Alemania
Mientras el tambor aguante
Juan Carlos Tellechea
Da igual el género musical de que se trate; no hay duda de que estamos en pleno siglo de los percusionistas. Las épocas en que éstos tocaban solamente timbales, bombos y platillos pertenecen al pasado. El mundo de la percusión se ha internacionalizado y diversificado. Ningún otro ámbito de la música se ha visto tan indeleblemente marcado por la globalización como éste.
Así lo hemos podido constatar este miércoles 6 de marzo de 2019 al término de un concierto de más de dos horas de duración del austríaco Martin Grubinger (Salzburgo, 1983), uno de los más destacados percusionistas del mundo actualmente, y su conjunto, organizado por Heinersdorf-Konzerte. El público aclamó de pie a los seis músicos durante prolongados minutos en la gran sala auditorio de la Tonhalle de Düsseldorf.
Los protagonistas de la velada, más de 100 instrumentos de percusión, fueron subidos al escenario y tocados o percutidos por Grubinger, sus compatriotas Rainer Furthner y Leonard Schmidinger, así como por el búlgaro Alexander Georgiev, el ucraniano Slavik Stakhov, y el sueco Per Rundberg (piano). En su finca, en un pueblito de la Alta Austria, Grubinger atesora más de 700 de esos singulares artefactos.
Si estamos de acuerdo en que la música es el arte de las musas, como decían los antiguos griegos (μουσική [τέχνη] - mousikē [téchnē]), entonces podríamos suponer que decenas de ellas, así como un par de dioses del Olimpo deben haber estado levitando sobre estos jóvenes para inspirarlos e inyectarles fuerzas en brazos y piernas para esta maratónica velada.
Con tantos y tan variados tambores, timbales, bombos, congas, bongós, cajones, xilofones, vibráfonos, marimbas, tubos metálicos, palos de agua, cencerros, triángulos, crótalos y claves a su alrededor, los músicos se ven obligados literalmente a correr de un lado al otro sobre el podio a fin de llegar a tiempo para instalarse ante el próximo instrumento que deberán tocar seguidamente, y hacerlo sin que se produzca ninguna interrupción.
Mas aún, si consideramos a la música como el arte de organizar sensible y lógicamente una combinación coherente de sonidos y silencios, respetando los principios fundamentales de la melodía, la armonía y el ritmo, mediante la intervención de complejos procesos psicoanímicos, podríamos coincidir, sin más, en que se trata de un estímulo sobre el campo perceptivo del individuo y que el flujo sonoro puede tener variadas funciones, entre ellas, la comunicación de emociones y estados de ánimo, la trascendencia religiosa, la terapia, la ambientación, el entretenimiento y la diversión.
Esto es lo que acertamos a percibir con Grubinger y su grupo: lo corpóreo, la presencia absoluta, un poderoso imán para oídos y ojos. Su aparición, en medio de las estrellas de la cúpula de la Tonhalle, es como un agujero negro que absorbe todo lo demás, de manera que uno sale finalmente con más energía de la que tenía cuando entró al recinto.
Oirlos nos da mucho que pensar, sobre la vida estresada y el ritmo de nuestros días, sobre los lenguajes que hablan las membranas de piel de los tambores, los resonadores de madera de las marimbas, el metal de cacerolas, cubos de basura, tambores de lavadoras o simples latas cortadas de forma rectangular para que suenen como eso, pero cuidando su efecto estético. Brazos y manos despliegan una energía infinita con las baquetas, los dedos parecen convertirse en enjambres de abejas, y el ejercicio físico que despliegan los músicos revitaliza a toda la sala.
One Study, compuesto por el neozelandés de origen griego John Psathas (1966) por encargo del percusionista portugués Pedro Carneiro, es un paquete de chispeante energía para el que Grubinger combina la marimba con diversos tambores, así como con ollas, sartenes, tuberías oxidadas que cuelgan de un enrejado de alambre, colocado detrás suyo y que parece sacado de un depósito de chatarra.
En determinado momento éste se traslada rápidamente al ángulo anterior derecho del escenario, donde se sienta y sostiene dos bastones en sus manos. Se apagan las luces de la sala; se enciende la iluminación fluorescente verde de ambas varas que son movidas así en la oscuridad al ritmo de los sonidos de una banda sonora emanados de los altavoces. Hay algo de prestidigitación circense en todo el espectáculo, pero uno se pregunta asombrado, cuántos niveles rítmicos más puede alcanzar este sexteto con su fantástica inventiva.
El multipercusionista Grubinger, casado con una mujer 18 años mayor que él, acude por supuesto al psicólogo, un terapeuta especializado en psicología deportiva, porque, como él mismo admite en una entrevista, tiene miedo a fracasar sobre el escenario, a sufrir un blackout. Lo que el especialista le aconseja, y él da muestras de seguir a pie juntillas, es vivir cada momento con pasión y entusiasmo, no pensar en que puede padecer una laguna mental y simplemente tocar la siguiente cadencia lo mejor posible.
Con Thirteen Drums, del japonés Maki Ishii (1936–2003), quien se formó primero en su país natal y a partir de 1962 en Berlín con Boris Blacher (1903-1975), el escenario se convierte en un lugar de culto en tan solo 10 minutos y nos prepara con enorme tensión para la siguente obra. El número 13 no tiene aquí nada que ver con una supuesta superstición. No. Se refiere a los semitonos de la escala cromática. Los músicos interpretan ésta y la siguiente pieza con las respectivas partituras delante, sobre los atriles.
En Sieidi (Lugar Santo, en una de las lenguas del pueblo saami o lapón), del finlandés Kalevi Aho (1949), arreglada para piano y percusión por Per Rundberg, en 36 minutos el espectador parece entrar literalmente en trance, en ese estado casi hipnótico en que el alma se siente en unión mística con Dios. Mientras Grubinger se abre paso desde el djembé para aproximarse a un conjunto de pequeños tambores, la marimba y el vibráfono, Schmidinger enciende sus seis timbales.
Desde el fondo del escenario, Georgiev se encarga de poner su acento con grandes tambores y Furthner mantiene el ritmo con un enorme surtido de instrumentos de percusión, mientras los demás músicos se mueven de aquí para allá a fin de dar a este ritual el mayor colorido instrumental posible.
Hay que verlos durante el intervalo bajar unos instrumentos y subir otros para la segunda parte del concierto; colocarlos con ajustes casi milimétricos unos junto a otros y en múltiples ángulos a fin de facilitar su toque, ya sea que tengan que estar sentados o de pie, y moverse ágilmente entre la jungla para alcanzar a tiempo el próximo tambor o xilofón o cajón y seguir interpretando las obras, por momentos improvisadamente.
Así ocurre en Prismatic Final Suite, durante 45 minutos, en los que Stakhov se une como sexto baterista. Una vez más los músicos desatan furiosas tormentas, interrumpidas por meditaciones de marimba, en algunos pasajes con unos pianissimos casi inaudibles. Se trata de una grandiosa pieza muy caliente, que recorre antológicamente las creaciones para percusión del siglo XX y que Grubinger arregló con su padre (Martin Grubinger) con complejas obras de compositores como Michel Camino, Ramón Mongo Santamaría (Afro-Blue), Dmitri Shostakóvich (Danza judía de la muerte del segundo movimiento de la Sinfonía de cámara en do menor opus 110), Friedrich Cerha y Bruno Hartl. Las merecidas ovaciones y expresiones de aprobación del más de un millar de espectadores presentes fueron agradecidas con bises inefables, indescriptibles, pero con la consagración absoluta del conjunto. ¡Azúcar!
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