Alemania

A medio gas

Jorge Binaghi
miércoles, 22 de mayo de 2019
Harms: Tannhauser © Bettina Stoess, 2019 Harms: Tannhauser © Bettina Stoess, 2019
Berlín, domingo, 5 de mayo de 2019. Deutsche Oper. Tannhäuser (19 de octubre de 1845, Hofoper de Dresde). Libreto y música de R. Wagner. Puesta en escena: Kirsten Harms. Escenografía, vestuario y luces: Bernd Damovsky. Coreografía: Silvana Schröder Intérpretes: Stephen Gould (Tannhäuser), Emma Bell (Venus/Elisabethus), Simon Keenlyside (Wolfram), Ante Jerkunica (Hermann), Clemens Bieber (Walther) y otros. Orquesta y coro (director: Jeremy Bines) del Teatro. Dirección: Stefan Blunier
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Pasa el tiempo rápido. Si no recuerdo mal, hace ya nueve años que no veía una de las obras más populares de Wagner, ahora en la versión en que fue su estreno absoluto en Dresde. Siendo una de las obras del autor que más me gustan en su totalidad y sin esas longitudes temerarias o esas repeticiones en la que el músico-libretista pareció complacerse cada vez más (y dentro de los títulos de asunto religioso sin los problemas pseudometafísicos de Parsifal) hoy también es una obra que cuesta hacer bien, y a la prueba me remito.

Era esta la función número 46 de esta puesta en escena en la moderna (la más joven de las tres que posee Berlín, ciudad que tanto ha visto y soportado) Deutsche Oper, y una función vespertina. Pero a pesar de eso el teatro no estaba rebosante como hacían prever título y alguno de los intérpretes. 

La producción de Harms no espanta, pero no convence. Interesa por momentos (en el regreso a la tierra del protagonista, en el segundo acto aunque tal vez más en el primer cuadro que en el segundo) y en otros o se queda corta (Venusberg: por más señoras desnudas que se exhiban todo es más bien pudoroso, supongo que en parte porque hay un solo señor presente, un doble del protagonista que desciende desde lo alto) o roza la tontería (el último acto transcurre en una enfermería donde los enfermos son los peregrinos que se alzan de sus camas no sólo para cantar el coro sino para hacer gestos raros; Elisabeth es al parecer la enfermera que muere en escena tras su plegaria. Wolfram la tapa con una sábana y trata de evitar que el pecador irredento que vuelve la vea, pero la señora resucita en forma de Venus, que no sé -realmente- si al final, sin que haya ningún signo, vuelve a ser Elisabeth que se lleva al ahora redimido de la mano…no sé si a la muerte, a la vida eterna, o qué).

En lo musical vi y oí por primera vez al director Blunier, muy aplaudido como todos (si fuera por los aplausos habría creído estar en Bayreuth en 1961 o 1962). Me pareció correcto sin más, con una dirección de cierta fuerza en los pasajes más dramáticos y menos interesante en los momentos más líricos o interiores. La orquesta tocó bien y el coro cantó y se movió muy bien (personalmente lo encontré todo un punto frío).

Gould es un tenor importante y de medios vocales insólitos hoy en día, ideales para la parte. Lástima que ni por fraseo o por interpretación su protagonista llegue a la misma altura. Es mucho, pero no es todo. 

Keenlyside estuvo soberbio desde todo punto de vista y puede decirse que la función se justificaba por este Wolfram tierno, apesadumbrado, por momentos airado, consciente de que su amor no correspondido sería el mejor para Elisabeth, pero incapaz -como suele suceder- de demostrarlo con alguna probabilidad de éxito. Su canción a la estrella vespertina fue, por supuesto, magnífica, pero todas sus intervenciones lo fueron. Y, como siempre, su actuación fue la de un señor de la escena.

Jerkunica es una voz de bajo importante y si sus agudos no sonaran tan tirantes sería un inmejorable elección para el Landgrave (reemplazaba a Albert Pesendorfer).
Los roles masculinos menores estuvieron bien cubiertos, con especial mención para Bieber y también para Seth Carico (Biterolf). Jörg Schörner fue Heinrich der Schreiber y Andrew Harris Reinmar von Zweter, ambos correctos. El pastorcillo de Nicole Hasslett (que aquí no se sabía bien qué era, pero seguramente una pastorcilla) estuvo bien sin más. 

Y faltarían aún dos cantantes femeninas, pero se prefirió volver a la experiencia de unir a las dos en una. El experimento es interesante una vez, y si se hace en un Festival y con una Gwyneth Jones puede salir muy bien. Pero no abundaron nunca las Jones, y no me parece que Bell pueda ser su reemplazo. Con una voz desteñida que ya es difícil aceptar en Mozart, incluso en los papeles más ‘fuertes’, ni el color, fuera de foco, es interesante para Elisabeth ni tampoco para Venus. Los agudos son, como de costumbre, metálicos aunque más controlados que en otras ocasiones; los graves en Venus son escasos y mejores las medias voces en Elisabeth, pero no hay ni sensualidad ni autoridad en una ni ternura y pathos en la otra. 

El resultado fue que una obra que conmueve, se esté o no de acuerdo con lo que narra y cómo lo narra, me resultó, sobre todo, de una frialdad soberana salvo en los momentos destinados a Keenlyside.

Para conmoverme tuve que ir al día siguiente al museo dedicado a Käthe Kolwitz, donde se encuentra un Berlín estremecedor que cuesta conectar con la tranquila apariencia y la cordialidad de hoy en día, que ojalá sean reales y permanezcan pese a todas las convulsiones que afectan hoy a Europa. 

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