Musicología
Félix Máximo López, alma del Madrid goyesco
Pelayo Jardón

A Isidro Barrio. In memoriam.
Aguadores, vendedoras de espliego, abaniqueros; recordar a Félix Máximo López es evocar el alma de un Madrid desaparecido. Gritos típicos del viejo Madrid, oficios de antaño, extintos hogaño: escribanos, limeras, mozos de cuerda, maestros de esgrima, tripicalleros; un pasear tras las huellas de tantos viandantes como deambulan por los sainetes de D. Ramón de la Cruz: falsas devotas, abates terceros, maridos burlados... Rezuma su obra aroma de charanga, ecos bullangueros de tascas y botillerías; desafíos entre hidalgos calaveras y poetastros nocharniegos, la estocada del desfacedor de entuertos pero también el orden restablecido por serenos y alguaciles. Aún anclada en el claroscuro barroco, España comienza a despertar a las luces de la Ilustración.
Apenas mediado el siglo XVIII, el día 18 de noviembre de 1742, abrió los ojos al mundo D. Félix Máximo López. Eran sus padres D. Antonio López, natural de Pastrana (Guadalajara), y Dña. Basilia Crespo, oriunda de Vallecas, al sur de la Corte; residía entonces el matrimonio en la calle de los Capellanes (posteriormente dedicada a Mariana Pineda; hoy, a Tomás Luis de Victoria), así llamada porque había unas habitaciones para capellanes que prestaban sus servicios en Palacio y en el Convento de las Descalzas Reales. Seguramente por razón de este domicilio se bautizó al recién nacido en la cercana iglesia parroquial de San Ginés, famosa a la sazón por lo crecido de su feligresía así como por los ejercicios espirituales que, en las noches de Cuaresma, se organizaban bajo la bóveda dedicada a su patrón.
Creció D. Félix en una ciudad entreverada de hablillas y leyendas como la de aquel descubrimiento en San Isidro de ciertos guijarros que, convenientemente pulidos, habían de convertirse en topacios y diamantes; una ciudad encalabrinada contra el civismo de nueva planta impuesto por el marqués de Esquilache: el viejo y sucio villorrio de los Austrias cambiaba su piel por la de una ciudad con ribetes europeístas y vocación de universalidad. Los ideales ilustrados de Carlos III alumbraron una capital civilizada con nuevas fuentes—la Cibeles y Neptuno—, anchas aceras, paseos empedrados y arboledas—el Prado, las Delicias—y palacios de severa hechura neoclásica, como los de Buenavista y Villahermosa. Los madrileños vieron asimismo erigir edificios civiles novedosamente sobrios—Real Fábrica de Naipes, Casa de los Cinco Gremios—y un Jardín Botánico que el Rey mandó trasladar desde el soto de Migascalientes (actualmente, Puerta de Hierro) a las huertas preexistentes entre San Jerónimo y el paseo de Atocha.
Por aquel tiempo contrajo D. Félix matrimonio con Dña. María Dominga Remacha, la cual le dio cuatro hijos de los que sólo sobrevivirían los dos mayores, Ambrosio y Miguel, nacidos respectivamente en 1769 y 1772. Tras enviudar de su primera esposa, D. Félix contraería segundas nupcias en San Ginés con Dña. Melchora Pérez Díaz. Fruto de esta unión, nacerían tres hijos más, de los cuales sólo la segunda, María Ángela, llegaría a la edad adulta. Para ganar el pan de cada día y mantener a su prole, inició entonces D. Félix su andadura en Palacio. Reinaba aún Carlos III cuando superó las preceptivas oposiciones para ocupar un puesto como organista en la Real Capilla. Tales oposiciones, destinadas a demostrar la pericia musical del aspirante, consistían en una serie de pruebas como la interpretación de obras para teclado, de otras orquestales o corales, la realización de una improvisación y un examen de teoría. Fue nombrado, pues, cuarto organista, por detrás de Miguel Rabaza, José Lidón y Juan Sessé, cuyas plazas iría sucesivamente alcanzando al tiempo que éstos las fueron dejando vacantes. Si los dos primeros organistas tenían encomendadas las funciones con orquesta, el tercero y el cuarto se ocupaban de las de diario o canto llano.
Amén de eximio organista, fue D. Félix Máximo compositor talentoso. Lógicamente dedicó al órgano un nutrido número de obras—sonatas, versos, fabordones—que debieron de fraguarse en esa alhaja instrumental construida exprofeso por Leonardo Fernández Dávila y concluida, entonces recientemente, por el mallorquín Jorge Bosch. Cabe figurarse la solemnidad de su quehacer musical en el marco de la Real Capilla, a través de la luz de las cuatro claraboyas sobre las que se erige su cúpula, insuflando aliento espiritual a los querubines esculpidos por Felipe de Castro y a los frescos de Corrado Giaquinto.
Tanto empaque y contrapunto, no impidieron, empero, a D. Félix ejercer de madrileño bien plantao, sin nada que envidiar a esos majos rumbosos que gastaban calzón corto, coleta en redecilla y patillas de chuleta. De humor festivo y cuerpo de jota, D. Félix era hombre jacarandoso que ponía una vela a Dios y otra al diablo. De ahí que sus tiranas y seguidillas, como las de su contemporáneo, Blas de Laserna, recojan el desgarro y donaire de las típicas corralas, hervideros de rencillas y riñas enconadas; por un quítame allá esas pajas se organizaban grescas monumentales, pero—atenuado el rencorcillo tras el desagravio—cualquier nimio pretexto servía para arrancarse en fandangos al son de guitarras, bandurrias y repique de castañuelas.
Siguiendo la estela marcada por Scarlatti, Boccherini y Soler, D. Félix coqueteó con este fandango y, viendo que aquello tenía sal y pimienta, sin arredrarse ante el que dirán, osó afandangar el entonces famoso minueto en un particular híbrido que nos devuelve la gracia, a un tiempo plebeya y airosa, del galanteo de currutacos y petimetras en el paseo de la Florida: las Variaciones al minueto afandangado. Es el Madrid que brilla en las muchachas casaderas que van a rezar a San Antonio, el ambiente magistralmente inmortalizado por Goya de otra romería primaveral junto al Manzanares, la de San Isidro Labrador, en que, después de beber agua milagrosa de su fuente, se disfruta, a ritmo de guarachas y boleros, de un piscolabis regado con vinillo de Yepes… En los mentideros se ríen con fruición las sátiras divulgadas por El Bufón de la Corte y El Bufón de Vallecas; se frecuentan los bailes de máscara organizados en el anfiteatro de los Caños del Peral; descuellan faranduleras de tronío, como María Antonia Vallejo, la Caramba, y María del Rosario Fernández, la Tirana; las funciones de sus principales coliseos, el de la Cruz y el del Príncipe, son diversión obligada. Precisamente en este segundo teatro y en la temporada de 1784-1785, la compañía de Martínez interpretó una tonadilla escénica a dúo que, bajo el título de El abogado y la maja, había compuesto D. Félix Máximo.
Otros de sus pasajes musicales, en cambio, nos transportan no tanto al tráfago callejero madrileño como a la refinada intimidad de los salones y gabinetes de la nobleza. Parquedad cromática, regularidad arquitectónica, contención ornamental, un prurito de modernidad que a la sazón no era sino traducción de los ecos cosmopolitas de Cimarosa y de Haydn importados por los duques de Osuna. Quietud, amable distancia, distinguida naturalidad: las sonatas de López, relicario musical de una época, conservan intacto el perfume de lienzos como aquél en que Agustín Esteve retrató a la octava marquesa de Ariza ante el fortepiano. Gracias a los oficios de estas y otras casas principales, a la labor de burgueses cultivados como Jovellanos o los hermanos Iriarte, a la divulgación cultural llevada a cabo en las tertulias para eruditos y diletantes—la Fonda de San Sebastián, la Fontana de Oro y La Cruz de Malta—Madrid disfruta, en una fiebre de depuración clasicista, los placeres del equilibrio y la mesura.
Félix Máximo López vivió entonces de cerca la fulgurante privanza de Manuel Godoy, apuesto guardia de corps que, tras alcanzar el favor real, fue nombrado, con sólo veinticinco años, primer secretario de Estado, duque de Alcudia y posteriormente príncipe de la Paz. Por esta época D. Félix inició también, en su caso peldaño a peldaño, el lento ascenso como músico de la Real Capilla, carrera que coronaría en 1805, cuando, por mor de su antigüedad y en sustitución del salmantino José Lidón, fue nombrado primer organista con unos emolumentos anuales de 16.000 reales.
Se acercaban, empero, momentos críticos para la Corte y para el país entero. La vacilante política de Godoy, el descrédito de una Monarquía minada por la abyección y las intrigas, propiciaron la solapada ocupación de España por los franceses. D. Félix hubo de presenciar entonces la epopeya de un Madrid que, abandonado a su suerte por un Carlos IV apocado y cobarde, traicionado por la felonía de Fernando VII, se vio bajo el insoportable yugo impuesto por ese advenedizo oriundo de Córcega y recientemente coronado emperador en Notre Dame. Napoleón podría haber conquistado Italia, vencido a Prusia, sojuzgado a los austríacos, pero nunca podría domeñar España. Majos y chisperos, hidalgüelos y petimetres, dejando a un lado fraternales querellas y pese a su inferioridad de condiciones, se levantaron como un solo hombre contra el ejército comandado por Murat y sus edecanes. José Blas de Molina, maestro cerrajero, enciende la mecha al grito de traición y muerte a los franceses. Es el Madrid de la heroica defensa del Palacio de Monteleón por dos capitanes de artillería, Luis Daoíz y Pedro Velarde; el escenario de los sangrientos combates en la Plaza de la Cebada, de las refriegas contra la ferocidad de los mamelucos; el motivo de esas odas que, como un nuevo cantar de gesta, proclamara el poeta Manuel Quintana.
Como otros tantos españoles, Ambrosio López, primogénito de D. Félix, no dudó en empuñar las armas para enfrentarse al tirano de Europa. Tras el primer levantamiento en la capital, pasó a la villa abulense de Arenas de San Pedro, donde sus vecinos lo nombraron comandante al frente de la insurrección anti-napoleónica. No fue este el camino tomado por el segundo de los hijos de D. Félix, Miguel, el cual, haciendo gala de sus intereses afrancesados, trabó relaciones con el régimen del Rey Plazuelas. Y, como se deduce de un decreto de 21 de diciembre de 1809, D. Félix también permaneció como primer organista al servicio de ese malhadado Pepe Botella.
Fueron años duros: a lo azaroso de la guerra de liberación, a los rigores de la hambruna que a la sazón asoló Madrid, D. Félix hubo de sumar la precariedad de vivir con un sueldo reducido a una cantidad misérrima. Mas su particular Gólgota no acabó entonces. Tras la derrota y expulsión de los franceses, el severo proceso de depuración política llevado a cabo por Fernando VII—el infamante expediente de purificación—significó, por de pronto, que el organista fuera degradado a segunda clase y que su hijo Miguel cayera en desgracia.
Las aguas acabarían, empero, volviendo a su cauce: el Rey reconsideró su postura y devolvió su categoría al viejo músico, cuyo sueldo ascendería finalmente a la cantidad de 18.000 reales. Rehabilitado, pues, en el favor real, D Félix siguió prestando sus servicios a la Corona hasta su muerte en 1821. Cual testimonio de esta última época de prestigio y bonanza nos queda el retrato—hoy, en el Museo del Prado—que el año anterior a la muerte del músico, realizó Vicente López y Portaña. Según se deduce de la dedicatoria, se trata de un encargo que sus dos hijos varones, Ambrosio y Miguel, hicieron al ya entonces primer pintor de cámara de Fernando VII y retratista de moda en la capital. Vicente López pinta a un anciano vestido con uniforme de corte; chupa roja bordada en oro y casacón azul. Apoyado sobre un fortepiano, con el bastón como referencia a la senectud, su mirada expresa cansancio, pero también cínica socarronería, descreimiento; el escepticismo de aquél cuya dilatada experiencia le aleja ya de las mezquindades de la comedia humana. No es casualidad que en su mano derecha sostenga una partitura de su célebre Obra de locos.
El 9 de abril de 1821, a las tres y media de la tarde, y como consecuencia de un ataque de epilepsia, el organista falleció en su vivienda del piso principal del número 3, de la calle de las Fuentes. Tenía setenta y ocho años. El día siguiente, y según le correspondía como hijo de la parroquia de San Ginés, recibió cristiana sepultura en el cementerio general extramuros de la puerta de Fuencarral. Meses antes había dictado testamento ante D. Pascual Seco, escribano de S. M., en el cual instituyó como herederos a los tres hijos que le sobrevivieron: Ambrosio, Miguel y María. El primero ocuparía la plaza de primer organista, que dejaba vacante D. Félix. Al segundo, tenor en la Real Capilla, le debemos una serie de composiciones, tanto sacras como profanas, así como dos tratados de solfeo y composición. Finalmente, y como prueba de la endogamia existente en la Real Capilla, destáquese que la hija menor del organista, María Ángela, había contraído matrimonio con D. Bernabé Schefler, un cantor contralto que también allí prestaba sus servicios.
Por lo demás, la herencia artística de D. Félix se dispersó y sus partituras, arrumbadas en sotabancos y librerías de lance, se vieron condenadas al purgatorio del silencio. Habría que esperar más de cincuenta años para que su nombre fuera rescatado del olvido. Fue Baltasar Saldoni, en su Diccionario de efemérides, el primero que, reivindicando la memoria del madrileño, hizo un primer esbozo de lo que había sido su vida y su obra. Unos años más tarde—corría 1885—uno de los más grandes musicólogos y eruditos españoles, Francisco Asenjo Barbieri, pronunció un discurso en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando—posteriormente publicado en el Boletín de dicha institución—en que daba cuenta de la trayectoria del organista. Amén de desmentir el parentesco de éste con el retratista Vicente López—“Estos son otros López”—bosquejaba un listado y aproximación crítica de sus obras, muchos de cuyos manuscritos había rescatado a precio de ganga en chamarileros del Rastro y libreros de viejo. Ya en el siglo XX, ha sido la monumental tesis doctoral de Alma Espinosa, leída en la Universidad de Nueva York, en 1976, la que, con mayor solvencia, ha contribuido a recuperar el interés por la obra, concretamente aquella para teclado, del otrora insigne organista de la Real Capilla y alma del Madrid goyesco.
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