España - Madrid
Gaztambide, ni en sueños
Germán García Tomás

Muchas veces las buenas intenciones no cuentan. En un nuevo intento por recuperar un título olvidado de nuestra lírica, en este caso de Joaquín Gaztambide, la siempre loable voluntad del Teatro de la Zarzuela, con su director Daniel Bianco al frente, vuelve a errar el tiro al plantear la adaptación del mismo, evitando hilar fino.
Pese a ocupar un segundo e inmerecido puesto en la historia de la música teatral española, Gaztambide es uno de los mayores representantes de la zarzuela moderna y tiene el honor de haber sido padre fundador del coliseo de la Calle de Jovellanos junto a los compositores Barbieri, Oudrid, Hernando e Inzenga. Tras irreprochables y exitosas recuperaciones suyas temporadas atrás en este teatro como El juramento o El estreno de una artista, la propuesta ahora es la de resucitar una ópera cómica que no ve la luz desde su estreno en 1852 en el Teatro del Circo: El sueño de una noche de verano, obra de evidentes connotaciones shakesperianas, y no sólo por el título.
Partiendo de un fallido proyecto del desaparecido director de escena Gustavo Tambascio, el libreto original, por resultar alejado para el público de hoy, ha sido completamente adaptado, trasladándolo a la cinematográfica Roma de los años 50 por la que desfilan un director general de cinematografía de la dictadura española y un barón que pretenden hacer negocio con la zarzuela de Gaztambide, una lunática princesa italiana que canta en escena desdoblada en la reina Isabel I de Inglaterra, un guionista español de cine engañado para dar vida a Shakespeare, Orson Welles doblándose a sí mismo y el orondo propietario de una trattoria con vocaciones operísticas que se cree Falstaff. Una mezcla, cuanto menos, explosiva.
El problema de todo ello estriba en que nada del argumento nuevo que se nos pretende contar tiene encaje en la obra original, situada en su propio contexto, y su aparatosa puesta al día no termina de funcionar. De entrada, el batiburrillo presentado es de tal magnitud que el espectador tiene que poner los cinco sentidos para no perderse ante tantas situaciones enrevesadas, que pretenden coexistir ridículamente con unos cantables en el ripio de la época, los cuales se apoyan en unos pentagramas de gran dignidad y frescura, aunque no siempre de una elevada inspiración, música de oficio comparable en calidad a la de Barbieri y con la referencia ineludible de Rossini y Donizetti.
Y es que la sofisticada dramaturgia diseñada aquí por Raúl Asenjo, plagada de lugares comunes y cierto regusto chabacano, adquiere el carácter de inverosímil, las situaciones cómicas no terminan de despegar del todo y muchos flecos se dejan sueltos, por más que se esfuerzan la dirección escénica de Marco Carniti, la elaborada escenografía de Nicolás Boni y los cuidados figurines de Jesús Ruiz.
A lo ininteligible de este cargante totum revolutum se une la sobreactuación del reparto, al menos en el segundo, con formas de cantar ostentosas, toscas y hasta burdas, salvo contadas excepciones, y que, por encima de todo él, destaca el doble papel del tenor argentino Santiago Ballerini, debutante en el teatro, de refinado y bello canto y carrera a muy tener en cuenta.
Con la solvencia acostumbrada, las voces del Coro del Teatro defienden la función, y desde el foso, la batuta del experimentado maestro Miguel Ángel Gómez Martínez ejecuta la música de Gaztambide con soltura, ajena al disparate al que sirve en el escenario. Redundamos en lo dicho: oportunidad perdida para rescatar una zarzuela que dormía, nunca mejor dicho, el sueño de los justos.
Este no es el camino de la exhumación, y mucho menos de la dignificación plena de nuestro género lírico.
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