España - Madrid
Zarzuela en Danza: frescura a raudales
Germán García Tomás
No podía el Teatro de la Zarzuela despedir mejor su temporada que con un espectáculo en el que se rindiera homenaje al propio género lírico a través del baile, sustento en gran parte de su idiosincrasia. Zarzuela en Danza, que vio en única función el 8 de marzo de 2017 su discreto estreno en el Auditorio de la Universidad Carlos III de Madrid, ha hecho ahora su flamante puesta de largo en el escenario natural que le correspondía. Una sólida apuesta del coliseo de la Calle Jovellanos, tras la controvertida Doña Francisquita de Lluís Pasqual, que viene a unir al público bajo un loable ánimo, el de reivindicar la zarzuela por medio de sus diferentes manifestaciones bailables.
Alma indiscutible de este espectáculo es la coreógrafa Nuria Castejón, quien ha volcado todo su talento y oficio en él, además de toda su pasión y compromiso por el género mismo que le ha visto nacer, como hija de Rafael Castejón y Pepa Rosado, una de las más ilustres sagas de artistas españoles dedicadas al teatro lírico. Su estricto conocimiento de los componentes de la danza puesto al servicio de la zarzuela se ve complementado de forma idónea por la dramaturgia elaborada por Álvaro Tato, que ha venido a resucitar el espíritu de la revista de actualidad La Gran Vía de Chueca y Valverde en esta apología escénico-bailable a la zarzuela. En cierta medida lo sitúa en la estela de ese otro montaje del año 2016 que fue muy comentado en el Teatro de la Zarzuela, ¡Cómo está Madriz!, donde Miguel del Arco versionaba precisamente La Gran Vía y El año pasado por agua. Su libreto escrito en verso a la antigua usanza, detalle valiente que es toda una declaración de intenciones, evidencia un sincero respeto hacia el género, sin ningún tipo de prejuicios hacia el mismo, huyendo del lenguaje chabacano y la irreverencia, y cuyo ritmo y frescura parece atreverse a rememorar la esencia de los grandes textos de género chico, pero siempre bajo el prisma de lo actual.
Tato lo materializa con el recurso del Soñador (personificado en un bailarín) que persigue a la Zarzuela a lo largo de un viaje que le llevará por las diferentes modalidades del baile aplicado a la zarzuela. Así, y en un clima alegórico y onírico, el preludio de La verbena de la Paloma de Bretón abre este recorrido danzable desde una idealizada corrala madrileña inicial, con el intermedio y las guajiras de La revoltosa de Chapí y las sevillanas (o seguidillas) de El bateo de Chueca a la cabeza, hasta desembocar en una calle desierta donde el Soñador reflexionará en su soliloquio final sobre el sueño que ha tenido y que, interpelando al público, asegura se volverá a repetir, porque su sueño es la misma Zarzuela a la que sigue sin cesar. El brioso intermedio de La boda de Luis Alonso de Giménez corona así en su gran apoteosis del baile una propuesta que se aprecia bien enhebrada de principio a fin y donde, al margen de las páginas de zarzuela seleccionadas (tanto instrumentales como vocales) no escasean trazos de música popular y ritmos flamencos, como unas “Sevillanas zarzueleras” y toda una chirigota al estilo de Cádiz, los “Tanguillos flamencos”, con letras del propio Álvaro Tato, y con las que otorga el don de la contemporaneidad al género. Porque no estamos ante una antología de zarzuela al uso, sino ante un espectáculo elaborado y de nuevo cuño que rinde tributo al objeto artístico del que parte. Entre esa gran variedad de danzas y bailes son particularmente abundantes las escenas de gitanos, destacando la escena del gran dúo de Coral y Esteban de La reina mora de Serrano, aquí un tanto recortado, cuya sobria recreación en un escenario oscuro alcanza una expresión emocionante y subyugadora. Igualmente poética resulta la lectura del intermedio de La leyenda del beso de Soutullo y Vert, previo relato de la misma, con una gigantesca y brillante luna llena que preside todas las evoluciones de la gitana Amapola.
Admirable es que tanto Álvaro Tato como Nuria Castejón en su trabajo conjunto consigan que las fluidas y dinámicas transiciones entre escenas produzcan un efecto teatral impactante, como la que va desde el particular clima sicalíptico-oriental de La corte de Faraón de Lleó y su Garrotín al festivo ambiente aragonés de Gigantes y Cabezudos de Fernández Caballero, levantando ánimos con la imponente jota “Luchando tercos y rudos”. Tato no se sustrae a mostrar pequeños guiños históricos, como esa alusión a la Sociedad Artística Musical presidida por Barbieri (y del que curiosamente no se ha elegido nada de música). Otro lo hay igualmente al sufrimiento de Federico García Lorca, quizá una conexión muy personal, sí, pero muy simbólica y poética, al vincularlo con el canto de las Granadinas de Emigrantes de Calleja y Barrera, toda una despedida de Granada, pero también de la vida en el caso del poeta. Tampoco se ignora a la zarzuela caribeña, y más concretamente cubana, con la contradanza de Cecilia Valdés de Roig bailada en un entorno tropical. Y las puntas de la escuela bolera están ampliamente representadas en El baile de Luis Alonso, resultando claro y evidente el interés en mostrar cómo en su intermedio Giménez bebe de lo popular (El Vito).
Algunos espectadores podrán echar en falta más o menos estilos de danza, como el chotis, el pasacalle, etc, pero lo cierto es que la amalgama convocada hace justicia con mayúsculas a la Zarzuela como género bailable. Y defendido con valentía por sus intérpretes, todos y cada uno de los 14 bailarines, que realizan un trabajo magistral a las órdenes de Nuria Castejón, en una sorprendente exhibición y lucimiento de sus medios tanto en grupo como de forma solista. Todos sacan lo mejor de sí mismos en las múltiples coreografías de gran empaque visual, además de hablar y cantar los coros de los números vocales. A destacar el papel primordial que protagoniza Alberto Ferrero como Soñador, quien hace gala de su triple faceta como bailarín, actor y cantante, y que demuestra una elevada compenetración con los tres cantantes líricos que participan en esta travesía. La mezzosoprano Ana Cristina Marco (la Paloma del segundo reparto del reciente Barberillo) regala una voz de reflejos oscuros espléndidamente manejada y un ideal carácter extrovertido en escena. Sirva como ejemplo su deliciosa recreación de la tarántula de La tempranica. El tenor Néstor Losán luce su metal en las Granadinas de Emigrantes pese a no emitir el arriesgado quejío final, y el canto de gran solidez del barítono Germán Olvera transpira nobleza en el dúo de La reina mora. Todo este engranaje llega a feliz término gracias a la mano experta desde el foso de Arturo Díez Boscovich, que extrae el color adecuado y preciso a cada número musical, atento a cada evolución de baile, absoluto garante para la continuidad de un espectáculo hecho para el disfrute con el que esta vez el Teatro de la Zarzuela sale ganando en su afán de revitalizar de forma digna el género lírico español.
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