Francia
"¡Basta de ratones!"
Jorge Binaghi
Tal vez habría que hacer un trabajo sobre la necesidad para ciertos directores de escena de cierto tipo de animales. Los ratones ya aparecieron en un Lohengrin de Bayreuth, y seguramente en algunas otras producciones donde en principio no hacían falta. Pero ahora hacen su entrada triunfal de la mano de Bieito en el nuevo Simon Boccanegra de París, que el numerosísimo público reunido para la ocasión pareció no comprender o no aceptar. Y eso que los animalitos eran simpáticos y recorrían con cariño el cuerpo moribundo y desnudo de Maria Fiesco en el telón que separaba las dos partes del espectáculo. Cuando se alzó para dar lugar a la continuación del espectáculo se oyó el grito que he puesto como título y que hacía presagiar la tempestad de silbidos que saludaría -para gran satisfacción, en especial del principal responsable- al equipo escénico cuando salió a escena al finalizar la obra.
La lástima es que Bieito es una persona que sabe de teatro y mucho, y aun con todos sus tics de insistir en lo feo, lo retorcido, lo vulgar, la sangre, el sexo, vengan o no a cuento (y en la ópera es difícil que vengan a cuento, sobre todo en tropel), sabe dirigir intérpretes y tiene buenas ideas para algunos momentos clave (tipo la escena del Consejo, aunque aquí no se sepa ni dónde ni cuándo estamos, pero deja de importar cuando coro y solistas interactúan como lo hacen). Pero nada agrega que Maria Fiesco, ya convertida en cadáver tras arruinar el aria de su padre muriendo espasmódicamente, deambule desnuda y con su cuerpo apestado hasta el final de la ópera en que su amante se reúne con ella. Tampoco hace falta para caracterizar al manipulador Paolo -un diminuto Yago- que se lo vista como a un militar condecorado que circula con un cubo en mano para mojar en él su enorme pañuelo para refrescar su cara (y no me gustaría pensar que se trata de una alusión a Pavarotti) y cuando pasa el tiempo agrega unas pastillas seguramente para la digestión de tanta maldad. Tampoco que todos circulen todo el tiempo en cámara lenta o acelerada y que agote a los cantantes, especialmente al protagonista, manteniéndolos en escena cuando nada tienen que hacer (Simone prácticamente está siempre presente y como hay que invertir situaciones y hacer del fuerte un débil debe cantar arrastrándose, tirado en el suelo mientras, por ejemplo, su hija permanece de pie). No hay armas de ningún tipo, y a veces ni movimientos que reflejen su uso, pero al final, en una clara traición al libreto, Paolo es degollado por Pietro con una navaja. Los videos de los principales, sobre todo el protagonista, son buenos y a veces tienen sentido; otras sirven para decorar, como el inmenso buque que habría hecho las delicias de Kubrick o de Fellini, y que se ve desde perfiles diversos, pero con el que cazan mal los trajes de los años sesenta del siglo veinte. Está bien pensada la caracterización de Fiesco como un personaje frío, pero no habría que exagerar, que es lo que ocurre: Kares es un hombre joven y alto que parece adecuadamente mayor, pero la forma de cantar su aria y el dúo final con Simon es para protestar y, de paso, a lo mejor justificar algunas notas fijas en una voz que es bella y homogénea.
De voz bella y homogénea, sin notas fijas, con un legato y un fraseo sugerente pero no enfático, una extensión notable se puede calificar -no es sorpresa- la de Tézier, que cumple una tarea más que relevante y agotadora. Cada vez es más perceptible su afinidad con los grandes roles de Verdi para barítono y éste, que ya ha hecho un par de veces, les deparará muchas satisfacciones a él, a Verdi y al público. Impresionante su honestidad al aceptar todas las indicaciones que un cantante de su talla podría tal vez negarse a cumplir. Y todo un ejemplo, hasta para directores de escena de renombre, de que un intérprete debe ser justo eso y no imponerle a un autor sus propias ideas o fantasmas.
Agresta sigue siendo una soprano muy buena, y en especial las notas filadas son magníficas. Su timbre nunca ha sido particularmente bello ni personal, y no es novedad que su grave es opaco y lo menos interesante en su voz. El agudo es aún eficaz, pero aquí y allá se advierten asperezas y sonidos hirientes que probablemente se deban a su falta de selección en el repertorio. Porque, mal que le pese a ella y a quienes la aconsejan o contratan, es claramente una soprano lírica, aunque le falta la luminosidad que suelen tener éstas, lo que no la convierte ni en ligera ni en spinto ni en dramática (Norma, Puritani, incluso Oberto, para citar al azar tres títulos que sería de desear que no frecuente más).
Demuro es un tenor lírico (en sus orígenes líricoligero como lo prueba su repertorio hasta hace un año) que siempre ha tenido una voz de poco peso y volumen, bellísimo color y agudo inestable. Lo último parece haber sido solucionado, pero como ahora hace partes que están más allá de lo que se le puede pedir razonablemente, si está ‘bien’ en los actos extremos se hunde en el central, especialmente en su recitativo dramático y en el terceto final. De Fenton a Adorno hay un largo camino y no sé de muchos (creo que de nadie: Bergonzi grabó el aria de Fenton, pero fue ‘sólo’ un gran Adorno) que lo haya cumplido. Convendría que alguien recordara que cuando se reestrenó esta obra maravillosa, en la que tanto creía su autor, el Adorno fue Tamagno, futuro creador de Otelo.
Alaimo cantó muy bien y logró hacer creíble su increíble Paolo. Más que interesantes las cualidades canoras y escénicas de Timoshenko en una parte ingrata como la de Pietro (que aquí también tuvo mucho más que hacer en escena que habitualmente). Buena la también breve actuación en el último acto del tenor corso Lovighi. La criada de Amelia, que tiene una de esas frases tipo ‘la cena è pronta’, fue Virginia Leva-Poncet.
El coro es un protagonista más, y la formación de la Opéra volvió a demostrar lo que se ha ganado contratando a un maestro como José Luis Basso que obtiene invariablemente resultados sobresalientes.
También la orquesta, técnicamente inobjetable, tuvo un desempeño brillante ya que Fabio Luisi la hizo sonar muy verdiana sin propasarse en la dinámica ni en los tiempos. Todo justo, pensado, con los ojos puestos en el escenario y sin que el control redundara en perjuicio del lirismo o del drama. Todos sabemos que con la versión de Claudio Abbado (y la puesta de Strehler), nacida en la Scala, empezó una nueva era de reconocimiento para esta obra maestra. Luisi (solo, sin la ayuda de la puesta en escena) me parece que ha seguido, con todo derecho, la línea ‘puramente italiana’ de grandes directores de Verdi tipo Previtali o Bartoletti a los que alguna vez se les hará justicia, que -me consta desde 1961 y 1964- dirigían de modo más que sobresaliente este título.
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