España - Andalucía
Jugando al konzept
José Amador Morales
“La viudez es el enemigo de los enamorados. Enfrentarse a la muerte del amado supone renunciar a éste y asumir la propia en soledad. Si el amor es la conjunción de dos caminos que se cruzan, la viudez no sólo nos obliga a separarnos, sino que, además, implica que sólo uno pueda acompañar al otro en el tránsito total de dicho camino. Sólo uno de los dos podrá sostener la mano del que se va. La viudez es doblemente injusta: nos obliga a despedirnos y separarnos de nuestro amado, y a la vez a no contar de vuelta con el apoyo que hemos ofrecido. La muerte, sin embargo, es cómplice de los enfermos. Con la muerte, nos liberamos de las cargas que nos atan a la vida física. La muerte extermina el dolor de la carne y destierra la pesadumbre de la mente, que vive permanentemente torturada por la mirada de los otros: los sanos”.
Con estas palabras comenzaba Rafael Villalobos el artículo explicativo (titulado “Konzept”) en torno a su propuesta escénica para este Orfeo y Eurídice que en versión francesa ha producido el jerezano Teatro Villamarta. Y tal vez en ese párrafo inicial se contienen las dos ideas más audaces de su visión del mito de Gluck: el duelo tras la muerte de un ser querido y el dolor como auténtico -y real- infierno. Si la primera nos recordaba irremediablemente a la conocida producción que Jürgen Flimm llevara a cabo para la Staatsoper Berlin con el mismo título (y que quien esto suscribe tuvo la ocasión de disfrutar el pasado mes de julio), la segunda constituye seguramente el hallazgo más estimable de Villalobos. Así pues, las furias aquí no son sino enfermos lacerados por dolor de una salud quebrada que con visible desesperación acosan al protagonista en la denodada búsqueda de su esposa. Por otra parte, fue apreciable la ingente cantidad de ideas tal vez en demasía, y sin duda con la mejor de las intenciones, llegaron a saturar no poco al espectador. Así, encontramos elementos tan habituales en las producciones centroeuropeas como los citados desdobles con actores, monólogos en castellano, efectos de luz (bastante molestos por cierto, suponemos que es lo que se perseguía), pantomimas y conatos de coreografía, torturas e impactantes gritos… y todo ello sobre una escenografía neutra de evidente bajo coste.
En definitiva, un cóctel que unos considerarán el máximo exponente del esnobismo y otros el no va más de la creatividad vanguardista. La mayor dificultad de la propuesta residió en determinados elementos que impedían al espectador seguir con lógica la historia en cuestión. Un ejemplo significativo de ello fue el desdoble de los personajes de Euridice y Amor que traspasa lo meramente actoral o escénico (Amor como espejo juvenil de Euridice y viceversa) para llegar a intercambiarse sus respectivas partes cantadas en la escena final. Y es que aquí ya se traspasaba lo que debería ser la línea roja de toda producción operística, la Música, pues en estos casos el resultado casi siempre deviene torticero y extravagante. Algo similar, en el sentido de lo antimusical, puede decirse del momento en el que Orfeo, fuera de escena, canta a través de la megafonía (debemos creer que canta pues lo que suena es un altavoz y no lo vemos). En cuanto a la dirección de actores, hubo escenas hábilmente trabajadas (las de las Furias y Espíritus son casos muy representativos de ello, al igual que la final), frente al pesante estatismo de toda la escena inicial del lamento de Orfeo.
A nivel musical, la representación también ofreció resultados muy irregulares. Frente al derroche vocal y expresivo de toda una Nicola Beller Carbone como Euridice y una fantástica y sobradísima Leonor Bonilla como Amor (bastante condicionadas y musicalmente cercenadas en el citado final), a José Luis Sola le vino grande el complejo, en todos los sentidos, papel protagónico. Con un timbre ingrato ya de partida y una técnica que no le permitió sortear un registro agudo en exceso duro y estrangulado ni una emisión a menudo engolada, su caracterización expresiva sólo estuvo apuntada pese a ofrecer un fraseo no exento de buen gusto.
Carlos Aragón, habitual director musical de las producciones jerezanas, trató de concertar y acompañar a los cantantes y a un coro que no tuvo ciertamente su día, ofreciendo una lectura en general más bien anodina y monótona.
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