Reino Unido
Pecados por omisión
Enrique Sacau

Dijo el filósofo británico Edmund Burke que “lo único que hace falta para el triunfo del mal es que los hombres buenos no hagan nada”. Esta es la historia de Billy Budd. El clímax argumental es la escena del juicio: el oficial Claggart acusa a Billy en falso; éste, nervioso, lo golpea y lo mata accidentalmente; el Capitán Vere siente que no tiene más remedio que aplicar la ley y convocar un consejo de guerra que necesariamente condenará al joven marinero a la horca.
La ópera empieza y termina con los remordimientos de Vere por la muerte de Billy que él reconoce pudo haber evitado, sabedor como era de la malicia de Claggart. La inercia del hombre bueno que peca por omisión y su escrupuloso respeto por una falaz objetividad condenan a Billy, a quién todos aman.
La clave para entender a Vere, que es al final quien corta el bacalao (quien decide sobre la vida y la muerte), aparece en su primera escena en la que demuestra su conocimiento de los clásicos y se nos presenta como un militar ilustrado. Elemento fugaz y crucial de esta producción es la imagen de Vere en una bañera que está tomada del cuadro La muerte de Marat de Jacques-Louis David. A diferencia del político revolucionario francés este Marat, más alerta, más paranoico, sale de la bañera y, al ponerse su uniforme, recupera su condición de miembro de una casta que está dispuesto a proteger: nada le importa más que la supervivencia de su tinglado.
Es solo un detalle de muchos en una producción en la que la Personenregie triunfó sobre todas las cosas. Esto es particularmente necesario porque toda la acción se desarrolla en el mismo espacio, a bordo del Indomitable. Se trata de una ópera con muchos personajes. Tres cuentan de veras y como sucede a menudo con las óperas de Benjamin Britten, no se ofrecen detalles de los motivos que los conectan. Sabemos que todos en el Indomitable aman al joven Billy y le presumimos belleza y un espíritu limpio (baby lo llaman); sabemos que Claggart quiere matarlo y presumimos que es para acabar con la atracción que siente por él; sabemos que el capitán es un hombre culto enemigo del látigo y presumimos, que ve en Billy un compañero en la lucha contra las rígidas barreras entre la oficialidad y los marineros.
Sabemos también mucho del ambiente del barco. Los tres grandes de la ópera del siglo XX (Britten, Puccini y Strauss) son maestros de los contextos geográfico, temporal y, el más importante, moral. En tres minutos de Elektra se nos explica todo sobre la casa de Tebas, como entendemos desde el principio de Suor Angelica el convento en el que soñar con un corderito suave es pecado. Billy Budd nos habla de guerra (una cualquiera), de camaradería, y de terrible tensión y violencia. Sobre todo nos habla del miedo: el del capitán a la rebelión, el de Claggart a su sexualidad, el de los marineros al látigo y el de Billy, erigido en ideal rousseauniano del buen salvaje, a la injusticia.
La producción de Deborah Warner, que llega de triunfar en Madrid y Roma, ha sido acusada por un ejército de “literalistas” de no mostrar suficientemente el mar. Querían barco, con botones y anclas. Yo aprecié mucho, en cambio, la habilidad de Warner de crear un ambiente claustrofóbico sin llenar el escenario de paredes y huecos. Como los grandes del teatro, no sufrió orror vacui y, sobre todo, dejó espacio a los personajes, a los pequeños gestos, miradas y caricias. Dejó espacio a Marat que se viste de capitán con poder sobre la vida y la muerte; a un Claggart banal en su perversidad, malvado de andar por casa, sin exageraciones; y a un Billy conmovedor que corrió escaleras arriba hacia su muerte.
En un escenario iluminado exquisitamente el espacio es amplio, con muchos cabos que recuerdan a un buque, con chinchorros y a veces techos bajos. Pero no hay cuchitriles: todos los que quieren mirar ven todo. Cuando no se quiere mirar o cuando se teme lo que se ve es cuando se producen los desastres. No me extiendo más: Warner y su equipo han hecho una producción de ópera de esas que, por su inteligencia conceptual y perfecta ejecución, alcanzan una calidad que uno disfruta pocas veces en la vida.
Los tres protagonistas bordaron sus papeles. Toby Spence tiene una voz bastante ligera para Vere, lo que no hizo sino contribuir a la imagen de pusilanimidad que le otorga la producción. No sé si el hecho de que el uniforme le quedase grande (especialmente la gorra) fue deliberado, pero causó enorme impresión: su imagen y su sonido eran de hombre pequeño. Spence está vocalmente en estado de gracia y le sale todo bien, como a Brindley Sherratt.
De nuevo una voz más ligera que la de algunos ilustres cantantes del papel de Claggart (pienso en Eric Halfvarson) y también menos histriónico. Este hombre intenta y logra ocultar sus pasiones. Finalmente, Jacques Imbrailo como Billy Budd: de voz temblorosa al tiempo que apasionada, afinación precisa, dicción deliberada y una proyección magnífica, cuesta imaginar esta parte mejor cantada. Y mejor actuada: fue la suya una gesticulación de gran detalle, con cada movimiento de las manos y los pies dirigidos a expresar esperanza o desesperación. No hay más que halagos para el resto del reparto y del coro.
En el foso la dirección musical de Ivor Bolton resultó memorable. Quizás, por señalar un ejemplo de excelencia, la escena de los tambores me dejó impresionado: la calma cuajada de tensión de este episodio fue perfecto resumen de la tónica general. En barco, en un campo de concentración o en simplemente en un teatro, Bolton se centró precisamente en subrayar el drama y la orquesta respondió a su dirección agitada, angulosa y oscura como en sus mejores noches.
Comentarios