Alemania
Una ópera fantástica: Schwanda, el gaitero
Juan Carlos Tellechea

Es todo un redescubrimiento musical, la nueva producción de la ópera Schwanda, el gaitero (1927), del checo Jaromír Weinberger, mezcla de leyenda popular, cuento de hadas y fantasía onírica, estrenada entre atronadores aplausos y ovaciones en el Musiktheater im Revier Gelsenkirchen (Cuenca del Ruhr), con la excelente régie del neerlandés Michiel Dijkema (Amsterdam, 1978).
La pieza, que une a dos de los héroes checos más populares, el gaitero Schwanda, quien con su instrumento de viento logra que la gente baile y olvide sus preocupaciones, y Babinsky, una especie de Robin Hodd bohemio que luchó por la justicia durante toda su vida, resulta tan agradable y emotiva que merecería ocupar un sitial en el repertorio operístico internacional, junto a Hänsel y Gretel, de Engelbert Humperdinck, y La flauta mágica, de Wolfgang Amadé Mozart.
El Musiktheater im Revier de Gelsenkirchen, en el corazón de la Cuenca del Ruhr, se destaca por ofrecer obras que raramente son puestas en escena en otros templos líricos e incluso sus versiones son muy singulares, históricas algunas, osadas muchas veces, pero sin incurrir en el campo de la provocación gratuita, como más de uno pudiera suponer.
Weinberger tiene mucho que ofrecer musicalmente, como lo demuestra su opulenta obertura, con momentos sinfónicos de inspiración folclórica evocada por muchas bandas sonoras compuestas décadas más tarde para el cine. Un año después de su moderado estreno en Praga en 1927, la ópera se paseó por toda Europa y ganaría tanta celebridad que habría de llegar con el tiempo hasta Nueva York (Metropolitan Opera), Londres (Covent Garden) y Buenos Aires (Teatro Colón).
Sin ir más lejos, y dicho sea esto al margen, la música (y hasta alguna escena) de El mago de Oz (1939), escrita por Harold Arlen y E. Y. Yip Harburg y galardonada con dos premios Oscar (por mejor música y mejor canción Over the Rainbow), me recuerda, en ciertos pasajes, a la singular pluma de Weinberger y es hasta probable que no hubiera escapado del todo a su influjo en aquel entonces.
Además de los espléndidos interludios, hay seductoras danzas que arrancan cada vez que Schwanda toca su gaita, cuyo sonido es imitado a la perfección por la orquesta Neue Philharmonie Westfalen, puntillosamente dirigida por el italiano Giuliano Betta (La Spezia, 1976). Betta trabaja los diferentes colores de la partitura de forma diferenciada y teje un tapiz sonoro que vigila al extremo no tapar a los solistas.
El barítono polaco Piotr Prochera parece como predestinado vocal e histriónicamente para el papel de Schwanda. El Babinsky del tenor alemán Uwe Stickert suena radiante, con gran brillo en los agudos y un ritmo peculiar que a veces nos trae a la memoria a Kurt Weill.
Babinsky huía de dos lansqueneten (soldados de infantería durante la dominacion de los Habsburgo) que lo perseguían, llega hasta la casa de Schwanda y su mujer (recién casados), Dorota (exquisita la soprano griega Ilia Papandreou), de quien se enamora. Papandreou se impone con su registro al exuberante sonido de la orquesta y consigue unos intensos dúos con Prochera en los que triunfa como celosa cónyuge.
Schwanda convenció a Babinsky de que debían salir a conocer el mundo y ganar fama con su música En su peregrinar dan con la Corte Congelada (impresionante el paisaje invernal), cuya Reina de Corazón de Hielo (estupenda la soprano alemana Petra Schmidt) ha quedado a merced de un siniestro mago (impresionante el bajo Michael Heine) ambicioso de poder.
El gaitero libera con su música a la monarca y a su pueblo, por lo que la soberana quiere casarse inmediatamente con él. Schwanda está de acuerdo, pero aparece entonces Dorota en el momento más inoportuno. La reina quiere ejecutar al músico por haberla engañado, pero Babinsky lo salva a último minuto y Schwanda logra que la población y su monarca bailen al toque de la cornamusa. Cuando el gaitero le asegura a Dorota que ni siquiera ha besado a la reina termina en el infierno por haberle mentido.
Al abrirse el telón en el segundo acto y aparecer el fabuloso averno en forma de imponente pirámide roja (escenografía del mismo Dijkema y vestuario de Jula Reindell) con el diablo sentado en su trono en el centro de los espíritus, la platea estalla espontáneamente en efusivos aplausos. El bajo alemán Joachim Gabriel Maaß hace un demonio sumamente divertido, de cuyo reino no necesariamente hay por qué tener miedo. La platea está tan cautivada con los disfraces y los decorados que se entrega desinhibidamente a la música como si estuviera en estado de hipnosis.
Lucifer se lo pasa muy aburrido allí y quiere que Schwanda toque la gaita, pero éste se niega a complacerlo e impone condiciones que resultan inaceptables para Belcebú. Babinsky, que había seguido a Schwanda al inframundo por amor a Dorota, logra liberarlo burlando (con trampas) a Satanás en una partida de naipes. El juego es uno de los momentos más destacados de la velada. Al final Schwanda regresa feliz al hogar, se reconcilia con Dorota, mientras Babinsky sigue su camino por la vida.
El elenco entero, así como los dos coros preparados por Alexander Eberle, suenan de maravilla y con mucha consagración, especialmente en las escenas del báratro. El regista y su equipo conservan el carácter de cuento de hadas del original, lo cual es particularmente evidente en el diseño escenográfico y en los coloridos atuendos de estilo tradicional. Babinsky con su larga y espesa barba recuerda a un solitario vagabundo que recorre los bosques de Bohemia.
La Reina de Corazón de Hielo lleva un hábito ancho y plateado que subraya la rigidez de la Corte Congelada. Cuando aparece Schwanda con su gaita, el ajustado peinado de la soberana se abre, convirtiéndose la cabellera en una enorme flor roja. Simultáneamente brotan innumerables rosas de su amplia indumentaria. Así es como la vida y la alegría vuelven a la corte. El mago actúa como un monstruo. Lleva en su mano un bastón en cuya parte superior se ilumina una esfera roja que contiene el corazón palpitante de la reina.
El escritor y crítico musical y teatral Max Brod (Praga, 1884–Tel Aviv, 1968), quien tradujera al alemán las óperas de Leoš Janáček y fuera responsable de la publicación de obras del legado de su amigo Franz Kafka, contribuyó singularmente en aquellos tiempos a la difusión de Schwanda, el gaitero en Europa.
La carrera de Weinberger habría sido probablemente muy otra de no haber subido al poder Adolf Hitler y su régimen genocida antisemita nazi en Alemania en 1933. En un momento en que Arnold Schönberg y Alban Berg buscaban un nuevo lenguaje para el teatro musical, Weinberg no mostraba la menor ambición por adaptarse a los signos de los tiempos y se mantenía fiel a los grandes modelos de Antonín Dvořák y Bedřich Smetana, a los que añadía algunos ásperos sonidos, como los de Leoš Janáček.
No era mezquino con los ritmos de la polca llevados al ámbito sinfónico como hiciera Richard Strauss con los vales en el Caballero de la rosa. El resultado fue Schwanda, el gaitero, una nueva ópera folclórica checa de carácter tonal, utilizando en general la música de finales del XIX y comienzos del XX. El compositor logró escapar junto con su esposa a Estados Unidos, mas no pudo continuar allí su éxito precedente y se suicidó en 1967 en Saint Petersburg/Florida.
En los últimos años ha habido varios loables intentos aislados por rescatar esta gran ópera del olvido. Entre ellos, el de la Dresdner Semperoper en 2012, y el del Teatro de Gießen la temporada pasada. El año próximo, el 29 de marzo de 2020, será estrenada una producción en la Komische Oper de Berlín con régie del célebre Andreas Homoki, aguardada con expectación.
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