Francia

Como un vaso de agua fresca

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París, viernes, 19 de abril de 2002. Theâtre du Châtelet, Paris. Richard Strauss, Arabella. Peter Mussbach, Dirección Escénica. Erich Wonder, Decorados. Andrea Schmidt-Futterer, Vestuario. Karita Mattila (Arabella), Thomas Hampson (Mandryka), Barbara Bonney (Zdenka), Günther Missenhardt (Conde Waldner), Cornelia Kallisch (Condesa Waldner), Hugh Smith (Matteo), Endrik Wottrich (Conde Elemer), Jochen Schmeckenbecher (Conde Dominik), Nicolas Courjal (Conde Lamoral), Olga Trifonova (Fiakermilli), Sarah Walker (Adivina). Orquesta Filarmonía. Coro del Teatro del Châtelet. Dirección Musical: Christoph von Dohnányi. Aforo: 2010 plazas. Ocupación: 100 %.
0,0004157 No es Arabella una ópera que haya tenido el éxito popular y de crítica que han merecido otras obras de su autor. Con frecuencia se la considera como un remedo de El Caballero de la Rosa, y a su protagonista como una hermanita burguesa de la Mariscala, lanzada a la escena por la pareja Strauss-Von Hofmannsthal, ávidos de nuevos éxitos. En realidad, como ha señalado con acierto Ángel F. Mayo, la comparación es injusta. Mientras El Caballero de la Rosa es una comedia de alto estilo, un artificio sobre la nostalgia que produce en el alma sensible el paso del tiempo; en Arabella hay otra nostalgia: la de un pasado perdido, un mundo que se esfuma, una civilización -el Imperio Austro Húngaro- desmantelada en aras de una división de Europa al gusto de las potencias ganadoras de la primera Gran Guerra, que se llevó con ella un modo de vida irrepetible, y que Richard Strauss, al borde de los setenta años, quiso evocar. No es la Viena de leyenda y comedia de la Emperatriz María Teresa, sino la de Francisco José, frívola y superficial, ávida de placeres y consumida por las deudas, vulgar y decadente, en la que un capitán de caballería arruinado quiere que su hija mayor haga un buen matrimonio, y tiene la peregrina ocurrencia de hacer pasar a la hermana menor por un chico para evitar mayores gastos. La capital de un Imperio en el que convivían pueblos y razas, lenguas y religiones, y la ciudad a la que un habitante del Este -el croata 'Mandryka'- llegaba evocando la belleza de sus pueblos y de sus bosques de robles, para, como canta en el acto III, decir adiós al aldeano que era y comportarse como un auténtico conde vienés.Arabella es la última obra en la que colaboraron Richard Strauss y Hugo von Hofmannsthal. El 14 de julio Strauss envió un telegrama a su autor con el siguiente texto: 'Primer acto excelente. Muchas gracias y felicitaciones'. El libretista nunca llegó a leerlo. Cayó fulminado al día siguiente mientras acompañaba el cortejo fúnebre de su hijo Franz, que se había suicidado dos días antes. Richard Strauss no quiso alterar el texto dejado por su colaborador, como testimonio de respeto y de estima -lo que justifica la debilidad del final del acto II-, y únicamente accedió, a requerimiento de Clemens Krauss a transformar el preludio cantado del acto tercero en un interludio. Otra propuesta del director -la transformación del personaje de la 'Fiakermilli', que Krauss detestaba, en una mezzo que cantaba una canción con dos estrofas en lugar de las vocalizaciones tirolesas con que irrumpe en escena- no llegó a cuajar por enfermedad de la cantante y falta de suficientes ensayos.La ópera fue estrenada en Dresde el 1 de julio de 1.933. Esta previsto que el papel principal lo interpretara Lotte Lehmann y que bajara al foso Fritz Busch; pero la primera no tenía buen cartel en aquella ciudad después del estreno de Intermezzo; y Busch, asediado por los nacionalsocialistas, había puesto tierra de por medio; por lo que fueron sustituidos por Viorica Ursuleac en escena y por su marido Clemens Krauss. La Ursuleac cantó más tarde el papel en Berlín bajo la batuta de Furtwangler, en Londres otra vez dirigida por su marido, y en Amsterdam con el mismísimo Richard Strauss en el foso. En sus fragmentarias memorias cuenta la soprano que, al concluir el acto tercero, el maestro dirigió la música que acompaña la entrada de 'Arabella' con un vaso de agua -que simboliza el compromiso de las muchachas croatas- al final del acto III a tal velocidad que no tuvo tiempo para terminar de bajar la escalera. Reprendido con dureza por la cantante ('¡no se puede tocar una música tan bella a tal cadencia! ¿Cómo puedo bajar la escalera solemnemente, como está escrito, a ese ritmo de marcha militar?'), el compositor encontró, en la siguiente representación, el tempo justo.Si el papel de 'Arabella' fue servido por sopranos tan exquisitas -aparte de la Ursuleac, antes de que un cáncer hiciera estragos en sus medios vocales- como Lotte Lehmann, primera intérprete en Viena, Tiana Lemnitz o Maria Reining, este personaje aparecerá siempre indisolublemente asociado al nombre de la suiza Lisa della Casa. La della Casa no fue una soprano que prestara excesiva atención al disco -ni siquiera se molestó en grabar la Mariscala, como quería Böhm, para la DG, y hasta qué punto esa negligencia benefició a la Schwarzkopf es algo que nunca se ponderará lo suficiente-, pero por fortuna dejó grabada su interpretación del personaje con Solti -acaso demasiado violento al frente de una espléndida Filarmónica de Viena-, en un registro DECCA del año 1.957 al lado de Hilde Güeden, George London y el incomparable Antón Dermota. No es sólo la nobleza, el refinamiento, la instrumentalidad o la belleza de la voz lo que inmortalizan a esta gran dama de la ópera; es esa juventud del timbre y naturalidad en la emisión, ese dominio del tono de conversación mundana -el konversationstil- sobre música, esa distinción e inteligibilidad de cada palabra que Strauss reclamaba a sus cantantes: 'Amigos, vosotros que a plena voz nos priváis de la mitad de las palabras, probad con la media voz para que las oigamos enteras' lo que hace de su personificación una creación inmortal. Los críticos -André Tubeuf, Elvio Giudici- se han esforzado en buscar comparaciones y metáforas para evocar su sonido; ninguna mejor que la que ella emplea en el bellísimo dúo del acto II con Mandryka: 'wie ein lichter Fluss, auf den die Sonne blitzt': es como un río de agua clara que brilla al sol.La producción del Teatro del Châtelet de Paris, en coproducción con la Royal Opera House de Londres, sustituye los escenarios burgueses previstos por Hofmannsthal -el salón de un hotel vienés -ein Stadthotel, y no, como se lee en algunas traducciones un hotel particulier, un salón de baile y el hall del mismo hotel inicial- por un feo escenario a medio camino entre una estación de metro, un intercambiador de autobuses y las escaleras mecánicas de unos grandes almacenes, por el que desfilan, sin coherencia alguna, los personajes de la comedia con indumentarias de diversas épocas y estilos. Solo la belleza de la música y la notable interpretación que pudimos presenciar en la noche del 19 de abril salvó la velada de la indiferencia y la vulgaridad y sacaron adelante una representación inolvidable.Al frente de Orquesta Filarmonia se encontraba Christoph von Dohnányi, empeñado en recuperar para la escena las óperas menos populares de Strauss -el año pasado dirigió, en el mismo foro, Die Schweigsame Frau con Natalie Dessay-; y que realizó un notabilísimo trabajo. Arabella es una ópera que no tiene para el director el impacto musical inmediato, la eficacia de Salomé, Elektra o La Mujer sin Sombra; pero Donhányi acertó a encontrar la fluidez, seducción, elegancia y ligereza -evitando el escollo de la sensiblería, en una palabra, eso que se conoce como charme- que caracterizan a Strauss, ; y supo en todo momento acompañar a los cantantes, sin acallar sus voces con el sonido del foso, privilegiando la comprensión y la inteligibilidad del texto. La Orquesta, a la que se exige un grado de virtuosismo solo alcanzable con esfuerzo, respondió con exactitud a las indicaciones del director, que supo dar la dimensión adecuada a cada escena, sin convertir (como hace Solti en la grabación DECCA, tan notable por otros conceptos) al comienzo del Acto III el burgués hotel de Viena en los riscos del segundo acto de La Walkiria, ni confundir épocas y estilos. La versión que escuchamos fue íntegra -no como la de Die Schweigsame Frau, en marzo del año 2.001, que fue sometida a severos cortes, con la única licencia de la supresión de la escena final del acto II, que enlaza así directamente, a través de un interludio orquestal, con el comienzo del III. Versión que es la que siguen, en sus respectivas grabaciones, Clemens Krauss (1.942), Karl Böhm (1.947) y Joseph Keilberth (1.963).Una de las grandes satisfacciones que el panorama musical ofrece en la actualidad es ver el acierto con que Karita Mattila está desarrollando su carrera. La que fue una insulsa 'Agathe' en el Freischütz de Colin Davis es ahora una cantante en posesión de todos los recursos vocales y escénicos. Bella voz, bien emitida y proyectada -con algunas dureza ocasionales en el paso al registro agudo, que afearon el monólogo 'Mein Elemer'-, hizo una 'Arabella' joven y determinada, más enérgica en algunas ocasiones en cuanto al gesto teatral de lo que sus palabras sugieren. Se extasió, sin embargo, como pide la música, en el dúo con 'Zdenka' en el acto primero (controlándose para fundir su voz con la de la Barbara Bonney en una escena memorable); cantó con una hermosísima media voz el 'Und du wirst mein Gebieter sein' con 'Mandryka' -para el que Strauss se sirvió de una melodía popular de los Balcanes-, y emocionó en la escena final, en la que es tan fácil para la protagonista adoptar los aires de una Mariscala madura, altiva y elegíaca, en lugar del tono que corresponde a una joven alegre e ilusionado.Junto a ella estuvo Thomas Hampson, a quien ningún reproche se le puede hacer desde el punto de vista vocal. La voz es hermosísima, extensa, homogénea; la emisión y enmascaración son perfectas, en ningún momento da impresión de esfuerzo o dificultad, a pesar de enfrentarse a un papel más extenso que ningún otro en esta obra. El cantante, consumado liederista, da perfecto cumplimiento al ideal de Strauss: que se entienda cada sílaba, que cada palabra cobre su sentido y su valor. A medio camino entre el Mandryka impetuoso de George London y el más sutil y refinado de Fischer-Dieskau, Hampson compensa, además, con una imponente presencia física, la relativa monotonía que, como exigente reproche, puede apreciarse en su expresión.La tercera voz en juego, para el personaje de Zdenka -Cherubino malgré lui- fue la de Barbara Bonney. Puede sonar a tópico, pero lo más justo sería decir de ella que sonó como un violín, perfecta de afinación, con valientes y decididas ascensiones al agudo -sensacional el 'und helfen will ich dir dazu' del dúo del primer Acto; de emisión homogénea y segura, y también, como sus compañeros de reparto, prestando en todo momento especial atención al texto cantado. Gran triunfo para la guapa americana, tan buena actriz como cantante. Arabella es una ópera que exige cantantes con grandes facultades, capaces de todos los virtuosismos vocales, como dice André Tubeuf, y que al mismo tiempo sean admirables actores, capaces de desenvolverse en escena con dominio y naturalidad; desde este punto de vista la representación estuvo muy bien servida.En cuanto al resto del reparto, el único lunar apreciable fue el de Hugh Smith, como Matteo, quien, caracterizado a lo Boy George, defendió su papel con un timbre ingrato y limitadas dotes para la escena. Mucho mejor Olga Trifonova como Fiakermilli, el personaje más detestado de la ópera del siglo XX, y espléndidas -en lo escénico y en lo vocal, aunque en este último aspecto las exigencias son menores- resultaron las interpretaciones deGünther Missenhardt y Cornelia Kallisch como la pareja de padres, y de Endrik Wottrich, Nicolas Courjal y de Jochen Schmeckenbecher, como cortejantes de Arabella. Muy bien el coro en su breve intervención, aunque la inepta dirección de escena sacó a la superficie las debilidades del acto II.Éxito descomunal en el Teatro parisino -que presenta una interesantísima programación, con óperas escenificadas y en versión de concierto, recitales y ballets-; y ejemplar comportamiento del público, que premió a los cantantes y al director con clamorosos aplausos y numerosas salidas a escena, sin dar la espalda a los intérpretes y desaparecer en estampida.
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