España - Madrid
Apropiación cultural
Fernando Peregrín Gutiérrez (1948-2023)

En los departamentos de Estudios Culturales de las facultades de Letras y Humanidades estadounidenses se acuñó, hace relativamente poco tiempo y a manera de pecado capital, fruto, al parecer, del colonialismo occidental, el sintagma “apropiación cultural” para referirse al uso de la gastronomía, vestuario, instrumentos y géneros musicales, literatura, costumbres en general y demás elementos propios de otras culturas -cuanto más ninguneadas, peor el delito- en creaciones, hábitos y productos de la cultura occidental. Por otro lado, los multiculturalistas del relativismo posmoderno prefieren verlo como fusión o mestizaje de elementos culturales, y lo alaban sin el menor juicio crítico del resultado de dicha fusión.
Viene a cuento esta breve introducción del concierto de la ONE del pasado 16 de junio para dar noticia del estreno absoluto de Desert para shakuhachi y orquesta, obra de Ramón Humet (1968), encargo de la Orquesta y Coro Nacionales de España con motivo de la conmemoración del II Centenario del Museo Nacional del Prado, por la simple razón de que el shakuhachi es una flauta japonesa y el compositor la ha usado como solista para un género musical inequívocamente occidental: el concierto de un instrumento y una orquesta sinfónica.
El shakuhachi es un instrumento musical antiguo y sagrado de Japón, construido con un bambú especial, que se ha dejado reposar y secar durante un buen tiempo. Su interior se ha pulido y según qué variantes se empleen, está cubierto de resina. Posee cuatro orificios en la parte delantera y otro en la trasera, por lo que generalmente produce una escala pentatónica.
Su desarrollo a partir de otros instrumentos más antiguos y de carácter cortesano empleados en lo que se denominaba Gagaku (música elegante), estuvo en manos de monjes itinerantes de la secta Fuke del Budismo Zen desde mitad del siglo XVII, alcanzando su forma en que la conocemos en la actualidad. Estos monjes no la consideraron como instrumento musical, sino de religión, espiritualidad y meditación (Suizen, meditación con la respiración a través de la práctica de la flauta shakuhachi).
Fue precisamente en este último uso en el que se introdujo de forma notable en Occidente, empezando con su divulgación del movimiento de la Nueva Era (New Age) californiana, que consideró parte esencial de los miembros de esta corriente de espiritualismo esotérico todo lo que tuviese relación con la filosofía, los mantras y las músicas de un idealizado, místico, extraño y fascinante Oriente Lejano. Para ello, y siendo la Nueva Era un movimiento fundamentalmente pacifista, se ignoró que dicha flauta, que se construye en diversas longitudes de unos 39 a 90 centímetros de largo -en el concierto, el solista usó dos flautas de distinta longitud, aunque con pequeña diferencia apreciable tanto en longitud como en afinación- se utilizó con frecuencia como arma de defensa y ataque, una práctica bastante necesaria para estos monjes ambulantes.
En la música tradicional de Japón el shakuhachi no sólo se emplea como una simple flauta tapando y destapando orificios, sino que además puede variarse la afinación con movimientos de la boca sobre la embocadura, y cambiando el ángulo de la posición con movimientos de la cabeza, lo que permite ejecutar escalas cromáticas e intervalos microtonales. En todo este repertorio de sacar el máximo partido sonoro y de afinaciones al shakuhachi, el experto músico y renombrado intérprete de este instrumento -vestido de elegante atuendo japonés- Horacio Curti se mostró como un virtuoso de tan limitado y hasta primitivo instrumento. Tanto el compositor como el este solista no dudaron en mostrar los sonidos ásperos y hasta sucios que los monjes de la secta Fuke consideraban parte esencial de sus ejercicios de meditación y de control de la respiración.
El nombre elegido por Ramón Humet para su pieza es el de Desert, y según explica el propio compositor en las notas del programa de mano, se debe a que la inspiración la obtuvo de la contemplación de un grabado de Mariano Fortuny, Anacoreta, asociando, según sus propias palabras “el desierto como ecosistema donde el anacoreta desarrollaba su vida de oración en comunión con el Todo”, algo que tiene un fuerte perfume Zen destilado en los cursis alambiques de la New Age.
Mas no se trata ahora de analizar las reflexiones del autor a propósito de este Desert (nótese que desierto, en inglés, suena igual que postre, dessert, lo que puede dar lugar a una visión de este concierto muy sugestiva, por la búsqueda de la exquisitez y la delicadeza propia de los postres japoneses), sino de tratar de exponer al lector el resultado sonoro de esta composición.
Lo primero que hay señalar es que se encuentra dividida en ocho partes, que no se pueden considerar equivalentes a los movimientos del género concierto para instrumento (o instrumentos solistas) y orquesta occidental. Incluye, además, en séptimo lugar una cadenza improvisada que sirve, según el compositor, como punto culminante de la evolución de los dos mundos: el desierto y el eremita, más que como lucimiento del solista, que es lo que en realidad es, aunque disfrazada por el autor con cierta jerigonza de la Nueva Era.
Para un oyente poco acostumbrado a la World Music o conocedor de la etnomusicología, este Desert resulta en general monótono y repetitivo, algo propio, se podrá argüir, para una música relajante, contemplativa y pensada para la meditación, mas con más apariencia de deberse a la estética y formas compositivas minimalistas utilizadas por Humet que resultan muy evidentes a lo largo de todo el Desert, cuya duración es algo extensa para la escucha que requiere Humet, minuciosa, estática y contemplativa.
Es difícil no recordar en este punto, tomando estos términos de la antropología social y cultural de Marvin Harris, el muy distinto enfoque (etic, el del extranjero) de Humet y Horacio Curti, y el (emic, el del nativo) de Akiro Kurosawa cuando utiliza magistralmente el contraste ente el shakuhachi y los tambores en su espléndido y mítico filme Los siete samuráis.
La orquesta y el director cumplieron de forma muy satisfactoria su misión de acompañar y dar preguntas y respuestas al solista, que tuvo, repito, una intervención estupenda.
El programa se abrió con una interpretación vivaz, aseada aunque algo plana de La isla de los muertos, de Sergei Rachmaninov. Tal vez por mi localidad en el auditorio, en una de las primeras filas del patio de butacas, tuve la percepción de que, al contrario de lo que es casi la regla en esta obra, las cuerdas, que sonaron compactas, potentes, casi perfectas en los ataques y con brillante sonido, taparon a los vientos y a las maderas, y lo que es bastante infrecuente, a los metales y hasta a la percusión. El director Paolo Bressan condujo la orquesta con gestos y movimientos de la batuta algo limitados, y rara vez se pudo apreciar la necesaria independencia entre ambos brazos, y hasta de brazos y muñecas.
La segunda parte la ocuparon dos obras de Ottorino Respighi que se suelen considerar como música de menor valía, del tipo llamada “clásicos populares” por críticos y musicólogos que se consideran árbitros de la modernidad y del gusto refinado y experto. Nada más lejos de la realidad. Si bien las Fuentes de Roma no han gozado nunca de la misma aceptación que los Pinos de Roma, debemos recordar que esta última composición gozó de mucho relumbrón cuando directores de la talla de Arturo Toscanini, Fritz Reiner y, más actualmente, Herbert von Karajan y Sergiu Celibidache, las ponían en los atriles de las más prestigiosas orquestas con cierta frecuencia. Asimismo, los Pinos de Roma, además de considerarse como una obra para el lucimiento de los primeros atriles de una orquesta, tuvo su gran momento de gloria y popularidad cuando en la década de 1950 se inundó el mercado de discos estereofónicos de vinilo de la llamada música clásica y se utilizó para mostrar la gran calidad de sonido y los espectaculares efectos espaciales que eran capaces de lograr los modernos equipos de Alta Fidelidad (HiFi). Tocante a esto, la grabación de la Orquesta Sinfónica de Chicago bajo la dirección de Fritz Reiner para la serie Living Stereo de la RCA americana de los Pinos de Roma, es ejemplo paradigmático de la interpretación de esta obra y una leyenda viva de la extraordinaria calidad de sonido que se lograba a mediados de la década de 1950 con discos analógicos de vinilo.
La ONE mostró su magnífico momento, que no parece detenerse aquí sino que va a más, y brilló tanto en conjunto como en las intervenciones de los distintos solistas de las diferentes secciones. Paolo Bressan dejó su rigidez y movimientos casi de autómata de la primera parte del concierto y logró una versión brillante, luminosa, viva, y con gran equilibrio de los planos sonoros, fruto esto último de su cuidada a la vez que entusiásticamente comunicativa dirección, puntillosa y de amplio respiro. Logró sutiles modulaciones tímbricas y sonoras. Si hay que ponerle un pero al maestro italiano, este sería en la ejecución tan frecuente y característica de Ottorino Respighi de las intensidades crecientes y acumulativas (Celibidache, me viene a la memoria, hacía los crescendi casi decibelio a decibelio).
Las cuerdas sonaron suntuosas y delicadas en los momentos requeridos, mas de nuevo, como ocurrió en la obra inicial de Rachmaninov, el sonido, desde mi muy cercana localidad al escenario, fue algo excesivo, lo que tapó a veces los vientos y las maderas; asimismo, las notas pedal del órgano apenas fueron perceptibles. La requerida trompeta fuera de escena, se transformó en cuatro que se situaron, dos a dos, en los laterales de la orquesta, a la altura del primer anfiteatro. Dada la particular acústica del Auditorio, hubo cierta reverberación en el sonido de estas trompetas adicionales que se manifestó en los momentos en los que el compositor exige fortissimo.
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