Italia

Verdi y los vencedores vencidos

Jorge Binaghi
jueves, 3 de enero de 2019
Attila según Livermore © Brescia/Amisano, 2018 Attila según Livermore © Brescia/Amisano, 2018
Milán, viernes, 14 de diciembre de 2018. Teatro alla Scala. Attila (La Fenice, Venecia, 17 de marzo de 1846), libreto de Temistocle Solera, y música de G. Verdi. Puesta en escena: Davide Livermore. Escenografía: Giò Forma. Vestuario: Gianluca Falaschi. Iluminación: Antonio Castro. Video: D-Wok. Intérpretes: Ildar Abdrazakov (Attila), George Petean (Ezio), Saioa Hernández (Odabella), Fabio Sartori (Foresto), Francesco Pittari (Uldino) y Gianluca Buratto (León I). Coro (preparado por Bruno Casoni) y orquesta del Teatro. Dirección de orquesta: Riccardo Chailly
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Quién me iba a decir que en 2018, en menos de ocho meses, iba a ver dos veces este ‘título menor’ que al parecer resiste bien la odiosa comparación con hermanas mayores, incluso de la misma época. Menos que la Scala le fuera a dedicar su famosa velada inaugural (que se transformó en una declaración política del público aplaudiendo al presidente de la República, y de la que se ha escrito que al parecer la cultura es en Italia el último baluarte de la democracia… Parece que Verdi siempre está presente en las desgracias políticas del Bel Paese… y ojalá siga iluminándolas y contribuyendo a superarlas). Bravo por la elección del título.

La nueva producción de Livermore fue recibida el primer día con reacciones encontradas. No siempre es coherente, y es curioso que un artista que saltó a la fama por su capacidad para realizar puestas ‘minimalistas’ muy sobrias y baratas con gran sentido ahora juegue en algunos momentos la carta de la espectacularidad (la reproducción del famoso cuadro de Rafael en el Vaticano del encuentro entre el rey de los hunos y el papa León I, muy acertada). Pero es que en la inauguración de una temporada de la Scala eso hay que tenerlo en cuenta. Que elementos de la antigüedad romana (al menos el protagonista, Ezio y el papa son personajes históricos) convivan con otros del Risorgimento italiano, y, en el final del acto primero, con escenas orgiásticas que recuerdan películas sobre los nazis del calibre de El crepúsculo de los dioses o Portiere di Notte, e incluso Salón Kitty, y que la cinefilia del director reproduzca el terrible momento de la muerte de la gran Magnani en Roma città aperta en cuanto se alza el telón, pueden confundir un poco en cuanto al ‘mensaje’, que sin embargo parece claro en algunos aspectos, dos al menos, y que hacen para mí que el espectáculo valga más allá de las circunstancias.

El primero es que la utilización del tricolor (sobre todo por parte de Odabella) puede responder a motivos no siempre altruistas (aquí es la superación de un trauma infantil), y eso hace que la figura de Ezio resulte más ambigua y cuestionable que de costumbre: el general romano que utiliza la patria para su conveniencia y que está dispuesto a traicionarla por su cuota de poder (vaya con la actualidad de Attila y no sólo para Italia). 

Paradójicamente, el bárbaro asesino no es sólo el protagonista indiscutido y el personaje más interesante y polifacético (su gran escena está exactamente en el medio de la ópera), sino que sus crímenes y errores los paga -por amor no correspondido y mentido- con una muerte que aquí tiene mucho de crueldad y de venganza personal más que de justicia. Que su frase final sea un remedo de la de César al ver que Bruto está entre sus asesinos (‘E tu pur, Odabella?’) llama más que nunca la atención y agrega el personaje (Macbeth está a la vuelta de la esquina) a la lista de los grandes malvados y equivocados que, si no simpatía, provocan la curiosidad y el interés de Verdi ya desde Nabucco. Por suerte aquí coincide con que el elemento más relevante del reparto, como en Barcelona, volvió a ser Abdrazakov en el que parece hoy ser el rol con el que más se identifica y al que da una calidad y relieve notabilísimos (el agudo de la cabaletta fue impactante y causó clamor, pero más impresionaron sus cualidades de actor -no sólo por saber montar a caballo- aunque no es ‘exuberante’ como algunos compatriotas, su línea de canto límpida y su emisión y la homogeneidad del timbre, pese a que sería deseable algo más de resonancia y profundidad en el grave). Petean sustituyó no hace tanto tiempo al anunciado Piazzola. El barítono es sólido, pero para nada interesante en cuanto a expresividad, actuación, y si el problema de Piazzola era -como se dice- su actual volumen, el dúo del primer acto puso de relieve que también Petean tiene menos caudal que Abdrazakov. Para colmo el agudo del final de su cabaletta fue bastante desprolijo, aunque al público pareció no importarle. 

Mucho más interesante fue el debut absoluto (también en la parte) de Hernández, aunque probablemente el tipo de sus importantes medios corresponda más a la Gioconda de hace meses en Piacenza que a esta Odabella que de virgen guerrera (y las agilidades y graves de la cabaletta pudieron ser mejores) tiene que pasar a soprano ‘angelicata’ (y Hernández no mostró gran capacidad para las messe di voce que se requieren para que su segunda aria funcione). Su nivel se elevó en los dúos y conjuntos y obtuvo también un gran triunfo. Sartori es un muy buen tenor, tampoco muy cómodo en las cabalette, y de allí que su mejor momento fuera el aria alternativa del tercer acto (compuesta para Moriani cuando la obra se estrenó en la Scala, y de cuya composición y motivación hay un fundamental artículo de Senici en el programa de sala), que yo escuchaba por primera vez. No es el principal problema de Sartori su figura, desde mi punto de vista, ya que sigo pensando que los cantantes no tienen por qué ser modelos, sino lo genérico de su -buen- canto que hace intercambiables a los personajes que ‘interpreta’ y les resta algo de interés aunque siempre es bienvenido un tenor que cante bien las notas y tenga técnica antes que figura y artificios que ocultan carencias. Pero no es Sartori un grande, y el papel fue estrenado por un tal Carlo Guasco para el que Verdi había ya escrito I Lombardi y Ernani, por ejemplo. Si el lector desea un nombre más accesible y moderno, ahí está el ejemplo de otro Carlo, Bergonzi, que tampoco era un gran actor ni tenía la figura de un héroe romántico.

En los roles menores, pero de no escasa dificultad, se distinguieron Pittari, tenor, como el escudero-traidor del bárbaro y el bajo Buratto en el Papa, o León, un viejo, como prudentemente figura en el libreto. 

¿Qué decir del coro de la Scala y de su actual maestro, Casoni? Había una publicidad de una bebida en mi niñez argentina que terminaba diciendo ‘toda ponderación es poca’. Y es exactamente así. Se entiende todo, tiene toda la paleta de colores, suena perfecto en todas las dinámicas y ritmos. Claro que tiene una orquesta también de primera o primerísima con la que interactuar. Y en este caso Chailly, aunque a veces se tomó las cosas con calma (tanto como para demostrar que no es pura fiebre y acción precipitada la concisa partitura), nos sirvió un preludio sombrío y majestuoso (muy ‘a lo Macbeth’, como debe ser) y una introducción magistral al cuadro de Aquileia, la del famoso amanecer, que pone el dominio verdiano de los recursos orquestales muy por encima de los que muchos están dispuestos a concederle. Por lo demás supo acompañar, supo cuidar a las voces y en los dos grandes conjuntos (el del final del primer acto es una joya en sí mismo) convocó la magia de que era capaz un Verdi de treinta y tres años. Seguramente a muchísimos les quedará siempre París, pero a no muchos menos nos quedará siempre Verdi. 

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