España - Valencia
La malafollá
Rafael Díaz Gómez
No me tendrán ustedes por uno de esos que recurren al uso del título malsonante para conseguir más descargas de su artículo, ¿verdad? Por si así fuera (aunque no les creo capaces de caer en semejantes celadas), yo quería lavar mi honra ofreciéndoles un dato que iba a revolucionar la musicología patria, cual es el de la sala barcelonesa en la que se dio a conocer por vez primera la versión zarzuelera de La malquerida, cosa que no señala ni el programa de mano de Les Arts ni los diccionarios más contemporáneos, pero cuando ya me estaba relamiendo con mi inmarcesible contribución, miro la Wikipedia y va y resulta que lo indica la mar de bien: el Teatro Victoria, el 12 de abril de 1935.
En fin, déjenme que les cuente al menos que una jornada después del estreno dirigía Otto Klemperer en Barcelona el primero de sus dos conciertos al frente de la Orquesta Pau Casals y que para otros dos días más tarde se anunciaba la visita de Rachmaninov a la ciudad (¡bah, nada, esas cosas que sonaban cuando aún no habían llegado los de la corneta y los balidos!). Lo que ignoro, y poca paciencia tengo ahora para buscar la referencia, es si La malquerida llegó o no a presentarse en Valencia antes de que Penella hiciera las maletas y se largara a América como alma que persigue el Maligno con fajín y Guardia Mora. Así ocurrió con una obra suya anterior, Hermano lobo, la zarzuela en tres actos sobre San Francisco de Asís (¡toma, Messiaen!) estrenada también en Barcelona en 1933 y presentada en Valencia el 14 de julio de 1934. Y así debería de haber sucedido con La malquerida.
Pero volvamos a nuestro título. El término granadino malafollá no está reconocido por la RAE a pesar de que cuenta con su bibliografía aproximativa. Atento al quite, un gustoso vino de la zona toma su nombre y ensaya en la etiqueta una definición breve y al parecer certera de la palabra: no ser malo pero aparentarlo. Desconozco si hay una expresión de la misma procedencia geográfica y atractivo fonético para lo contrario, es decir, para ser malo pero no aparentarlo. “Malo”, obviamente, tiene aquí un significado moral. ¿Y qué relación tiene esto con La malquerida? Pues la que uno quiera establecer, como cuando, por ejemplo, se pregunta si los personajes principales de la obra, ¿son malos aunque no lo parezcan? ¿O no lo son aunque lo parezcan? ¿Y qué es la maldad? ¿Y qué correlación hay entre maldad y sexo? Porque el drama original de Benavente tiene una potente carga de profundidad en ese sentido.
Y así vamos llegando al vínculo entre drama y música en esta zarzuela. Penella, responsable del libreto, respeta gran parte del texto de Benavente, pero realiza dos intervenciones que resultan determinantes para la pérdida de tensión del argumento, tanto que dificultan en gran manera la intervención de una dirección de escena que desde la época del estreno no había tenido ocasión de medirse con la obra (la reposición contemporánea tuvo lugar en Los Teatros del Canal de Madrid en 2017 y pasó con la misma producción por el Campoamor ovetense antes de llegar a Valencia). Esas dos diligencias son la revelación temprana de los amoríos entre Acacia y su padrastro Esteban, y el añadido de una trama cómica que se ve correspondida, como es lógico, con los números más chispeantes de la obra (dúo entre Benita y Rufino y las acupletadas Coplas del sacristán que canta la moza con el acompañamiento del coro femenino), pero que difícilmente encajan con la sustancia constitutiva y evolutiva de la tragedia.
Lo que en Benavente es un dosificado y progresivo aumento de la presión, en Penella deviene episódico y estanco. Se desaprovecha la posibilidad de trazar el proceso de transformación de los personajes, desde la sugerencia a la revelación. El principal nexo de unión es la utilización de la copla con la que el pueblo alude a Acacia, pero es más un hecho impuesto desde fuera de los protagonistas que íntimamente conformador de su devenir. La presencia masiva del texto hablado en el tercer acto acaba por certificar una suerte de sumisión de la música a la palabra. Por otra parte, cabe destacar que en la versión parece ser que se inserta al menos un número procedente de la zarzuela Curro Gallardo del mismo Penella y otro de la antes citada Hermano lobo, con lo que a la espera de la edición crítica de la partitura y sin grabaciones a las que poder acudir (esperemos que esto se solucione pronto) está por ver cuál es la disposición real pensada por el compositor.
Ya queda dicho que diseñar una dirección escénica para esta obra es un problema. Emilio López realiza en su puesta, que traslada al México donde murió Penella (1939) y donde la obra conoció hasta su versión como telenovela, un trabajo más aseado que imaginativo, en el que su mayor valor, y no es poco, consiste en dotar de continuidad al transcurso dramático. Pero como de todo esto y de otras interesantes cosas ya escribió Germán García Tomás en nuestra publicación hace un par de años (incluso del estreno en el Teatro Victoria, ¡vaya por Dios!), me remito a sus palabras y paso a comentar la intervención de los cantantes y actores en la representación valenciana.
Hubo una notable diferencia en el aspecto teatral entre los actores sin canto y los cantantes que actuaban. Y es que la Juliana de Victoria Salvador y El Rubio de Nacho Fresneda resultaron mucho más convincentes desde el punto de vista escénico que sus acompañantes en el reparto. Todos estos últimos, excepto Sandra Ferrández, procedían o bien del Centre de Perfeccionament Plácido Domingo o del Cor de la Generalitat Valenciana, con especial mención en este caso, tanto por la extensión de su papel como por el éxito en su consecución, para el Rufino de José Enrique Requena, pese a una cierta sobreactuación, y la Milagros de Ana Bort, más comedida. Tanto al barítono César Méndez (puertorriqueño) como al tenor Vicent Romero (valenciano) y a la soprano Marta Caballero (mexicana), respectivamente Esteban, Norberto y Acacia, les costó hallar la continuidad entre el texto hablado (curiosa mezcla de acentos) y el cantado, que en esta zarzuela demanda una línea de cierta exigencia. Los tres tienen aún aspectos que pulir y seguro que con el tiempo encontrarán mejor acomodo.
Más resuelta la Benita de Andrea Orjuela (colombiana) y sobre todo la Raimunda de Sandra Ferrández (que precisamente hizo de Benita en el reestreno madrileño), la voz con más empaque, solidez, proyección y expresividad de cuantas sobre el escenario se desenvolvieron, si bien fueron superables sus prestaciones teatrales (la muerte de Faustino se ha de afrontar con mucha más pasión, por muy futura suegra del finado que se sea).
La orquesta fue concertada con voluntad por Santiago Serrate, aunque los atriles sonaron un punto rutinarios. Correcto el exiguo coro. Y realizada ya la exhumación, a servidor aún le queda la duda de si estética, que no éticamente, La malquerida sea una zarzuela malafollá o lo contrario, como quiera que en Granada se quiera bautizar el término.
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