabe dónde radica la tensión –en las transiciones, claro está-, pero –no sé si deliberadamente- rehuye el drama. Y ése es el pero que le pongo a su interpretación (máxime cuando el año pasado asistí aquí mismo a una versión completamente religiosa –es decir, dramática- de esta sinfonía a cargo de la Orquesta del Concertgebouw y Daniele Gatti).

El primer movimiento salió impecable, desde el trémolo inicial nacido de la nada (Barenboim comenzó batiendo no en vertical sino en horizontal), pasando por una aparición luminosa del tercer tema, hasta su gloriosa conclusión, dicha con una fuerza imparable (fe de ello dieron los casi tres maravillosos segundos de reverberación tras el último acorde). El Scherzo estuvo muy lejos de las puertas del infierno, y sonó algo confuso (Barenboim es propenso a ser ruidoso, y en este movimiento eso es algo que entraña grave peligro para el empaste sonoro). Y en el Adagio no hubo ni rebeldía ni acto de contricción; pero si una enorme seriedad –apoyada en los once contrabajos que formaban en escena- que llevó a que las tres terribles disonancias justo antes del final sonasen contundentes, pero no desgarradoras.

Barenboim no se entretuvo demasiado en el silencio antes de la conclusión, expuesta de manera casi neutra, sin significado; pero sí lo hizo antes de bajar la mano para recoger la ovación del respetable, puesto en pie.

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